Rafael (Lorenzo tr.)/XCIV
XCIV
En un ángulo del jardinillo, que bordeaba por dos lados la casa paberna, había un bosquetecompuesto de dos o tres tilos, una encina verde y siete u ocho tortuosos ojaranzos, resto de un bosque plantado hacía siglos, y que había sido respetado, sin duda, como genio del lar cuando se desmontó la colina, se edificó la casa y se muró el jardín. Aquellos hermosos árboles formaban el salón al aire libre de la familia en los días de verano. Sus botones en la primavera, sus matices en otoño, sus hojas muertas en el invierno, reemplazadas por la escarcha, que cubría sus viejas ramas como blancos cabellos, nos indicaban las estaciones. Su sombra, replegada a sus pies o extendida por la platabanda de césped que los rodeaba, nos señalaba las horas mejor que un reloj.
Mi madre nos había amamantado, mecido y enseñado a andar bajo sus hojas. Mi padre se sentaba allí, con un libro en la mano, cuando volvía de caza; la brillante escopeta, suspendida de una rama; los perros, jadeantes, tumbados junto al banco. Yo también había allí pasado las más dulces horas de mí adolescencia con Homero o Te lémaco abiertos sobre la hierba ante mis ojos.
Placíame tenderme en el tibio césped, de codos ante el libro, cuyas líneas me tapaban a veces los mosquitos o los lagartos. Allí cantaban para nosotros los ruiseñores, sin que nunca se pudiese descubrir su nido ni siquiera la rama de donde surgía su voz. Aquel bosquete era la gloría, el recuerdo, el amor de todos. La idea de convertirle en una bolsa de escudos, que no dejaría memoria en el corazón ni daría alegría ni sombra, no podía ocurrírsele a nadie más que a una madre que moría de angustia por la vida de su hijo único. A mi madre se le ocurrió aquella idea. Con la prontitud del instinto y la firmeza de resolución que le caracterizaban, y también temiendo, sin duda, que la sobrecogiese el remordimiento y la detuvieran mis tiernas instancias, llamó a los leñadores en cuanto se despertó, y vió cómo se hincaba el hacha en las raíces, llorando y volviendo el rostro para no ofr la caída y el gemido de aquellos viejos abrigos de su juventud sobre el suelo resonante y desnudo del jardín.