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Rafael (Lorenzo tr.)/VII

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VI
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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No obstante, sentíame triste y desorientado por la noche cuando no la había encontrado durante el día. Bajaba al jardín, sin darme cuenta del motive, y en él permanecía, a pesar del frío de la noche, con los ojos fijos en su ventana. Me era penoso volver a casa si no había entrevisto su sombra a través de los visillos, u oído uną nota de su piano o el extraño timbre de su voz.

El salón del departamento que ocupaba ella por la noche estaba junto a mi habitación. Sólo los separaba una gruesa puerta de encina cerrada ech dos cerrojos. Yo podía oír confusamente el rumor de sus pasos, el roce de su vestido, el susurro de las hojas del libro vueltas por sus dedos. Hasta me parecía algunas veces oír su respiración. Instintivamente, había yo colocado junto a la puerta mi mesa de escribir y mi lámpara, porque me sentía mencs solo oyendo aquellas ligeros movimientos de vida en derredor mío.

Parecíame vivia acompañado de la desconocida aparición que llenaba insensiblemente todos mis días. En una palabra: tenía en secreto todos los pensamientos, todas las oficiosidades, todos los refinamientos de la pasión antes de haber siquiera sospechado que amaba. No estaba, para mí, el amor, en tal o cual síntoma, en tal mirada, en tal confidencia, en tal circunstancia exterior, contra los cuales habría podido precaverme. Estaba, como los miasmas invisibles esparcidos por la atmósfera, en el aire que me rodeaba; en la luz; en la estación que se extinguía; en el aislamiento de mi existencia; en la proximidad misterica de aquella otra existencia que también parecía aislada; en aquellas largas caminatas que no me alejaban de ella sino para hacerme sentir más la atracción inconsciente que a ella me hacía volver; en su vestido blanco vislumbrado de lejos a través de los abetos de la montaña; en sus cabellos negros, que el viento del lago destrenzaba sobre las bordas de la barca; en sus pasos por la escalera; en la luz de su ventana; en el leve crujir del piso de abeto bajo sus pasos por la habitación; en el rasgueo de su pluma sobre el papel, cuando escribía; en el silencio mismo de aquellas largas noches de otoño que ella pasaba leyendo, escribiendo o soñando cerca de mí; en la fascinación, por último, de aquella fantástica belleza que yo había visto demasiado bien sin mirarla, y que volvía a ver, cerrando los ojos, a través del muro, como si el muro fuese transparente para mí, A este sentimiento mío no se mezclaban, por lo demás, ningún ansia indiscreta, ninguna curiosidad por penetrar el secreto de aquella soledad, ni por franquear el frágil muro de nuestra separación, por decirlo así, voluntaria. ¿ Qué me importa—me decía yo—esta mujer enferma del corazón o del cuerpo, hallada por azar en medio de las montañas de un país extranjero? Yo había sacudido al menos lo creía—el polvo de mis pies; no quería reunirme a la vida por ningún lazo del alma y de los sentidos, y, sobre todo, por ninguna debilidad del corazón. Despreciaba profundamente el amor, porque no había conocido bajo tal nombre sino sus falsías, sus coqueterías, sus ligerezas o sus profanaciones, a excepción del amor de Antonia, que no era más que una hechicera puerilidad de sentimientos, una flor desprendida del tallo antes de la hora del perfume,