Rafael (Lorenzo tr.)/XIII
XIII
El fresco de la montaña la había despertado mientras yo rezaba al borde de su lecho con el rostro cubierto por mis cabellos y mis lágrimas.
Tuvo tiempo de ver el fervor de mi compasión en el fervor de mi plegaria: Tuvo también la reflexión suficiente para reconocerme a la luz del día, que ya entraba en la estancia con toda su fuerza. Desvanecida en el aislamiento y la indiferencia, se recobraba en la piedad, en el interés, y acaso en el amor, de un compasivo desconocido. Privada de todo parentesco espiritual en la flor de su vida, súbitamente hallaba junto a sí la imagen, la actividad, los desvelos, la oración, las lágrimas de un joven hermano, y este nombre se escapaba de su corazón y de sus labids cuando volvía a percibir juntamente el sentimiento de aquella dicha con la sensación de vivir.
"Un hermano? ¡Oh no, señora!—le respondí cogiendo la mano que me tendía y apartándola con respeto de mi frente, como si no hubiese sido digno de que ella me tocara—. Un hermano?
¡Oh, no; un esclavo, una sombna viviente de nuestros pasos, que no pide por bendición al cielo y como felicidad a la tierra más que el derecho de recordar esta noche y de recordar por siempre la imagen de esta aparición sobrehumana que le ha hecho desear seguirla hasta la muerte y es lo único que podría hacerle soportar esta vida!" Según estas palabras, embarazadas y vacilantes, iban saliendo de mis labios a media' voz, los tintes rosa de la vida volvían a sus mejillas; triste sonrisa se extendía en derredor de su boca, como una obstinada incredulidad en la dicha; sus ojos, levantados hacia el techo de la cama, parecían escuchar con la mirada las palabras que RAFAEL Dipinized by 4 respondían a sus pensamientos. Jamás la transición de la muerte a la vida, y de un sueño a una realidad, fué tan rápida y visible en un rostro.
Asombro, languidez, enajenamiento, sosiego, me lancdía y regocijo, timidez y abandono, gratitud y reserva, todo se reflejó a la vez en sus facciones, refrescadas por el despertar, coloreadas por la juventud. Su irradiación esclarecía la sombría alcoba tanto como el resplandor de la mañana.
Hubo más palabras, más revelaciones, más confidencias, más infinito en aquella cara y en aquel silencio que en millones de palabras. El rostro humano es la lengua de los ojos; la fiscarchmía, en la juventud, es un teclado que la pasión recorre de una ojeada. Por ella se transmiten de alma a alma misterios de intimidad muda que no son traducibles a ningún lenguaje de la tierra.
También mi fisonomía revelaba, sin duda, un amigo a la mirada que se posaba con tanta avidez en sus facciones. Mis ropas, todavía húmedas; los mechones castaños de mis largos cabellos, mil veces revueltos durante la noche por mis manos; mi cuello, con la corbata floja y desanudada; mis ojos, enrojecidos por la vigilia; mi tez pálida por el insomnio y la emoción; el entusiasmo con que me inclinaba ante aquella santidad de la belleza doliente; la inquietud, la emoción, la alegría, la sorpresa; la semiluz de aqueIla estancia desnuda, en medio de la cual permanecía yo en pie, sin atreverme a dar un paso, cual si hubiese temido deshacer el encanto de tan divino sueño; los primeros rayos del Sol, en fin, que pasaban por la claraboya y venían a deslumbrar mis ojos rielando en las lágrimas mal enjugadas, bodo debía de dar a mi figura una potencia de expresión y una transparencia de ternura, que ella, sin duda, no volvería a encontrar en el curso de una larga vida. No pudiendo ya soportar el contragolpe de aquellas emociones ni la congoja interior de aquel silencio, llamé a las mujeres. Subieron. Prorrumpieron en gritos de sorpresa al ver aquella resurrección que les parecía un milagro. En el mismo instante entró el médico que yo había mandado buscar la víspera.
Recomendó reposo y algunas infusiones de plantas de aquellas montañas, que calman los sobresaltos del corazón. Nos tranquillizó a totlos diciendo que se trataba de una enfermedad de las mujeres jóvenes, que suele mejorarse con los años; que no era sino un exceso de sensibilidad que hacía asemejarse a la muerte la superabundancia de vida; pero que nunca era la muerte, a me nos que las penas interiores viniesen a agravarla coa causas morales y a cambiar la melancolíahabitual en incurable dificultad de vivir. Mientras las mujeres buscaban en los prados las hierbas indicadas por el médico, y las lavanderas repasaban y calentaban con la plancha las ropas mojadas de la enferma, en la sala baja, salí de la casa y me fuí a recorrer solo las muinas de la antigua abadía.