Rafael (Lorenzo tr.)/XCV
XCV
Cuando al domingo siguiente, al volver a M buscaron mis ojos desde lo alto de la montaña el grupo de árboles que manchaba agradablemente la colina, y que ocultaba al sol una parte del muro grisáceo de la casa, creí soñar no viendo en su lugar más que un montón de troncos abatidos y de ramas descortezadas y sangrantes que cubrían la tierra, y el caballete de los aserradores de tablas, semejantes a un instrumento de tortura, cuya sierra rechinaba hendiendo los árboles con sus dientes. Corrí con los brazos tendidos al muro exterior. Abrf temblando la puertecilla del jardín... Sólo quedaban en pie la encina verde, un tilo y el ojaranzo más viejo, junto al cual estaba el banco! "Tenemos bastante me dijo mi madre, que vino a mí disimulando sus lágrimas y echándose en mis brazos—; la sombra de un árbol vale tanto como la de un bosque. Y, además, ¿qué sombra vale tanto como la tuya? No me reconvengáis. He escrito a vuestro padre que los árboles se marchitaban y perjudicaban en la puerta. ¡No hablemos más de ello!..." Luego, llevándome a casa, abrió su gaveta, y sacando un talego medio lleno de escudos: "Toma—dijo—y márchate. ¡Los árboles quedarán bien pagados si vuelves sano y feliz!" Cogí el talego enrojeciendo y sollozando. Contenía seiscientos francos. Pero decidí devolvérselo a mi pobre madre.
Partí a pie, con mis polainas de cuero y mi escopeta al hombro, como un cazador. No había cogido del talego más que cien francos, que añadí a lo poco que yo tenía y a lo que había obte nido de la venta de mis trabajos, a fin de no costarle nada a mi madre. El dinero de los árboles me habría ahogado. Lo dejé secretamente en la alquería para entregárselo a mi regreso a la que tan heroicamente se lo había arrancado del corazón para mí. Comía y pernoctaba en los más humildes figones de los pueblos. Me tomaban por un pobre estudiante suizo que volvía de la Universidad de Estrasburgo. No me pedían más que el estricto valor del pan que había comido, de la luz que había gastado y de la yacija en que había dormido. No llevaba más que un libro que, por las tardes, leía sentado en el banco de la puerta. El libro era Werther, en alemán. Sus ca—, racteres, desconocidos para ellos, confirmaban a mis posaderos en la idea de que yo era un caminante extranjero..
Así crucé las largas y pintorescas gargantas de Bugey. Pasé el Ródano al pie de la roca de Pierre—Châtel. El río, allí encajonado, lava eternamente la base de la roca con ondas rápidas y cortantes como un cuchillo, como queriendo derrumbar aquella prisión de Estado que le entristece con su sombra. Subí lentamente el monte del Gato por los senderos de los cazadores de gamuzas. Llegado a la cima, vi los valles de Aix, Chambery y Annecy, en la lejanía, y a mis pies, el lago, teñido de rosa por los rayos flotantes del sol poniente. Me pareció que una sola figura lenaba, para mí, la inmensidad del horizonte. Elévabase de los "chalets" donde nos habíamos encontrado; del jardín del viejo médico, cuyo puntiagudo tejado de pizarra veía sobresalir de los demás del pueblo; de las higueras del torreón de Bon—Port, al fondo de una ensenada frontera; de los castaños de la colina de Tresserves; de los bosques de San Inocencio; de la isla de Châtillon; de las barcas que regresaban a las radas; de toda aquella tierra, de todo aquel cielo, de todas aquellas ondas. Caí de rodillas ante aquel horizonte, todo lleno de una sombra; abrí los brazos y volví a cerrarlos como si hubiese abrazado su alma al abrazar el aire que había pasado sobre todos aquellos escenarios de nuestra dicha, sobre todas las huellas de sus pasos. Me senté luego detrás de 1 una roca cubierta de bojes, que me ocultaba basta a los mismas cabreros que pasaran por el sendero.
Allí permanecí en contemplación y entregado a mis recuerdos hasta que el sol llegó casi a tocar las cimas nevadas de Nivolex. No quería atravesar el lago ni entrar en la población de día. La rusticidad de mi traje, la indigencia de mi bolsa, la frugalidad de vida a que la necesidad me condenaba para vivir unos meses cerca de ella, habrían chocado a los habitantes y a los huéspedes de la casa del médico. Todo aquello contrastaba demasiado con la elegancia en el vestir, las costumbres y la vida que yo había tenido allí los años precedentes. La habría avergonzado a ella si viesen que la abordaba en las calles como un joven que no tenía siquiera con qué alojarse en un hotel decoroso en aquel lugar de lujo.
Había resuelto deslizarme, de noche, por el arrabal de chozas situado en la orilla del arroyo que corre entre las huertas de la parte baja de la población.
Conocía allí a una pobre criada llamada Paquita. Se había casado el año anterior con un barquero, y tenía reservadas una o dos camas en el granero para alojar y dar de comer a uno o dos pobres enfermos indigentes, a quince sueldos al día. Había yo tomado para mí una de aquellas camas y un puesto en la mísera mesa de la buena mujer, recomendándole el secreto. Mi amigo L, de Chambery, a quien había escrito anunciándole el día de mi llegada a las orillas del lago, fué en persona unos días antes a prevenir a Paquita y a contratar mi alojamiento. Yo le había rogado, además, que recibiese a su dirección, en Chambery, las cartas que me escribiesen de París. Me las traería el conductor de las carreteras que van constantemente del uno al otro pueblo. Permanecería encerrado, durante mi estada en Aix, en la estrecha habitación de la choza del barrio o en las huertas vecinas, mientras hubiese luz del día. No saldría sino después de cerrada la noche. Subiría. por las afueras del pueblo hasta la casa del médico. Entraría por la puerta del jardín que da al campo. Pasaría las horas solitarias de la noche en deliciosas entrevistas. Me sentiría feliz sufriendo aquellas molestias y humillaciones, mil veces recompensadas por las horas de amor. Así conciliaría—pensaba yo el respeto debido al sacrificio de mi pobre madre y el culto a la imagen que había ido a adorar.