Rafael (Lorenzo tr.)/XCVII
XCVII
Desde el borde de las rampas a pico que des cienden del monte del Gato hasta el lago vefa ya, a mi izquierda, las viejas ruinas y las largas sombras de la abadía, que obscurecían una vasta extensión de las águas. Había llegado en pocos minutos. El Sol se hundía tras los Alpes. El prolongado crepúsculo del otoño envolvía la montaña, la orilla y las olas. No me detuve en las ruinas. Atravesé rápidamente el campo donde estuvimos sentados al pie de la muela de heno, junto a las colmenas. Las colmenas y la pila de heno allí estaban todavía; pero no se veía fulgor de fuego a través de los vidrios de la casa ni humo que saliese por cima del techo, ni redes puestas a secar en las empalizadas del jardín.
Llamé y no me respondieron. Sacudí el picaporte de madera, y la puerta se abrió por sí misma.
Entré en la breve estancia de ahumadas paredes. Habían barrido del hogar hasta las cenizas.
Se habían llevado la mesa y los muebles. Las losas del pavimento estaban cubiertas de briznas de paja y de plumas caídas de cinco o seis nidos de golondrinas, vacíos, que colgaban como una cornisa de las ennegrecidas vigas del techo. Subí la escala de madera, sujeta al muro con una armella de hierro; servía para ganar la estancia de arriba, donde Julia se despertó de su desmayo con la mano en mi frente. Entré allí como en un santuario o en un sepulcro, y miré en derredor. Las camas de madera, los armarios y los escabeles habían desaparecido. Un pájaro nocturno agitó pesadamente las alas al ruido de mis pasos, batió los muros con sus plumas y escapó, lanzando un grito, por la ventana que daba a la huerta. Apenas podía reconocer el sitio donde me había arrodillado aquella terrible y deliciosa noche al pie del lecho o del féretro de la joven muerta. Alli besé el suelo. Estuve mucho tiempo sentado en el marco de la ventana, intentando reconstituir en mi memoria el lugar, los muebles, el lecho, la lámpara, las horas que sólo conservaban su sitio en mí, cuando todo había sido desplazado por un año de ausencia. No había en las desiertas cercanías de la vivienda nadie que me pudiese informar sobre las causas de su abandono. Viendo los haces de leña que quedaban en el corral, los pollos y los pichones que venían a refugiarse en la estancia y las muelas de heno y paja intactas en la huerta, creí comprender que la familia había ido a hacer la recolección tardía en lo alto de la montaña y todavía no había vuelto.
Aquella soledad, de la cual yo había tomado posesión, me pareció triste; pero, no obstante, meos triste que la presencia y los pasos indiferentes en aquel lugar que yo tenía por sagrado. En presencia de aquellas gentes habría tenido que reprimir mis miradas, mis gestos, mi voz y las impresiones que me asaltaban. Resolví pasar alli la noche. Subí un haz de paja fresca; la extendí sobre el suelo en el mismo lugar en que Julia había dormido su sueño de muerte. Dejé la escopeta contra la pared. Saqué de mi mochila un pedazo de pan y un poco de queso de cabra que había comprado en Seyssel para sostenerme durante la marcha. Me puse a cenar al borde de la fuente, que alternativamente fluye y se para, como una respiración intermitente de la montaña, en una verde meseta, por cima de las ruinas de la abadía.