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Rafael (Lorenzo tr.)/XIX

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XVIII
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
XIX
XX

XIX

Nací—dijo cerca del país donde el. poeta soñó la patria de Virginia, en una isla del trópico. Debéis verlo en el color de mis cabellos, en mi tez, más pálida que la de las mujeres de Europa; debéis percibirlo en el acento, que nunca he podido borrar de mis labios. En el fondo, me gusta conservar este acento, porque es el único recuerdo que he guardado del cielo de mi infancia; me recuerda no sé qué eco lastimero que canta en las brisas del mar, a las horas ardientes, bajo los cocoteros. Debéis verlo, sobre todo en esta incorregible indolencia de mis actitudes y de mis pa sos, tan diferente de la vivacidad de las francesas, y que revela en el alma de las criollas abandono y un natural algo salvaje, incapaz de fingir nada ni de ocultar nada.

"El nombre de mi familia es de . Julia es el mío. Mi madre pereció en el naufragio de una lancha, al huir de Santo Domingo, cuando la matanza de blancos. Una ola me arrojó a la orilla.

Allí fuf encontrada y amamantada por una negra, que me devolvió a mi padre algunos años después. Despojado, proscripto, enfermo, mi padre me llevó a Francia, cuando yo tenía seis años, con una hermana mfa mayor que yo. Murió poco después de su regreso, en casa de unos parientes pobres de Bretaña que nos habían recogido.

Alli recibí una educación adoptiva hasta la muerte de la segunda madre que me había dado el destierro. Tenía doce años cuando el Gobierno se encargó de proveer a mi vida en calidad de huérfana de un criollo que había prestado servicios a la patria. Fuí educada con todo el esplendor del lujo y entre las selectas amistades de esas casas suntuosas en que el Estado recoge a las hijas de los ciudadanos muertos por la nación. Allí crecí en edad, en talentos precoces, y, según decían, en lo que entonces se llamaba belleza: gracia grave y triste, que no era sino la flor de una planta tropical que se abría, por unos días, bajo un cielo extraño. Pero aquella beldad y aquellos inútiles talentos no tenían ojos ni cariños que alegrar fuera del recinto en que me veía encerrada. Mis compañeras, con las cuales había yo sellado esas amistades de la infancia que llegan a ser como parentescos de corazón, iban yéndose una a una para volver a casa de sus padres o seguir a sus maridos. Yo no tenía madre que me llamase. Nin gún pariente venía a visitarme. Ningún joven oía hablar de mí en sociedad ni me pedía en matrimonio. Yo estaba triste por la marcha sucesiva de mis amigas; triste por el abandono del mundo entero y por aquella eterna viudez del corazón antes de haber amado. Con frecuencia lloraba en secreto. En mi interior, culpaba a la negra de no haberme dejado sepultar en las olas de mi primera patria, menos crueles que las del mundo en que me veía arrojada.

"Un hombre célebre y de edad venía de cuando en cuando a visitar la casa de educación nacional y a informarse de los progresos que hacían las alumnas en las ciencias y en las artes enseñadas por los mejores maestros de la capital; siempre me presentaban a él como el más cumplido modelo de la educación que se daba a las huérfanas. Me trataba, desde mi infancia, con singularísima predilección.

"¡Cuánto me pesa—decía en ocasiones, bastante alto para que yo lo oyese—no tener un hijo!

"Un día me llamaron al salón de la superiora.

Allí encontré al ilustre anciano, que me esperaba.

Parecía no menos intimidado que yo.

"Señorita me dijo, al fin, los años corren para todo el mundo: largos para vos, cortos para mí. Hoy tenéis diez y siete años. Dentro de unos meses alcanzaréis la edad en que esta casa debe devolveros al mundo. Pero el mundo no tiene otra donde recibiros. Carecéis de patria, de casa paternal, de bienes y de parientes en Francia. La tierra en que nacisteis está en poder de los negros. Vuestra falta de existencia independiente y de toda protección viene preocupándome hace años. La vida que una joven se gana con el trabajo está llena de emboscadas y de amargura.

Los asilos que se aceptan en casas de amigos son precarios y humillantes para la dignidad del alma. La extremada hermosura de que os ha dotado la Naturaleza es una luz que delata la obscuridad de la suerte y que atrae el vicio, como el brillo del oro provoca el hurto. ¿Dónde pensáis resguardaros de esas tristezas o de esos pelignos de la vida?.

”—No lo sé—le dije; ni veo, desde hace tiempo, que puedan salvarme de mi destino más que la muerte o Dios.

"—¡Oh!—repuso con una sonrisa indecisa y triste—; habría otra salvación, en la cual he pensado y que casi no me atrevo a proponeros.

"Decid, señor le respondi—; hace tanto tiempo que tenéis para mí la mirada y el acento de un padre, que, al obedeceros, me parecerá que obedezco al mío.

"Un padre?—replicó—. Oh!, mil veces dichoso el que tuviera una hija como vos! Perdonadme si he osado concebir semejante sueño, Escuchadme— me dijo, con una voz más grave y tiermay respondedme con toda libertad y con toda la reflexión de vuestro corazón.

"Llego ya a mis últimos años; la tumba no ha de tardar mucho en abrirse para mí; no tengo parientes a quien legar mi única herencia: la modesta fama de mi nombre y la poca fortuna que mis obras me han proporcionado. He vivido solo hasta ahora, exclusivamente absorbido por los estudios que han gastado e ilustrado mi existencia. Llego al fin de la vida y advierto con dolor que no he empezado a vivir, porque no he pensado en amar. Es demasiado tarde pana volver sobre mis pasos y emprender el camino de la dicha en vez del camino de la gloria que, desgraciadamente, escogí; y, no obstante, no quennía morir sin haber dejado en la memoria de alguien esa prolongación de nuestra existencia en la existencia de otro, que se llama un sentimiento, única inmortalidad en que creo, Ese sentimiento no puede ser sino un poco de gratitud; y noto que es de vos de quien querría obtenerlo.

Mas para eso—añadió más tímidamente sería necesario que tuvieseis el valor de aceptar a los ojos del mundo, y para el mundo solamente, el nombre, la mano, la unión de un viejo que no sería más que un padre con el título de esposo y que no pediría, a tal título, más que poder recibiros en su casa y queneros como a una hija.

"Calló y se retiró, negándose a recibir aquel día la respuesta, respuesta que ya tenía yo en los labics. Era el único hombre, entre todos los que visitaban la casa, que me había mostrado otro sentimiento que esa admiración vulgar y casi insolente que delatan las miradas y las exclamaciones, y que para la inocencia y la timidez tienen tanto de ofensa como de homenaje. Yo no conocía el amor; no sentía en mí más que el vacío de todo lazo de familia, y me parecía dulce encontrarlo en un padre cuyo corazón me había adoptado con tanta generosidad. Hallaba un asilo honrado y seguro contra la incertidumbre de la existencia en que iba a ser lanzada el cabo de unos meses; un hombne célebre que sería mi diadema; cabellos blancos, pero blancos bajo la fama, que rejuvenece a diario a sus favoritos; años que sumaban casi cinco veces la cifra de los míos, pero facciones puras y majestuosas que inspiraban el respeto del tiempo sin los desagrados, de la vejez; um rostro, en fin, donde la bondad y el genio, esas dos bellezas de la edad, atraían la mirada y el afecto hasta de los niños...

"El día en que salí para siempre del establecimiento de las huérfanas entré en la casa de mi marido, no como su mujer, sino como su hija. El mundo le llamaba mi esposo; él no quiso nunca que le diese más nombre que el de padre. De bal tuvo para mí todo el respeto, toda la piedad, todos los cuidados. Hizo de mí el centro radioso y adulado de una sociedad numerosa y selecta, compuesta de lo más escogido de aquellos ancianos famosos en las letras, en la filosofía y en la política, que fueron honor del último siglo y que habían esoapado al hacha de la Revolución y a la servidumbre voluntaria del Imperio. Me escogió amigas y guías entre las mujeres célebres en aquella época por su mérito y su talento. El mismo me animó a contraer lazos de corazón o de ingenio que pudieran distraer y variar mi vidla monótona en la casa de un anciano. Lejos de mostrarse severo o celoso de mis relaciones, buscaba con atención complaciente los hombres notables cuyo trato podía serme atractivo. Habría sido feliz si yo hubiese mostrado preferencia por alguno entre todos y mi preferencia hubiera sido correspondida. Yo era el idolo y el culto de la casa. Esa idolatría general de que yo ena objeto fué acaso lo que me libró de todo sentimiento de predilección. Ena yo demasiado dichosa y se me incensaba demasiado para que tuviese tiempo de sentir mi propio corazón; y luego ¡había una paternidad tan tierna en las relaciones de mi marido conmigo, siquiera su ternura se limitase aestrecharme a veces contra su corazón y besarme en la frente, apartando con la mano mis cabellos!

Yo habría temido ajar mi felicidad poniendo la mano en ella, aunque fuese para completaria. Y, sin embargo, mi marido me reprochaba algunas veces mi indiferencia bromeando conmigo; me decía que cuanto más dichosa fuera, más lo sería él con mi felicidad.

"Sólo una vez creí amar y ser amada. Un hombre de apellido ilustre por el talento; poderoso por el alto favor que disfrutaba cerca del jefe del Gobierno; seductor por la gloria que le envolvía y por la figura, bien que ya hubiese traspuesto la edad de la madurez, pareció interesarse por mí con un fuego que me engañó a mí misma. Yo estaba embriagada, no de orgullo, sino de gratitud y de asombro. Le amé algún tiempo, o, más bien, amé la ilusión que me producíe su nombre. Iba a ceder a un sentimiento que yo creía ternura apasionada del alma y que en él sólo era delirio de los sentidos. Su amor se me hizo odioso cuando comprendí lo que había en él; me avergoncé de mi error, Tecobré mi alma y me encerré más que nunca en la monotonía de mi fría felicidad.

"Por la mañana, estudios serios y lecturas atrayentes en la biblioteca de mi marido: me gustaba servirle de discípulo; luego, paseos solitarios con él por los grandes bosques de Saint—Cloud o Meudon; por la tarde, un reducido número de amigos, casi todos graves y viejos, discurriendo acerca de todo con la libertad de la confidencia. Todos aquellos corazones fríos, pero indulgentes, parecían arrastrados hacia mi juventud por esa pendiente que hace descender el sentimiento del corazón de los viejos como el agua de las cimas cubiertas de escarcha. Esa era mi vida. Juventud ahogada bajo la nieve de los cabellos blancos; atrcósfera tibia de hálitos de anciano, que me sostenía; pero acabó por hacerme larguidecer. Había demasiados años entr:

aquellas almas y la mía. ¡Oh! ¡Qué no habría yo dado por tener un amigo o una amiga de mi edad para templar un poco mis pensamientos, que se helaban en mí misma como el rocío de la mañana en una planta demasiado próxima a los ventisqueros de estas montañas!

"Mi marido me miraba con tristeza a menudo; parecía alarmarse por el desmayo de mi voz y la palidez de mi rostro. Habría querido a toda casta dar aire a mi alma y movimiento a mi corazón. No desaba de proporcionarme todas las diversiones capaces de disipar mi melancolía. Me confiaba a las señoras de su sociedaid; me obligaba tiernamente a mostrarme en las fiestas, en los bailes y en los espectáculos. El resplandor de mi juventud y de mi rostro podía reflejar sobre mi misma el orgullo y la embriaguez que yo esparcía en mi derredor. Al día siguiente, entraba en mi habitación cuando yo despertaba. Me hacía contarle la impresión que había producido, las miradas que había atraído, hasta los corazones que pa.recía haber conmovido.

"—¿Y vos—me decía con un tono de dulce inte rrogación, no sentís nada de todo eso que inspiráis? Será que vuestro corazón de veinte años ha nacido viejo como el mío? ¡Oh! ¡Cuánto desearía yo veros preferir entre todos esos adoradores un ser de naturaleza superior, que un día completase con un puro amor vuestra dicha, y que, muerto yo, continuara mi ternura, rejuveneciéndola cerca de vos!" "Vuestra amistad me basta—le respondía yo—; no sufro, no ansío nada, soy feliz.

"Sí—replicaba—, ¡pero envejecéis a los veinte años! ¡Oh! Pensad que sois vos quien ha de cerrar mis ojos. ¡Rejuveneceos! ¡Amad! ¡Vivid a toda costa, porque yo no he de sobreviviros!

"Llamaba médicos y más médicos; todos, después de abrumarme a preguntas, declararon unánimes que estaba amenazada de espasmos del corazón.

Los primeros síntomas de la enfermedad se habían ya revelado. Necesitaba decían una violenta sacudida en mi vida, un amplio desplazamiento de mis costumbres sedentarias, un completo cambio de aires y de cielo que devolviese a mi naturaleza tropical, transida por las brumas de Paris, la energía y la expansión que requería para revivir.

Mi marido no vaciló en sacrificar la alegría de benerme a su lado a la esperanza de conservarme.

No pudiendo acompañarme, a causa de su edad y aus ocupaciones, me confió a una familia extranjera que llevaba dos hijas casi de mi edad a Suiza e Italia. Con aquella familia viajé dos años; vi montañas y mares que me recondaban los de mi infancia, respiré los aires tibios de las olas y ventisqueros: nada pudo la juventud ya marchita en mi corazón, aunque todavía forezca en el rostro, engañándome a mí misma algunas veces. Los médicos de Ginebra me mandaron aquí como última tentativa de su ciencia. Me han ordenado que prolongue mi estancia aqui mientras haya un rayo de soll en ese cielo de otoño; después iré a reunime con mi marido. Ay, cuánto habría querido que encontrase a su hija curada, rejuvenecida, radiante de porvenir, a mi regreso! ¡Pero, lo comprendo, no volveré a él sino para entristecer sus últimos días y tal vez para extinguirme en sus brazas! Es igual—prosiguió con una resignación que tenía casi el acento de la alegría—; ya no dejo la tierra sin haber entrevisto al hermano tan esperado, el hermano del alma en quien mi instinto de enferma me había hecho soñar en vano hasta ahora, y cuya imagen, anticipada por mi ideal, me había desilusionado de todos los demás seres reales. Sí—dijo terminando y cubriéndose los ojos con sus langos dedos rosados, entre los cuales vi correr una o dos lágrimas—; sí, el sueño de todas mis noches se ha encarnado en vuestras facciones esta mañana, al despertarme. ¡Oh, si no fuera ya demasiado tarde para vivir! ¡Ah! ¡Ahora querría yo vivir siglos para prolongar el sentimiento de esos ojos que lloraban por mí; de esas manos juntas que oraban por mí; de esa alma que se apiadaba de mí, y de esa voz—añadió descubriéndose de pronto los ojos, que miraban al cielo—, de esa voz que me ha llamado hermana!... ¡Y que no dejará de darme ese dulce nombre—prosiguió, con tierna interrogación en la mirada y el acento, ni durante mi vida ni después de mi muerte!..."