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Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXVII

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LXXXVI
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
LXXXVII

LXXXVII

Hay una cima, la más elevada y habitualmente más solitaria del parque de Saint—Cloud, allí donde el lomo de la colina se ensancha para declinar por dos pendientes contrapuestas, una hacia el vallejo de Sevres, la otra hacia la concavidad del castillo, encrucijada donde se enlazan tres largas avenidas. Al encontrarse allí las avenidas forman una ancha pradera sin árboles. Desde ella se ve de lejos al raro paseante que se aproxima y puede venir a turbar la tranquilidad. Desde el collado se domina la llanada de Issy, el curso del Sena y el camino de Versalles. Encajonado entre las tres lenguas de bosque, que avanzan en triângulo; sumergido en las largas sombras de los árboles que le rodean, parece la cuenca redonda de un lago cuyas olas fuesen las hierbas y los follajes. Si se mira al valle de Sevres, no hay más perspectiva que una ancha y larga pradera en declive, que desciende rápida hacia el río como una cascada de heno ondulado por el viento, y va a perderse en el fondo del valle, entre negras masas de monte poblado de corzos. Sobre este monte se ven, del otro lado del Sena, los grandes tejados de azulada pizarra y la cima de los majestuosos parques de Meudon, que se recortan sobre el cielo estival. En aquella colina, donde se disfruta a la vez de la elevación de un cabo, del silencio y el abrigo de un valle y de la soledad de un desierto, solíamos sentarnos con frecuencia.

El pecho respira allí mejor. El oído se sumerge allí en mayor recogimiento. El alma vuela más alto sobre los horizontes de la vida.

Subimos una de las primeras mañanas del mes de mayo. Es la hora en que el inmenso bosque tiene por únicos huéspedes los gamos, que salen a retozar por las avenidas desiertas. Raros guar dabosques atraviesan, como puntos negros, estas avenidas por el extremo horizonte. Nos sentamos bajo el séptimo árbol de los que forman el semicírculo cóncavo de la encrucijada, enfrente de la pradera de Sevres. Hay siglos en la armazón viviente de esa encina y en las cicatrices de sus ramas. Sus raíces, al henchirse de savia para nutrir y sostener el tronco, han hecho reventar la tierra a sus pies y la rodean de un talud de musgo. El musgo forma un banco natural, cuyo res—

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1 ( paldo es la misma encina, y sus hojas bajas, el dosel.

La mañana era tan transparente como el agua del mar al amanecer, bajo un cabo verdeante de las islas del Archipiélago. Los rayos, ya abrasadores, del verano, caían de un cielo límpido sobre el bosque de la colina, y el monte los de volvía en tibios alientos, como las olas encendidas de sol que vienen a acariciar en la sombra los pies de las bañistas. No se oía más ruido que el de la caída de algunas hojas secas del invierno precedente. Caían, a las pulsaciones de la savia, al pie de los árboles, para dejar sitio a las hojas nuevas, apenas desarrolladas. Volaban los pájaros rozando las ramas, en derredor de los nidos, y a la menor ondulación del heno en flor, se alzaba como una polvareda, un vago y universal zumbido de insectos ebrios de luz.