Rafael (Lorenzo tr.)/XLIII
XLIII
· Discurriendo sobre este amor, subimos al sendero pedregoso que cruza el barranco por donde se va a los Charmettes. Estábamos solos. Hasta los cabreros habían abandonado las secas praderas y los setos sin hojas. El Sol brillaba a través de algunas nubes rápidas, y sus rayos concentrados calentaban más que los flancos, bien abrigados, del barranco. Los petirrojos saltaban casi al alcance de nuestra mano por los matorrales. De vez en cuando nos deteníamos y nos sentábamos al margen del sendero para leer una o dos páginas de las Confesiones e identificarnos con el sitio.
Evocábamos al joven vagabundo, casi andrajoso, llamando a la puerta de Annecy y entregando, todo ruboroso, su carta de recomendación a la bella reclusa, en el sendero desierto que conducía de su casa a la iglesia. El joven y la joven reclusa nos parecían tan presentes, que llegábamos a creer que nos oían y que íbamos a verlos en las ventanas o por las calles del jardín de los Charmettes. Reanudábamos en seguida el camino para detenernos de nuevo. Aquel lugar nos atraía y nos repelía al mismo tiempo como un sitio donde el amor había sido revelado y como un sitio donde fué profanado también. Para nosotros no existía ese peligro.
Habíamos de conservar nuestro amor eternamente tan puro y tan divino como entonces lo llevábamos en nuestras almas.
"¡Oh!—me decía yo interiormente; a ser yo Rousseau, ¿qué no habría hecho de mí esta otra madame de Warens, tan superior a la de los Charmettes como yo soy inferior, no en sensibilidad, pero sí en genio, a Rosseau?" Así meditando, trepamos por una pradera de áspero declive, plantada aquí y allá, de viejos nogales. Estos árboles habían visto a los dos amantes jugar sobre sus raíces. A la derecha, en el paraje donde la garganta se estrecha como si fuese a cerrar del todo el paso al viajero, se alza sobre una terraza de piedras toscas y mall umidas la casa de madame de Warens. Es un pequeño cubo de piedras grises perforado, del lado de la terraza, por una puerta y dos ventanas; lo mismo del lado del jardín: tres habitaciones arriba y una gran sala en el piso bajo, sin otros muebles que un retrato de madame de Warens en su juventud, El lindo rostro irradia, a través de la pátina del lienzo ahumado, belleza, ensueño y jovialidad. Pobre mujer encantadora! Si no hubiese encontrado a aquel niñio errante por las carreteras; si no le hubiese abierto su casa y su corazón, aquel genio sensible y doliente se hubiera extinguido en el cieno. Aquel eneuentro parece un azar, pero ella fué la predestinación del grande hombre bajo la figura de una primera amante. Ella le salvó, le cultivó, le exaltó en la soledad, en la libertad y en el amor, como esas haríes de Oriente que preparan a los jóvenes seídes all martinio por la voluptuosidad. Ella le hizo de imaginación soñadora, de alma femenina, tierno de acento y apasionado por la Naturaleza.
Al comunicarle su alma, le transmitió el entusiasmo por las mujeres, por los jóvenes, por los amantes, por los pobres, por los oprimidos, por los desventurados de su siglo. ¡Ella le dió el mundo y él fué ingrato!... ¡Ella le dió la gloria, y él la legó el oprobio!... Pero la posteridad debe ser agradecida con ellos y perdonar una debilidad que nos valió el profeta de la libertad. Cuando Rousseau escribió aquellas páginas odiosas para su bienhechora, no era ya Rousseau, era un pobre insensato. ¿Quién sabe si su imaginación enferma y conturbada, que entonces le hacía ver un insulto en el beneficio y el odio en la amistad, no le hizo ver también a la cortesana en la mujer sensible y el cinismo en el amor? Siempre he tenido esa sospecha. Yo reto a un hombre razonable a reconstituir con verosimilitud el carácter que Rousseau atribuye a su amante con los elementos contradictorios que él asocia en aquella naturaleza de mujer. Cada uno de esos elementos excluye a otro. Si ella tenía bastante alma para amar a Rousseau, no amaba a la vez a Claudio Anet. Si lloraba a Claudio Anet y a Romsseau, no amaba al joven peluquero. Si era piadosa, deploraba sus debilidades, no se gloriaba de ellas.
Si era seductora, bella y fácil, como Rousseau nos la pinta, no estaba en el caso de buscar adoradores entre los vagabundos, por las calles o los caminos reales. Si haciendo tal vida afectaba devoción, era una mujer calculadora o una hipócrita. Si era una hipócrita, no era la mujer abierta, franca y abandonada de las Confesiones. Ese retrato no es fiel.
Es una cabeza y un corazón de fantasía. Debajo de eso hay un misterio. Este misterio está acaso en la mano extraviada del pintor más que en la naturaleza de la mujer cuyos trazos pinta. Ni es necesario acusar al pintor que no estaba en su pleno juicio, ni creer en el retrato que desfigura una adorable creación después de haberla bosquejado.
Por mi parte, nunca he creído que madame de Warens se reconocía en las sospechosas páginas de la vejez de Rousseau. Siempre mé la he imaginado tal como se apareció en Annecy al joven poeta: bella, sensible, tierna, un poco ligera, aunque realmente piadosa; pródiga de bondades, trastornada de amor e inflamada en el deseo de confundir los dulces nombres de madre y amante en su afección por aquel niño que la Providencia la entregaba, y que ella adoptaba por ne .
cesidad de amar. He ahí el verdadero retrato, tal como los ancianos de Chambery y de Annecy me han dicho haberlo oído mil veces de labios de sus padres. El alma misma de Rousseau atestigua contra sus recriminaciones. ¿De dónde habría tomado él aquella piedad sublime y tierna, aquella melancolía femenina del corazón, aquellos finos y delicados rasgos de sensibilidad, si una mujer no se los hubiese dado al darle su corazón? No; la mujer que ha creado un hombre semejante no es una cínica cortesana: es una Eloísa caída. Pero una Eloísa caída en el amor y no en la depravación y la torpeza. Yo apelo ante el Rousseau joven y amante del Rousseau viejo y lúgubre calumniador de la naturaleza humana; y lo que yo voy frecuentemente a buscar en los Charmettes, en mis ensueños, es una madame de Warens, más sugestiva y seductora a mis ojos y a mi corazón que a los de él.