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Rafael (Lorenzo tr.)/XII

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XI
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
XII
XIII

XII

Nunca, tal vez, la mirada y el alma de un joven se abismaron durante tan largas horas en tan intensa y extraña contemplación. Suspenso entre la muerte y el amor, yo era incapaz de comprender si la angélica imagen dormida bajo mis ojos era un dolor eterno o una eterna adoración que aquella noche me preparaba en su misterio, o que la mañana iba a entregarme con el despertar en la vida. Los espasmos del sueño, que no eran bastantes fuertes para reanimarla, habían desviado el lienzo, dejando descubierto un hombro. Sus cabellos se arrollaban sobre él en gruesos anillos, negros y espesos. Su cuello, apoyado en la almohada, se doblaba al peso de la cabeza, que caía hacia atrás, un poco inclinada sobre la mejilla izquierda; un brazo, desembarazado de coberturas, pasaba bajo su cuello y dejaba ver sólo la desnudez de un codo del marfil, que se destacaba del color gris de la camisa de basto lienzo que las aldeanas le habían vestido. En uno de los dedos de la mano, hundidos en los cabellos, se veía brillar una fina sortija de oro con una chispa de rubí, donde la luz del candil reverberaba. Las muchachas de la casa se habían acostado, vestidas, en el suelo. La madre dormitaba en una silla de madera, con la cabeza apoyada en el respaldo. Cuando cantó el gallo en el corral, salieron las mujeres con los zapatos en la mano, y bajaron sin ruido la escalera para marchar al trabajo. Quedé solo.

Los primeros fulgores del crepúsculo matutino empezaron a filtrarse, casi insensibles, por los intersticios del postigo de la claraboya. Le abrí, esperando que el aire fresco, matinal y ba'sámico del lago y de las montañas, y acaso también el primer rayo del Sol, influirían, con el despertar general de la Naturaleza, en aquella vida que yo ya habría querido reanimar a costa de mi propio soplo vital. Un aire fresco y casi glacial llenó la estancia y sopló el candil medio consumido. Pero la enferma siguió sin movimiento. Oí a las pobres mujeres que rezaban juntas abajo, antes de emprender su jomada. La idea de rezar también me vino al corazón, como a toda alma que se siente en la extremidad de sus fuerzas y necesita que una fuerza misteriosa y más que humana se sobreañada a la impotente tensión de sus deseos. Me arrodillé en el suelo, juntas las manos sobre el borde del lecho, las miradas fijas en el rostro de la joven. Imploré largamente, ardientemente, hasta verter lágrimas, que acabaron por inundar mis ojos y ocultarme la imagen de aquella cuyo despertar pedía yo tan apasionadamente. Así habría pasado sin advertir la duración del tiempo y sin sentir el dolor de mis rodillas sobre la piedra: tan absorbida estaba mi alma por una sola sensación y una sola voluntad. De pronto, al pasarme maquinalmente la mano por los ojos para enjugarlos, sentí una mano que tocaba la mía y caía dulcemente sobre mi cabeza como para separar mis cabellos, desvelar mi cara y bendecirme. Di un grito; miré; vi que los ojos de la enferma se reabrían; que su boca respiraba sonriente; vi un brazo tendido hacia mí para coger mi mano y escuché estas palabras: "Oh Dios mío!¡Gracias! Ya tengo un hermano!"