Rafael (Lorenzo tr.)/XLVIII
XLVIII
Contemplé largamente los balcones alumbrados de la casa de Julia. Intentaba entrever lo que pasaba en el interior. Observé el movimiento ordinario de gentes quehaceradas que llevan maletas, abren paquetes y arreglan los muebles a la llegada de un viajero. Cuando todo aquel movi miento cesó, y las luces dejaron de ir de una estancia a otra, y la habitación del viejo, en el priIner piso, se alumbró, sólo con la media luz de una lámpara de noche, vislumbré, a través de los cristales del entresuelo, la figura esbelta y vacilante de Julia, que se dibujaba en la sombra, un instante inmóvil, sobre los visillos blancos.
Fermaneció algún tiempo en aquella actitud. Luego la vi abrir el balcón, a pesar del frío, mirar un momento al Sena, hacia mi lado, como si sus ojos, por una revelación sobrenatural, se hubieran detenido en mí; luego, volverse y mirar mu cho tiempo, del lado Norte, a una estrella que solíamos contemplar juntos, y en la cual nos habíamos prometido poner los ojos cuando estuvié semos separados, como para dar cita a nuestras almas en la inaccesible soledad del firmamento.
Sentí aquella mirada como si hubiese caído un ascua en mi corazón. Comprendí que nuestras almas estaban unidas en un solo pensamiento. Mis resoluciones cayeron por tierra. Me abalancé a cruzar el muelle para acercarme a su balcón y gritarle una palabra que la hiciese reconocer a su hermano a sus pies. En aquel mismo instante cerró. El rodar de los coches apagó mi grito. Se extinguió la luz en el entresuelo. Permanecí inmóvil en medio del muelle. El reloj de un edificio próximo dió las doce lentamente. Me acerqué a la puerta, y la besé convulsivamente, sin atreverme a llamar. Me arrodillé en el umbral, y supliqué a la piedra que me guardase el bien supremo que yo había traído y confiado a sus muros, y me alejé.