Rafael (Lorenzo tr.)/XCIII
XCIII
Sólo una cosa me apartaba rudamente en ocasiones de la región de mis sueños, y era la penuria cruel en que la casa paterna había caído a causa de mis infructuosos derroches. Las cosechas se habían perdido varios años seguidos, y los accidentes de fortuna habían convertido casi en miseria la humilde mediocridad de mis padres.
Cada vez que iba, los domingos, a ver a mi madre, me descubría sus dificultades y derramaba lágrimas. A mi padre y a mis hermanos se lo ocultaba. Yo también me hallaba en situación extremadamente precaria. No vivía, en la pequeña alquería, más que de pan negro, leche y huevos del corral. Secretamente iba vendiendo en el pueblo los vestidos y los libros que había llevado de París, para tener con qué pagar las cartas de Julia, para lo cual habría vendido gotas de mi sangre.
Sin embargo, ya acababa el mes de septiembre. Julia me escribía que la inquietud que le inspiraba la salud de su marido, que de día en día iba debilitándose—¡oh piadoso fraude del amor para disfrazar sus propios males y librarme de preocupaciones!—, la retenía en París más de lo que tenía pensado. Pero me invitaba a marchar sin más tardanza y a esperarla en Saboya.
Allí se uniría a mí, sin falta, a fines de octubre.
Aquella carta estaba llena de las más tiernas recomendaciones que puede una hermana hacer a su hermano querido. Me suplicaba y me ordenaba, con la autoridad soberana de su amor, que estuviese alerta contra una enfermedad que a veces se incuba bajo las más floridas apariencias de la juventud, y la deseca y la quiebra de pronto cuando se cree haberla vencido. Con su carta venía una consulta y una receta de su médico y médieo mío, el compasivo doctor Alain. La receta me imponía, en los términos más imperativos y bajo las más alarmantes amenazas, una larga permanencia en los baños de Aix. Enseñé esta conminación del doctor Alain a mi madre para dar motivo a mi partida. A mi madre se le sobresaltó el corazón de tal manera, que no cesaba de unir sus ruegos a las prescripciones médicas para obligarme a marchar. Mas, ¡ay!, que en vano me dirigí a algunos amigos tan pobres como yo, y a algunos usureros crueles, en demanda de la mísera suma de doce luises que necesitaba para el viaje. Mi padre llevaba seis meses ausente. Mi madre no quería, por nada del mundo, pedirle dinero, porque era agravar sus dificultades y sus inquietudes; ni podía pedir prestado sin descubrir ana penuria que ya la tenía bastante hu millada. Me dispuse a emprender el viaje con dos RAFAEL 16 o tres luises en la bolsa, esperando hallar el resto en la de mi amigo L, en Chambery. Pero, pocos días antes de mi marcha, mi madre, pensando en ello una noche, encontró en su corazón el recurso que sólo un corazón de madre podía encontrar.