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Rafael (Lorenzo tr.)/XCII

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XCI
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Al siguiente día caminaba yo, aniquilado y silencioso, entre cinco o seis desconocidos que charlaban alegnemente sobre la calidad del vino y el precio de la comida en la posada, en uno de esos coches vulgares. en que se amontonan los viajeros, por las desnudas colinas del camino del Me diodía. Durante el largo y sombrío viaje no abrí los labios ni una sola vez.

Mi madre me recibió con esa ternura resignada y serena que, estando a su lado, casi convertía la desgracia en felicidad. Lo que pudo hallar en mí fué un cuerpo enfermo, unas esperanzas consumidas, un diamante gastado en vano y una melancolía que ella atribuyó a la juventud ociosa y a la imaginación sin alimento, y cuya verdadera causa le oculté cuidadosamente, temiendo añadir a sus penas una pena irremediable más.

Pasé el verano, solo, en el fondo de un valle desierto, en ásperas montañas, donde mi padre tenía una alquería cultivada por una familia de labradores. Mi madre me había enviado allí, confiándome al cuidado de aquellas buenas gentes, para que me alimentase de leche y aire. Mi única ocupación fué contar los días que me separaban del momento en que había de esperar a Julia en nuestro querido valle de los Alpes. Sus cartas, que recibía y contestaba a diario, mantenían mi tranquilidad. Con la jovialidad y el cariño de sus frases dis paba la nube de presentimientos siniestros que la despedida me había dejado en el alma. De vez en cuando, alguna frase de desaliento y de tristeza, lanzada o involuntariamente dividada en medio de aquellas perspectivas de dicha, como una hoja muerta entre las hojas verdes de la primavera, me parecía en contradicción con la calma y la florida salud de que ella me hablaba. Pero yo atribuía estas raras disonancias a algún recuerdo ingrato, o a impaciencia por la lentitud de los días, sombras que habrían pasado sobre la página mientras me escribía.

El aire elástico de las montañas, el sueño de noche, el trabajo corporal en la huerta y en la alquería de mi padre, y, principalmente, la proximidad del otoño y la certidumbre de volver pronto a ver a aquella que tenía mi vida en su mirada, me habían restablecido rápidamente. No me quedaba más huella de mis sufrimientos que una melancolía dulce y pensativa reflejada en mis facciones; era como una bruma en una mañana estival; era un silencio que parecía contener un misterio, un instinto de soledad que hacía creer a los supersticiosos campesinos de la montaña que yo celebraba entrevistas con los genios de los bosques.

El amor había abatido en mí todas las ambiciones. Había aceptado mi pobreza y mi obscuridad para toda la vida. La resignación piadosa y serena de mi madre se había introducido en mi espíritu con sus santas y dulces palabras. Yo no pensaba ya más que en trabajar diez u once meses del año con la mano o con la pluma, y reunir así las economías suficientes para pasar un mes o dos al lado de Julia, y luego. si el anciano llegaba a faltarla, esclavizarme en su servicio, como Rousseau con madame de Warens. Viviríamos entonces en cualquier cabaña aislada, en aquellas montañas o en uno de los hotelitos de nuestra Saboya, y allí viviría yo de ella como ella de mí, sin que se me ocurriese echar de menos este mundo vacío y sin pedir al amor otra recompensa que la ventura de amar...