Rafael (Lorenzo tr.)/XLIV
XLIV
Una pobre mujer nos encendió fuego en la habitación de madame de Warens. Habituada a las visitas de los extranjeros y a sus conversaciones, largas y recogidas en aquel teatro de los primeros años de un hombre célebre, prosiguió luego, sin preocuparse de nosotros, sus ocupaciones en la cocina y en el corral. Nos dejó calentarnos en paz a la lumbre, o discurrir libremente de la sala al jardín y del jardín a las otras estancias.
El jardín, inundado de sol, rodeado de una tapia que le separaba de los viñedos, mondado de hierbas y legumbres y plagado de plantas parásitas, malvas y ortigas, parecía uno de esos camposantos de pueblo adonde van los aldeanos el domingo a tomar el sol, recostados en los muros de la iglesia y con los pies sobre las tumbas. Sus paseos, antaño enarenados, ahora cubiertos de tierra húmeda y musgo amarillento, mostraban suficientemente el abandono en que los había dejado la ausencia de los pobladores. ¡Oh, cómo habríamos deseado descubrir en ellos la huella de un pie de madame de Warens, de los tiempos en que iba de árbol en árbol y de cepa en cepa, llenas las manos de flores, a coger peras en la huerta o racimos en la viña, loqueando con el discípulo o el confesor! Pero en la casa no queda más huella de ellos que ellos mismos. Su nombre, su memoria, su imagen, el sol que vieron, el aire que respiraron y que todavía parece inflamado de su juventud, tibio de su aliento, sonoro de su voz; os envuelven en los mismos fulgores, en las mismas respiraciones, en los mismos ensueños y en los mismos rumores con que ellos encantaron su primavera.
Notaba yo en el recogimiento, en la fisonomía meditabunda y en el silencio de Julia que la impresión de aquel santuario de amor y genio no la conmovía menos profundamente que a mí. Había momentos en que hasta me esquivaba para verse a solas con sus pensamientos, como si bubiera tenido miedo de comunicármelos todos; entraba, para calentarse, en la casa cuando yo estaba en el jardín, y volvía al jardín y se sentaba en el banco de piedra del cenador si yo iba a buscarla junto al fuego. Al fin, nos reunimos en el cenador; las últimas hojas amarillentas del emparrado pendían próximas a desprendense de sus pámpanos, y dejaban al sol entrar en el cenador y como vestirle con su rayos.
—¿En qué queréis pensar sin mí?—le dijo con acento de dulce reconvención.
—¿Pienso yo nunca solo?
—¡Ay!—dijo ella—. No me creeréis, pero pensaba en que, por una vez sola, querría ser para vos madame de Warena, aunque hubiese de ver extinguirse el resto de mis días en el abandono y mi memoria en la vergüenza, como ella! ¡Aunque vos hubiérais de ser tan ingrato y tan calumniador como Rousseau!...
"Qué dichosa es—prosiguió perdiendo su mirada en el cielo como si hubiese buscado y entrevisto allí la imagen de la mujer a quien envidiaba. ¡Qué dichosa es, ya que pudo ofrecer su propio sacrificio al ser que amaba!
"Oh, qué gratitud y que profanación de vos misma y de nuestra ventura!—le respondí, llevándola a pasos lentos sobre las hojas muertas, que gemían bajo nuestros pies, hacia la casa.
¡Os he hecho yo notar por una sola palabra, por una sola mirada, por un solo suspiro, que le falte algo a mi amarga, pero completa felicidad?
No concebía, pues, en vuestra imaginación angelical, para otro Rousseau, si la Naturaleza hubiese hecho dos, otra madame de Warens; ina madame de Warens joven, vinginal, puna, ángel, amante y hermana a la vez, que diese su alma entena, stu alma inviolable e inmortal, en lugar de sus encantos perecederos, a un hermano perdido y recobrado, joven, extraviado, errante también, como el hijo del relojeno, por este mundo; abriendo a ese hermano, en vez de su casa y su jardim, el hogar luminoso de sus termuras; purificándole con sus rayos; lavándole de sus manchas primeras con el agua de sus lágrimas; desilusionándole para siempre de toda otra voluptuosidad que la de una contemplación y uma posesión in—terior; enseñándole a gozar de las mismas privaciones, mil vebes superiores a las saciedades sensualies que el bruto comparte con el hombre; trazándole su camino en la vida al fulgor de sus miradas protectoras; excitándole a la gloria y a la virtud y recompensándole del sacrificio con este pensamiento: que gloria, virtud, sacrificios, todo se ouenta con el corazón de una amante, todo se acumula en su amor, todo se multiplica en su gratitud, todo va a aumentar ese tesoro de ternura que se calma aquí abajo y no ha de abrirse sino en el cielo ?..." Sin embargo de hablar así, caí anonadado, y cubriéndome con las manos el rostro, en una silla lejos de la suya, contra el muro. Allí permane cí callado mucho tiempo.
Vámonos—me dijo—; tengo frío. Este sitio no es bueno para nosotros!" Dimos a la buena maijer unas monedas, y tomamos lentamente el camino de Chambery.