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Rafael (Lorenzo tr.)/XCI

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Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
XCI
XCII

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Aquella mañana nos llevó un coche que yo había alquilado hasta la noche. Habíamos bajado los cristales y corrido las cortinillas. Atravesamos las calles casi desiertas de los barrios de París que terminan en el parque, cerrado por altas murallas, de Monceau. Aquel jardín, entonces exclusivamente reservado al paseo de los príncipes, sus dueños, no se abría sino a la presentación de tarjetas de entrada, que se distribuían con extremada parsimonia y sólo a algunos extranjeros o viajeros curiosos que deseaban contemplar aquel prodigio de vegetación. Yo había obtenido una de aquellas tarjetas privilegiadas gracias a un amigo de juventud de mi madre, agregado a la casa de los príncipes. Elegí aquella soledad porque sabía que los dueños estaban ausentes, que se habían suspendido los permisos de entrada y que los mismos jardineros se habían alejado para celebrar un día de fiesta y vacación.

Aquel magnífico. desierto plantado de sotos, salpicado de praderas, regado de aguas corrientes o estanques dormidos, poetizado por monumentos, columnas y ruinas, imágenes del tiempo en que el arte ha imitado la vetustez de las piedras y donde las hiedras roen los despojos, no tendría aquel día otros huéspedes que los rayos del Sol, los insectos, los pájaros y nosotros. ¡Pero tampoco habían de verse nunca regados por más lágrimas aquellas hojes y aquellos céspedes!

Cuanto más tibio y resplandeciente estaba el cielo; cuanto más se combatían deliciosamente sobre las hierbas la luz y las sombras, como la sombra de las alas de un pájaro perseguido por otro; cuanto más lanzaban los ruiseñores sus notas jubilosas y balbucientes al aire sonoro; cuanto más reflejaban las aguas en su espejo bruñido los lirios, las margaritas y las primaveras azu les que, derribadas, tapizaban los taludes de sus lechos, más triste nos parecía aquella alegría y más contrastaba aquella luminosa serenidad de una mañana de primavera con la nube sombría que pesaba sobre nuestros corazones. En vano queríamos engañarnos por un instante, embebeciéndonos en la belleza del paisaje, en el brillo de las flores, en los perfumes del aire, en la profundidad de la sombra, en el recogimiento de aquellos lugares, que habrían bastado a sepultar la felicidad de un mundo de amor. Lo mirábamos todo, por complacencia, distraídamente; pero en seguida nuestra mirada se abatía al suclo. Nuestras voces, inflamadas por vanas fórmu.las de contento y admiración, revelaban el vacio de las frases y la ausencia de pensamientos, que estaban en otra parte.

También fué inútil que nos sentáramos al pie de las lilas más embalsamadas, bajo los verdes brazos de los más hermosos cedros, en los pedazos de labradas columnas más cubiertos de hiedra, al borde de los estanques más recogidos y rodeados de verdura, para pasar las largas horas de nuestra última entrevista. Apenas habíamos escogido uno de aquellos lugares, una vaga inquietud nos, impelía a dejarle para buscar otro.

Aquí la sombra, allí la luz, más lejos el ruido importuno de la cascada o la obstinación del ruiseñor, que cantaba sobre nuestras cabezas, nos hacían toda voluptuosidad amarga y todo espectáculo odioso. Cuando el corazón duele, la Naturaleza entera nos hace daño. El mismo edén se ría un suplicio más si fuese escena de la separación de dos amantes.

Cansados, por fin, de vagar sin haber hallado en dos horas un abrigo contra nosotros mismos, acabamos por sentarnos cerca de un puentecillo sobre un arroyo, un poco alejado el uno del otro, como si nos importunase hasta el rumor de nuestra respiración, o como si instintivamente hubiésemos querido ocultarnos mutuamente el sordo murmullo de los sollozos interiores que ser tíamos próximos a estallar en nuestros pechos.

Mirábamos distraídamente el agua verde y oleosa que lentamente iba dejándose tragar por el arco del puentecillo. Ora arrastraba una blanca hoja de lirio desprendido de la orilla, ora un nido vacío, que el viento había derribado del árbol. De pronto vimos flotar, con las alas inmóviles e invertidas, el cuerpo de una pobre gólondrinita de primavera. Se había ahogado, indudablemente, al beber en tal copa antes de que sus alas fuesen bastante fuertes para sostenerla, Nos recordó la golondrina que cayó muerta a nuestros pies un día, desde lo alto de la torre desmantelada del viejo castillo, al borde del lago, y que nos entristeció como un presagio. El ave muerta pasó lentamente por delante de nosotros, y el agua, sin un pliegue, la arrastró y la abismó en la profunda noche del arco del puente.

Cuando el cuerpo del pájaro hubo desaparecido, vimos que otra golondrina pasaba y repasaba cien veces bajo el arco, piando con angustia y rozando sus alas con la cimbra. Nos miramos involuntariamente. No sé qué dijeron nuestras miradas al encontrarse; pero la desesperación de un pobre pájaro encontró nuestros párpados tan llenos y nuestros corazones tan prontos a romperse, que al mismo tiempo volvimos a otro lado la mirada, y, las bocas contra la tierra, estallamos en sollozos. Una lágrima arrastraba a otra lágrima; un pensamiento, a otro pensamiento; un presagio, a otro presagio; un sollozo, a otro sollozo.

Algunas veces intentamos hablarnos; pero el acento desgarrador de la voz del uno desgarraba más la voz del otro: acabamos por ceder a la naturaleza y verter, durante horas, que sólo lạ sombra medía, cuantas lágrimas había en nuestras fuentes interiores. La hierba se empapó de ellas, el viento las secó, la tierra las bebió. Dios las contó y los rayos del Sol las evaporaron. No quedaba una gota de angustia en nuestras almas cuando nos levantamos el uno ante el otro, casi sin vernos a través de las nubes de nuestros ojos.

Eso fué nuestra despedida: una imagen fúnebre, un océano de lágrimas, un silencio eterno.. Nos separamos así, sin mirarnos más, temiendo caer vencidos al choque de nuestras miradas. Aquel jardín abandonado por nuestro amor y nuestra despedida nunca más verá la huella de mis pasos.