Rafael (Lorenzo tr.)/XLV
XLV
Al dia siguiente salía Julia para Lyón, Por la noche vino a vernos Luis... a nuestro hospedaje. Le decidí a partir conmigo para pasar unas semanas en la casa de mi padre, situada en el camino de París a Lyón. Marchamos juntos. Entre los alquiladores de coches de Chambery buscamos una carretela, con la cual seguiríamos en posta al coche de mi amiga hasta la población donde era forzoso separarnos. Hallamos lo que buscábamos.
Antes del alba estábamos ya de camino y galopábamos silenciosos por las sinuosas gargantas saboyanas que en el puente de Beauvoisin se abren sobre las llanuras pedregosas y monótonas del Delfinado. A cada relevo nos apeábamos para ir al carruaje delantero e informarnos de la salud de la pobre enferma. ¡Ay! Cada giro de rueda que la alejaba del manantial de vida que había encontrado en Saboya, parecía robarle los colores y devolver a sus ojos aquel desfallecimiento y aquella sorda fiebre que me habían impresionado, como la belleza de la muerte, la primera vez que la vi. La proximidad del momento en que habíamos de separarnos la oprimían visiblemente el corazón. Entre la Tour—du—Pin y Lyón entramos en su coche para distraerla por unos instantes. Le rogué que cantase a mi amigo la romanza del marinero escocés. Quiso obedecerme.
Pero a la segunda estrofa, que cuenta la separación de los dos amantes, la semejanza de nuestra situación con la tristeza desesperada de las notas de la balada en su voz la hizo, como a nosotros, deshacerse en lágrimas. Se echó por el rostro un chal negro que llevaba aquel día. La vi mucho tiempo sollozar bajo el chal. Al último releva sufrió un desmayo que le duró hasta la puerta del hotel donde nos alojamos en Lyón. Ayudamos a su doncella a llevarla al lecho. Por la noche se repuso, y al siguiente día seguimos nuestro camino hasta Macon.