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Rafael (Lorenzo tr.)/XVIII

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XVII
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
XVIII
XIX

XVIII

59 No advertí la fuga de las horas hasta que el sal del mediodía alcanzó la cima de las murallas abadiales. Bajé a saltos, a través del bosque, de roca en roca, de tronco de árbol en tronco de árbol. Me latía el corazón hasta hender el pecho.

Al acercarme al pobre albergue, vi, en un prado que descendía de la trasera de la casa, a la joven enferma, sentada en unas peñas que los habitantes de aquel desierto habían adosado al pie de un muro, dando cara al Mediodía. Su blanco vestido brillaba al sol sobre el verde del prado. Una pila de heno daba sombra a su cara. Leía un librito, abierto sobre las rodillas. A ratas dejaba la bectura para jugar con los niños montañeses, que venían a regalarle flores y castañas. Al divisarme, quiso ponerse en pie para salirme al encuentro.

Aquella demostración me dió valor para acercarme a ella. Me recibió ruborizándose y con un temblor de labios que no se escapó a mis ojos, y redobló mi timidez. Lo extraño de nuestra situación nos embarazaba de tal modo, que permanecimos buen rato sin encontrar nada que decirnos. Por fin, me hizo un gesto vago, apenas inteligible, para invitarme a que me sentara al pie de la muela de heno, no lejos de ella. Me figuré que me esperaba y me habría guardado el sitio. Me senté respetuosamente, algo alejado. Seguíamos en silencio. Visiblemente buscábamos ambos, sin encontrarlas, esas vulgares palabras que suelen cambiarse como moneda falsa de la conversación y sirven para ocultar los pensamientos en vez de revelarlos; tan bemerosos de decir demasiado como de no decir bastante, reteníamos el alma en los labios. Continuamos mudos, y este silencio aumentaba nuestro rubor. Por fin, alzando a un tiempo nuestras miradas y penetrando cada una eu el fondo de la otra, yo vi en la suya tantos abismos de sensibilidad, y ella vió sin duda tanto impetu reprimido, tanta inocencia y tanta profundidad en la mía, que ya no pudimos separarlas de nuestros rostros; y sintiendo que nos subían lágrimas del corazón, instintivamente nos llevamos las manos a los ojos, como para velar en ellos nuestros pensamientos.

No sé cuántos minutos permanecimos así. Al cabo, con trémula voz, pero con un poco de esfuerzo e impaciencia en el acento:

—Me habéis dedicado vuestras lágrimas dijo—; os he llamado hermano; me habéis adoptado como hermana, ¿y no nos atrevemos a hablarnos? ¡Una lágrima!—prosiguió. ¡Una lágrima desinteresada de un corazón desconocido es más de lo que vale mi vida! ¡Y más de lo que ha valido nunca!

Luego, con ligera inflexión de reproche:

—¿Es que yo he vuelto a seros extraña desde que no necesito vuestros quidados? ¡Oh! Por mi parte—añadió con un tono de resolución y seguridad—, no sé de vos más que vuestro nombre y vuestro rostro; pero conozco vuestra alma. ¡Un siglo no me haría aprender más!

—Y yo, señora—dije balbuciente—, querría no saber nunca lo que hace de vos un ser que vive nuestra vida, atado por los mismos lazos que nosotros a este triste mundo; no necesito saber más que una cosa: ¡que habéis pasado por él, que me habéis permitido miraros de lejos y recordaros siempre!

¡Oh! No os engañéis asf—repuso—. No veáis en mí una ilusión divinizada. ¡Sufriría yo demasiado el día en que esa quimera se desvaneciese!

No veáis en mí sino lo que soy: una pobre mujer que se muere en el desaliento y en la soledad de su agonía y que nada ha de llevarse de la tierra tan divino como un poco de piedad. Ya lo veréis cuando os diga quién soy—prosiguió—; pero antes decidme sólo una cosa que me inquieta desde el día en que os vi en el jardín. ¡Por qué, siendo tan joven y de fisonomía tan dulce, estáis tan triste y tan solo? ¿Por qué os alejáis siempre de la presencia y del trato de los huéspedes de casa para discurrir por los sitios poco frecuentados de las montañas o del lago o para encerraros en vuestra habitación? Se dice que tenéis luz hasta muy avanzada la noche. ¿Guardáis en el corazón un secreto que sólo confiáis a la soledad?

Esperaba con visible ansiedad, caídos los párpados para ocultar la impresión que mi respuesta hiciese en su espíritu.

—Mi secreto—le dije—consiste en no tener ninguno; en sentir el peso de un corazón que ningún entusiasmo aliviaba hasta ahora; en que, habiendo querido muchas veces darle a sentimientos incompletos, me he visto siempre obligado a recogerle lleno de amarguras o sinsabores que, siendo tan joven y sensible, me han quitado para siempre el deseo de amar.

Entonces le referí, como lo habría hecho ante Dios mismo, sin disimular nada, todo lo que podía interesarla de mi vida: mi nacimiento en condición modesta y pobre; mi padre, militar chapado a la antigua; mi madre, mujer de exquisita sensibilidad, cultivada en su juventud por la elegancia de las letras; mis hermanitos, jóvenes de piadosa y angelical sencillez; mi educación por la Naturaleza entre los niños montañeses de mi país; mis estudios fáciles y apasionados; mi ociosidad forzosa; mis viajes; el primer estremecimiento importante de mi corazón por la hija de un pescador de Nápoles; mis malas compañías al regresar a París; las ligerezas, los desórdenes, la vergüenza de mí mismo a que aquellas relaciones me llevaron; mi amor fervoroso a la milicia, apagado por la paz en el momento en que yo entraba en el ejército; mi salida del regimiento; mis expediciones sin causa; mi regreso, sin esperanza, a la casa materna; la melancolía que me devoraba; el deseo de morir; el desencanto de todo, y, en fin, el desmayo físico, resultado de la fatiga espiritual, que bajo los cabellos, las fac ciones y la aparente frescura de los veinticuatro años, ocultaba la precoz senilidad del alma y el despego de la tierra de un hombre maduro y abrumado de días.

Ad insistir sobre estas arideces, estas contrariedades y estos desalientos de mi vida, gozaba yo interiormente, porque ya no los sentía. Una sola mirada me había renovado por entero. Hablaba de mí mismo como de un ser que murió; en mí había nacido un hombre nuevo.

Cuando acabé, alcé mis ojos a ella como si me hallase ante un juez. Estaba trémulá y pálida de emoción.

—¡Dios mío—exclamó—, cómo me habéis hecho temblar!

—¿Por qué?—le dije.

—Porque si no hubieseis estado aislado y sin ventura en la tierra, habría una armonía menos entre nosotros. ¡Vos no habríais sentido la necesidad de compadecer a alguien, y yo habría llegado a morir sin vislumbrar la sombra de mi alma más que en el espejo donde se reflejaba nii fría imagen!... Si cambiamos el sexo y las circunstancias prosiguió—, la historia de vuestra vida es la de mi propia vida. Sólo que la vuestra empieza, y la mía...

No la dejé acabar:

— No, no!—exclamé sordamente, pegando mis labios a sus pies y enlazándolos convulsivamente con mis brazos como para sujetarla a la tierra—.

¡No, no acabará tampoco la vuestra; y si aca base, lo presiento, acabaría para los dos!...

Temblé por lo que había hecho y por el grito que involuntariamente había dejado escapar, y no me atrevía a alzar el rostro del trozo de tierra de donde ella había retirado los pies.

— Levantaos—me dijo con voz grave, pero sin cólera—; no adoréis un polvo que es mil veces más polvo que ese con que mancháis vuestro hermoso cabello, y que se aventará más rápido y más impalpable al primer soplo de otoño! No os forjéis ilusiones sobre la pobre criatura que tenéis ante los ojos. No es más que la sombra de la juventud, la sombra de la belleza, la sombra del amor que un día tal vez sintáis e inspiréis cuando esta sombra lleve mucho tiempo desvanecids..

Guardad vuestro corazón para los que han de vivir, y no deis a la muerte sino lo que se da a los agonizantes: una dulce mano para sostenerlos en el último trance de la vida y una lágrima para llorarlos...

El acento grave, meditabundo y resignado con que pronunció estas palabras me hizo temblar hasta el fondo del corazón. Sin embargo, al alzar los ojos a ella, al ver cómo las luces coloreadas del sol poniente iluminaban aquel rostro en que la juventud de los trazos y la serenidad de la expresión resplandecían más a cada instante, como si un nuevo sol se levantase en su corazón, no pude creer que la muerte se ocultara tras de signos tan fulgurantes de vida. Pero, además, ¿qué podía importarme? Si aquella angélica aparición era la muerte, ¡a la muerta adoraba yo!

1 7 i 1 ¿Acaso el amor inmenso que enteramente me in vadía sería aquéllo y no más? ¿No sería, acaso, que Dios me mostraba un fulgor próximo a extinguirse sobre la tierra para que yo, siguiendo la huella de sus rayos, le siguiese a la tumba y al cielo?

—No soñéis de ese modo— me dijo—; escuchadme y no lo dijo con el acento de una amante que simula serenidad, sino con el tono de una madre, joven todavía, o de una hermana mayor y más sensata que hablan razonablemente a un hermano o un hijo—: No quiero que os aferréis a una vana apariencia, a una ilusión, a un sueño:

quiero que sepáis a quién entregáis un alma que yo no podría detentar sino engañándola. La mentira ha sido siempre para mí tan odiosa e imposible, que no querría ni aun la suprema felicidad del cielo si fuese necesario engañarle para entrar en él. La dicha hurtada no sería para mí dicha, sino remordimiento.

Tenía, al hablar así, tal candor en los labios, tal sinceridad en el acento, tal limpidez en los ojos, que creía ver a la inmortal verdad sentada, bajo aquella forma pura, frente al sol, abriendo su voz a los oídos, su mirada a los ojos, su alma al corazón. Me recliné sobre la pila de heno, a sus pies; apoyé el codo en tierra y la cabeza en la palma de la mano derecha, y clavé la mirada en sus labios, para no perder una inflexión, un movimiento ni un suspiro.

RAFAEL Dipinized by L