Rafael (Lorenzo tr.)/XLVI
XLVI
Allí era donde habíamos de separarnos definitivamente. Mi amigo y yo dimos las necesarias instrucciones a su correo. Aceleramos la despedida, por miedo de empeorar su enfermedad prolongando emociones dolorosas, como se rasga aprisa una herida para no oír los quejidos. Mi amigo marchó a las tierras de mi padre, adonde yo pensaba seguirle al otro día.
Pero, apenas partió Luis, me sentí incapaz de mantener la palabra que le había dado. La idea de dejar a Julia seguir llorando un largo camino invernal, al cuidado de dos sirvientes, sin saber si caería enferma, sola en algún hospedaje, y hasta moriría llamándome en vano, me impidió reposar. Yo no tenía dinero. El buen viejo que me prestó los veinticinco luises había muerto durante mi ausencia. Cogí mi reloj, una cadena de oro que tres años antes me había dado una amiga de mi madre, algunas alhajas, mis charreteras, mi sable, los galones de plata de mi uniforme; lo envolví todo en una capa, y me fui a casa del joyero de mi madre; me dió treinta y cinco luises por todos mis despojos. Corrí al albergue donde dormía Julia, llamé a su correo y le dije que seguiría de lejos al coche hasta las puertas de París, pero que no quería que su señora lo advirtiese, temiendo que se opusiera por consideración a mí. Le pedí el nombre de las poblaciones y de los hoteles donde pensaba parar, a fin de parar yo también en los mismos puntos, pero en hoteles distintos. Anticipadamente pagué con largueza su discreción. En la posta tomé caballos, corrí y salí media hora después de haber visto arrancar el coche que yo quería seguir.