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Rafael (Lorenzo tr.)/XI

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Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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41 Cuando las primeras nieves comenzaron & blanquear las cabezas de los abetos en las altas cimas de Saboya, renuncié a mis expediciones por las montañas. El calor dulce y prolongado de fin de octubre se había concentrado en la concavidad del valle. Todavía era tibio el aire en las ori llas y en las aguas del lago. La larga calle de álamos que conduce a él tenía al mediodía fulgores de sol, balanceos de ramajes y murmullos de copas que me encantaban. Parte del día lo pasaba en el agua. Los bateleros me conocían.

Todavía recuerdan, se me dice, las largas navegaciones que los obligaba a hacer por los golfos más apartados y las ensenadas más salvajes de las dos orillas de Francia y Saboya. La joven extranjera se embarcaba también algunas veces, al mediar el día, para excursiones menos prolongadas. Los bateleros, orgullosos de conducirla, y atentos al menor síntoma de frescor, de nube o de viento que pudiese aparecer en el cielo, tenían buen cuidado de prevenirla; preferían su salud y su vida al salario de los días perdidos.

Sólo una vez se equivocaron. Le había prometido una travesía y un retorno fáciles para ir a visitar las ruinas de la abadía de Haute—Combe, situada en la orilla opuesta. Apenas habían franqueado dos tercios de la distancia, una ráfaga de viento que salió de las estrechas gargantas del valle del Ródano vino a alzar breves olas espumantes, como una brisa que los marinos llaman allí escopetazo, que azota de pronto, y frecuentemente hace zozobrar las embarcaciones al volver un cabo. El bote, sin la vela, que se había llevado e viento, y difícilmente sostenido por el balancín de los dos remos del batelero, danzaba como una cáscara de nuez sobre las olas, cada vez más grandes. La vuelta era imposible, y hacía falta más de media hora de fatiga y peligro para buscar abrigo bajo los altos cantiles de Haute—Combe. La suerte o el destino de mi alma, que dirigían aquel día mi vela indecisa, por el lago, me habían hecho embarcar en una lancha más fuerte, tripulada por cuatro vigorosos remeros. Iba a visitar, en una isla al fondo del lago, a un pariente de mi amigo de Chambery, llamado monsieur De Châtillon, el cual tenía un castillo sobre una peña en la cumbre de la isla. Ya estábamos a unos pasos del puerto de Châtillon, cuando mis ojos, que seguían maquinalmente a lo lejos al barco de la joven enferma, advirtieron su angustia y la peligrosa lucha que sostenían contra el huracán. Mis remeros y yo viramos de bordo, con un deseo unánime. Nos lanzamos en pleno lago y en plena tempestad para volar en socorro del barco, que iba a perderse y que a menudo desaparecía bajo un horizonte hirviente de espuma. Larga y terrible fué la ansiedad de mi alma durante la hora que empleamos en atravesar así casi toda la anchira del lago y en acercarnos al bote en peligro.

Cuando por fin le alcanzamos, ya tocaba a la orilla. Vimos que una larga ola le arrojaba en seguridad sobre la arena al pie de las ruinas de la abadía.

Lanzamos un grito de alegría. Nos precipitamos a porfía al agua para llegar más pronto al bote y ilevar a la orilla a la enferma. El pobre batelero, consternado, nos llamaba en su ayuda con gestos de aflicción y gritos acongojados. Con la mano nos mostraba el fondo de su barca, que todavía no podíamos divisar. Al llegar, vimos a la joven enferma tendida y desmayada en el fondo de la barca; las piernas, el cuerpo, los brazos, recubiertos de agua helada y de copos de espuma. Solamente emergían del agua el busto y la cabeza, como la de una muerta, apoyada sobre el cofrecillo de madera que sirve para guardar a popa las redes y las pro visiones de los barqueros. Sus cabellos flotaban en derredor del cuello y los hombros, como la alas de un ave negra medio sumergida en la orilla de un estanque. Su rostro, cuyos colores no se habían disipado del todo, tenía la calma del más tranquilo sueño. Era esa belleza sobrenatural que deja el último suspiro en la cara de las jóvenes muertas, como el más bello reflejo de la vida sobre la frente de donde se ha retirado, o como el primer crepúsculo de la inmortalidad sobre las facciones que quiere divinizar en la memoria de los supervivientes.

Nunca la había yo visto, ni la volví a ver, tan divi namente transfigurada. ¿Es que la muerte era el día de aquella celeste figura? O quiso Dios darme en aquella primera y solemne impresión el presentimiento y la imagen de la forma inmutable bajo la cual estaba yo destinado a sepultar aquella belleza en mi memoria y a seguir viéndola e invocándola para siempre?...

Nos lanzamos a la barca para levantar a la moribunda de su lecho de espumas y llevarla más allá de las rocas. Puse la mano sobre su corazón como la habría puesto sobre un globo de mármol. Acerqué el oído a sus labios como lo habría acercado a los labios de un niño dormido. El corazón latía con irregularidad, pero fuertemente; el aliento era sensible y tibio; comprendí que se trataba sólo de un largo desvanecimiento, consecuencia del terror y de la frialdad del agua. Un barquero la alzó por los pies; yo la cogí por los hombros y la cabeza, que pesaba sobre mi pecho. La llevamos así, sin que diese señal de vida, hasta una casita de pescadores sobre la roca de Haute—Combe. La cabaña solía servir de albergue a los bateleros cuando llevaban curiosos a las ruinas. Consistía sólo en una sala estrecha, obscura, ahumada, amueblada con una mesa cargada de pan, queso y botellas. Una escalera de mano que arrancaba del pie de la chimenea subía a un pequeño desván, alumbrado por un tragaluz sin cristales, que daba al lago. Ocupaban casi todo el ámbito tres lechos que se cerraban con puertas de madera, como profundos armarios. Allí 1 21 1.

2 1 dormía la familia. La madre y dos muchachas — de la casa, a quienes entregamos la joven desmayada, retirándonos por decencia afuera de la puerta. La tendieron sobre un colchón cerca de la chimenea, encendieron un grato fuego de paja y retama, le desabrocharon, le quitaron las ropas para ponerlas a secar, y enjugaron sus miembros y sus cabellos, que chorreaban agua del mar; luego la llevaron, siempre desvanecida, a uno de los lechos de la estancia, que habían vestido de blancos lienzos, calentados con las piedras del hogar, según la costumbre de aquellas montañas. En vano intentaron hacerle tragar unas gotas de vinagre y vino para volverla a la vida. Viendo todos sus cuidados perdidos y la inutilidad de sus esfuerzos, prorrumpieron en gritos y sollozos que nos atrajeron de nuevo a la casa. "La señorita está muerta! ¡La señora ha acabado! ¡No nos queda más que llorar y buscar un sacerdote!"— exclamaban. Los bateleros, consternados, se unían a las mujeres y redoblaban el horror de aquellas lamentaciones. Me lancé a la escalera, entré en la habitación, me incliné sobre el lecho, todavía iluminado por el crepúsculo; le toqué la frente, que abrasaba; percibí el movimiento débil, pero regular, de la respiración, que levantaba y abatía alternativamente sobre el pecho el lienzo de grueso cáñamo crudo; hice callar a las mujeres, y dando un escudo a uno de los más jóvenes barqueros, le mandé que fuese en busca de un médico. Había uno, me dijeron, a dos leguas de Haute—Combe, en una aldea situada sobre una de las mesetas del monte del Gato. El barquero marcho a escape. Los otros se sentaron a la mesa, tranquilizados por la certidumbre de que la señora no estaba muerta. Las mujeres iban y venían del dormitorio a la sala y de la cueva al gallinero para preparar la cena. Yo permanecí sentado en un saco de harina de maíz, a los pies del lecho, con las manos cruzadas sobre las rodillas, fijos los ojos en el rostro inmóvil y en los párpados cerrados de la extranjera. Ya era de noche. Una de las jóvenes había cerrado el postigo de la claraboya y colgado de la pared un candil con pico de cobre. Su resplandor caía sobre las sábanas y el rostro dormido, como el de los cirios, sobre un sudario. ¡Ay! ¡Luego he velado yo así otros rostros que no despertaron!...