Rafael (Lorenzo tr.)/LXXXVIII
LXXXVIII
Había tal consonancia entre nuestra juventud y la del año y del día, una armonía tan completa entre aquella luz, aquel calor, aquel esplendor, aquellos silencios, aquellos ligeros ruidos, aquella pensativa embriaguez de la Naturaleza y nues tras propias sensaciones; nos sentíamos tan deliciosamente confundidos y como transfigurados en aquel aire, en aquel firmamento, en aquella vida, en aquella paz, en aquella visible inmortaRAFAEL 15 lidad de la obra de Dios en derredor nuestro; nos poseíamos tan perfectamente el uno al otro en aquella soledad, que nuestros pensamientos y nuestras sensaciones, sobreabundantes, pero satisfechos, se bastaban. No teníamos ni siquiera la fatiga interior de buscar palabras para expresarlos. Eramos como el vaso lleno cuya misma plenitud inmoviliza el líquido. Nada más cabía en nuestros corazones; pero nuestros corazones eran bastante grandes para contenerlo todo. Nada intentaba escaparse de ellos. Apenas se nos habría sentido respirar.
No sé cuánto tiempo permanecimos así, mudas e inmóviles el uno junto al otro, sentados en las raíces de la encina, las ramas sobre los ojos, la cabeza entre las manos, los pies en el rayo del sol, sobre la hierba, la sombra en nuestras frentes. Pero cuando yo levanté la cabeza, la sombra había ya retrocedido del vestido de Julia y se proyectaba ante nosotros sobre el césped.
La miré. Alzó el rostro como por el mismo impulso que me había hecho alzar el mío. Me miró, y sin poder decirme una palabra, se deshizo en lágrimas. "¿Por qué lloráis?"—le pregunté con inquieta emoción, pero a media voz, por no turbar y distraer sus mudos pensamientos. "De felicidad!" me respondió—. Sonreía con los labios, en tanto que gruesas lágrimas corrían y brillaban como rocío de primavera en sus mejillas. "¡Oh, sí; de dicha continuó; este día, esta hora, este cielo, este sitio, esta paz, este silencio, esta soledad con vos; esta completa asimilación de nuestras almas, que no necesitan hablarse para entenderse y que respiran por ambos en un solo soplo, es demasiado, demasiado para una naturaleza mortal que el exceso de la alegría puede ahogar, como el exceso del dolor, y que no teniendo ni un grito en el pecho, gime de no poder gemir y llora de no poder agradecer bastante!..." Se detuvo un momento: sus mejillas se colorearon. Yo temblaba temiendo que la muerte la sorprendiese en su florecimiento. Su voz me tranquilizó en seguida. "Rafael, Rafael!—exclamó con una solemnidad en el acento que me produjo asombro y como si fuese a anunciarme una gran noticia larga y penosamente esperada.
¡Rafael! ¡Hay un Dios!" "Y quién os lo ha revelado hoy mejor que otro día cualquiera?"—le dije. "El amor!—respondió alzando lentamente al cielo sus bellos ojos húmedos—. ¡Sí; el amor, cuyos torrentes acabo de sentir correr por mi corazón con murmullos, destellos y plenitudes que todavía no había experimentado con la misma fuerza y la misma paz! ¡No, ya no dudo—prosiguió con un acento mezclado de certidumbre y alegría; el manantial de donde viene esta felicidad que inunda el alma no puede estar en la tierra; no puede perderse después de haber surgido! Hay un Dios: hay un amor eterno del que no es el nuestro más que una gota que iremos a confundir juntos en el océano divino de donde la hemos sacado. ¡Ese océano es Dios! ¡Lo he visto, lo he—sentido, lo he comprendido en este momento de ventura! Rafael! ¡Ya no sois vos lo que yo amo; yo no soy yo la que vos amáis; en adelante, adoremos a Dios el uno en el otro: vos a través de mí, yo a través de vos! ¡Vos y yo a través de estas lágrimas de beatitud que nos revelan y nos ocultan a la vez el fuego inmortal de nuestros corazones! ¡Perezcan—añadió con más fervor en la mirada y en el acento, perezcan los vanos nombres que hemos dado hasta aquí a los lazos que nos unían! ¡No hay más que uno que los exprese: el que ha venido, por fin, a revelárseme en vuestros ojos! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!—volvió a exclamar como si hubiera querido enseñarse a sí misma un idioma nuevo. ¡Dios eres tú! ¡Yo soy Dios para ti! ¡Dios somos nosotros! El sentimiento que nos angustiaba al uno por el otro ya no será para nosotros el amor, sino una santa y deliciosa adoración. Me comprendéis, Rafael?
¡Ya no seréis Rafael: seréis mi culto de Dios!" Nos levantamos en un arrebato de entusiasmo.
Besamos la corteza del árbol. La bendijimos por la inspiración que de sus ramas había bajado a nosotros. Y le dimos un nombre: 'le llamamos el árbol de la adoración. Descendimos con lento paso la rampa de Saint—Cloud para volver de nuevo al ruido de París. Pero ella volvía con la fe y el sentimiento de Dios, hallados al fin en su corazón, y yo con la alegría de saber que ella llevaba en el corazón aquel Iuminoso manantial interior de consuelo, esperanza y paz.