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Rafael (Lorenzo tr.)/XLVII

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XLVI
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
XLVII
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XLVII

Ningún obstáculo imprevisto vino a contrariar la vigilancia misteriosa que yo quería ejercer. El correo avisaba secretamente a los postillones la llegada de un segundo carruaje, para el cual pedía caballos. Yo encontraba en todos los relevos RAFAEL 10 el tiro preparado. Aceleraba o disminuía la marcha, según que quería seguir alejado o acercarme más al primer coche. Interrogaba a los pastillones sobre la salud de la joven señora a quien habían llevado delante de mí. Desde lo alto de las cuestas o a lo largo de las llanadas atisbaba el carruaje, que corría entre la bruma o el sol, llevándome mi dicha. Mi pensamiento se adelantaba a la carrera de los caballos, se asomaba al coche, contemplaba a Julia dormida en un sueño lleno de mí, o despierta y llorando ante la imagen de nuestros bellos días que pasaron. Cuando cerraba los ojos para mejor verla dentro de mi mismo, creía ofr su respiración. Hoy no puedo comprender apenas cómo tuve bastante imperio sobre mí mismo para resistir durante un viaje de ciento veinte leguas el ímpetu interior, que me precipitaba sin descanso hacia aquel coche, tras del cual corría sin querer alcanzarlo, y donde iba encerrada toda mi alma, mientras mi cuerpo, solo, insensible a la nieve y a la lluvia helada, seguía, zarandeado de vaivén en vaivén, sin conciencia de sus propios sufrimientos. Pero el temor de causar a Julia una emoción inesperada que le fuese funesta, de renovar una escena de adioses diesgarradores, y la idea de velar así por su seguridad como una providencia amorosa, con un desinterés angelical, me afirmaba en mi resolución.

La primera vez se hospedó en el gran hotel de Autun; yo, en una posada próxima. Antes de anochecer, los dos coches, siempre el uno a la vista del otro, corrían nuevamente por la larga línea ondulante y blanca que traza la carretera a través de las estepas grises y los bosques de encinas druídicas de la alta Borgoña. Nos detuvimos en el pueblo de Avallon; ella, en el centro; yo, en las afueras. Al siguiente día rodábamos hacia Sens. La nieve, acumulada por los vientos del Norte en derredor de las altas y áridas mesetas de Lucy—le—Bois y de Vermanton, caía en anchos copos semilíquidos sobre las montañas y sobre el camino, apagando el muido de las ruedas.

Apenas se distinguía el horizonte brumaso a unos pasos de distancia, a través de aquel polvo de nieve que el viento levantaba en torbellino de los barbechos que nos rodeaban. Ni el oído ni la vista podían medir la distancia entre los dos carruajes. De pronto vi, por encima de la cabeza de mis caballos, el coche de Julia, detenido en medio de la carretera, delante del mío. El correo había saltado del pescante y estaba de pie en el estribo, gritando y haciendo gestos de angustia.

Salté también a tierra y volé a la portezela, llevado de un primer impulso más fuerte que mi prudencia; me abalancé al coche, donde la doncella se esforzaba por conseguir que su señora volviese de un desmayo producido por la fatiga y el huracán, y acaso también por el tumulto de su corazón. ¡Lo que yo experimenté sosteniendo entre mis brazos aquella cabeza adorada toda una langa hora de insensibilidad, deseando y temiendo a la vez que oyese y reconociese mi voz, que la llamaba a la vida, en tanto que el correo iba en busca de fuego y agua caliente a las lejanas cabañas, y la doncella, sosteniendo sobre sus rodillas los pies helados de su señora, los frotaba con sus manos y los apretaba contra su pecho para calentarlos...; lo que yo experimenté nadie puede concebirlo ni decirlo si no ha sentido combatir así la vida y la muerte en su propio corazón.

Al fia, los tiernos cuidados, la impresión del agua caliente traída por el correo, la de mis manos en las suyas, de mi aliento en su frente, devolvieron el calor a sus extremidades. El color que de nuevo teñía sus mejillas y un débil y largo suspiro que se escapaba de sus labios me anunciaron que iba a despertar de su desvanecimiento. Salté del coche a la carretera para no ser reconocido cuando abriera los ojos. Permaneci allí un momento, un pooo hacia atrás, junto a las ruedas, tapándome el rostro con la capa. Recomendé a los criados silencio sobre mi aparición.

Me hicieron señas de que la viajera se reponía del todo. Of su voz, que balbucía estas palabras como entre sueños: "¡Oh, si Rafael estuviese ahí!

He creído que era Rafael!" Corrí a mi coche. Los caballos reanudaron la marcha; en seguida nos separó largo espacio. Por la noche fui a la hospedería donde se alojó, en Sens, para informarme de su estado. El correo me aseguró que esbaba restablecida y que dormía apaciblemente.

Aun seguí su huella hasta Fossard, relevo de postas, cerca del pueblo de Montereau. En aquel 1 punto, el camino de Sens a París se bifurca; un ramal va a pasar por Fontainebleau, y el otro, por Melun. Como este último era unas leguas más corto, continué por él a fin de llegar a París momentos antes que Julia, y verla bajar del coche a la puerta de su casa. Doblé las propinas a los postillones, y llegué, mucho antes de que anocheciese, al hotel donde yo solía alojarme en París.

Al caer la tarde fuí a apostarme en uno de los muelles de París, frente a la casa de Julia, que ella me había descrito tantas veces; la reconoci como si hubiese pasado allí la vida. Ví en el interior, a través de los cristales, ese movimiento de sombras que van y vienen en una casa donde se espera a algún huésped extraordinario. Percibí en el techo de su habitación el resplandor del fuego encendido en la chimenea. La figura de un anciano se acercó varias veces al balcón como para mirar y escuchar los ruidos del muelle. Era su marido, su padre. Los porteros tenían la puerta abierta, y de vez en cuando salian al umbral para mirar y escuchar también. Un farol, sacudido por el viento tempestuoso de diciembre, proyectaba y recogía un fulgor pálido y fugitivo sobre el pavimento, delante de la puerta. Por fin, desembocó rápidamente de una de las calles un coche de postas y fué a detenerse bajo los balco des de la casa. Corrí a esconderme en la sombra de una columna, bajo una puerta vecina de aquella en que había parado el carruaje. Vi a los criados precipitarse a la portezuela. Vi a Julia apearse en brazos del anciano, que la abrazaba y besaba como un padre besa a su hija al cabo de larga ausencia. El viejo subió kos peldaños de la escalera, penosamente, apoyado en el brazo del portero. El coche fué descargado, y el postillón le llevó a encerrar en otra calle; se cerró la puerta.

Yo volví a mi sitio, carca del parapeto del río.