Rafael (Lorenzo tr.)/XXI
XXI
La tarde en el lago era tan tranquila y tibia como glacial y tempestuosa había sidó la víspera.
Las montañas flotaban en suave luz violeta, que, velándolas, parecía agrandarlas y alejarlas; no podía decirse si eran montañas o grandes sombras movibles y cristalinas que dejaran divisar al trasluz el cálido cielo de Italia. Salpicaban el azul del cielo menudas nubes purpúreas, semejantes a las plumas ensangrentadas que se desprenden del ala de un cisne destrozado por las águilas. El viento se había encalmado al acabar el día.
Las olas, dilatadas y nacarinas, no lanzaban más que una fina orla de espuma al pie de las rocas, de donde pendían las hojas mojadas de las higueras. Las leves humadas de las cabañas dispersas por las laderas del monte del Gato subían aquí y allá y trepaban por la montaña para elevarse, mientras las cascadas descendían ae los barrancos como humaredas de agua. Las ondas del lago eran tan transparentes, que, inclinándose fuera de la barca, veíamos en ellas la sombra de las ramas y nuestros rostros, que nos miraban; tan tibias, que sumergiendo en ellas las puntas de los dedos para sentir la estela de la mano, sólo se percibía la caricia de los ligeros escalofríos voluptuosos del agua. Como en las góndolas de Venecia, una cortinilla nos separaba de los bateleros. Ella iba echada en uno de los bancos de la embarcación, acodada sobre un cojín; el cuerpo, envuelto en un chal que la protegía de la humedad del crepúsculo; envueltos los pies en mi capote, plegado en varios dobleces; el rostro, tan pronto en sombra como esclarecido y deslumbrado por los últimos reflejos rosados del sol, que aparecía suspendido en la cima de los abetos negros de la Gran Cartuja. Yo me había tendido sobre un montón de redes en el fondo de la barca, con el corazón lleno, la boca muda, los ojos en sus ojos. Qué habíamos de hablar, si el sol, la noche, las montañas, el aire, las aguas, los ramajes, el balanceo voluptuoso de la barca, la leve espuma de la estela que nos seguía murmurando, nuestras miradas, nuestros silencios, nuestras res piraciones, nuestras almas unánimes, hablaban tan divinamente por nosotros? Antes, parecíamos temerosos de que el menor ruido de voz o de palabras viniese a disonar en el encanto de semejante silencio. Creíamos deslizarnos del azul del lago al azul del horizonte, sin ver las orillas que acabábamos de dejar ni las que nos esperaban.
Of que una respiración más fuerte y prolongada fluía lentamente de sus labios, como si su pecho oprimido por un peso invisible hubiese devuelto, en un solo aliento, toda la aspiración de una larga vida. Me sobresalté.
—Sufrís?—le dije con tristeza.
—No—dijo; no era un dolor, era una idea.
—¿En qué pensabais con tanta intensidad?—repuse, } —Pensaba—respondió que si Dios, en este instante, dejase inmóvil toda la Naturaleza; si ese Sol quedase suspendido así; el disco, semioculto por los abetos, que parecen pestañas de los párpados del cielo; si esta luz y esta sombra permaneciesen así confundidas e indecisas en la atmósfera; este lago, en la misma limpidez; este aire, en la misma tibieza; esas dos orillas, eternamente a la misma distancia de la barca; ese mismo rayo de luz etérea, sobre vuestra frente; esa misma mirada de vuestra piedad, en mis ojos, y esta misma plenitud de alegría, en mi corazón, yo comprendería al fin lo que no he podido comprender desde que pienso o sueño.
1 Y qué es?—pregunté lleno de ansiedad.
La eternidad en un minuto y lo infinito en una sensación!—exclamó, volviéndose hacia la borda de la barca, como para mirar el agua, y por evitarme el embarazo de una respuesta. Cometí la torpeza de contestar con una vulgar galantería que se vino zafiamente a mis labios, en vez de las castas e inefables adoraciones de que mi corazón estaba inundado. Lo que, en el fondo, dije, fué que tal felicidad no me bastaría si no era promesa y goce anticipado de otra felicidad. Ella me comprendió demasiado; enrojeció, más por mí que por sí misma. Volvióse, con el rostro impregnado de la emoción de una santidad profanada, y con un acento, tiero como siempre, pero el más intimo y solemne que yo habfa oido de sus labios:
Me habéis hecho mucho daño—díjo con voz queda ; acercaos más y escuchadme. Ignoro si lo que siento por vos y vos parecéis sentir por mí es lo que se llama amor en la lengua pobre y confusa del mundo, donde las mismas palabras sirven para expresar cosas que no se parecen más que en el sonido que producen al salir de los labios del hombre; no quiero saberlo; y en cuanto a vos, joh, yo deseo que no lo sepáis nunca! ¡Pero sé que es la suprema y más completa dicha que el alma de un ser viviente puede aspirar del alma, de los ojos, de la voz de otro ser que se le parece, que le hacía falta y que se completa al encontrarle! Al lado de esa felicidad sin medida; de esta aspiración mutua de los pensawife mientos por los pensamientos; de los sentimientos por los sentimientos; del alma por el alma, que los confunde en una sola e indivisible existencia y los hace tan inseparables como el rayo de ese Sol que se pone y el de esa Luna que se eleva, cuando se encuentran en el mismo cielo para remontarse confundidos a ese mismo éter, ¿hay otra felicidad, grosera imagen de ésta, tan lejos de la unión inmaterial y eterna de nuestras almas como el polvo lo está de esas estrellas y ell minuto de la eternidad? "Yo no lo sé, no quiero saberlo. ¡Y no podré saberlo jamás!—añadió con un acento de desdeñosa tristeza cuyo sentido enigmático no pude comprender al pronto—. Pero —prosiguió con tal abandono en la actitud, en el acento y en la confianza, que parecía entregarse a mí enteramente: ¿Qué importan las palabras? Os amo! La Naturaleza entera lo diría por mí si yo no lo dijese; o, más bien, dejadme decirlo muy alto la primera, decirlo por los dos:
¡Nos amamos!
—¡Oh! Decidlo, decidlo más! ¡Volved a decirlo mil veces!—grité, levantándome como un insensato y recorriendo a grandes pasos la lancha, que resonaba y oscilaba bajo mis pies—. [Digámoslo juntos, digámoslo a Dios y a los hombres, al cielo y a la tierra, y a los elementos mudos y sordos! ¡Digámoslo eternamente, y que toda la Naturaleza lo repita eternamente con nosotros!...
Caí de rodillas ante ella, con las manos juntas y el rostro cubierto por mis cabellos.
RAFAEL 6 Calmaos—dijo poniéndome un dedo sobre la boca y dejadme hablaros, sin interrumpirme, hasta el final.
Volví a sentarme y quedé en silencio.
Os lo he dicho—continuó—, o, mejor, no os lo he dicho, os lo he gritado con un grito de mi alma, al reconoceros: ¡Os amo! Os amo con toda la ansiedad, con todos los sueños, con todas las impaciencias de una vida estéril de veintiocho años, que se ha pasado en mirar sin ver y en buscar sin hallar lo que la Naturaleza le había revelado por un presentimiento cuyo misterio erais vos. Pero, ¡ay!, os he conocido y amado demasiado tarde si entendéis el amor como el resto de los hombres y como vos mismo parecíais entenderlo hace un momento, según esa frase profana y ligera que me habéis dicho. Escuchadme aún prosiguió—y comprendedme bien: soy vuestra, me doy a vos, os pertenezco como me pertenezco a mí misma, y puedo decirlo sin quitarle nada al padre adoptivo, que nunca ha querido ver en mí más que una hija. Nada me impide ser toda vuestrá, y no retengo nada de mí sino lo que vos mismo me ordenéis que guarde. No os asombréis de este lenguaje, que no es el de las mujeres de Europa; ellas aman débilmente, se sienten amadas del mismo modo; temen desvanecer los deseos que inspiran si confiesan un secreto que quieren que se les arranque. Yo no me parezco a ellas ni por la patria, ni por el corazón, ni por la educación. Educada por un marido filósofo en el seno de una sociedad de espíritus libres, desembarazados de las creencias y prácticas de una reli gión que ellos mismos han minado, no tengo ninguna de las supersticiones, de las debilidades de espíritu ni de los escrúpulos que hacen a las demás mujeres humillar la frente ante un juez que no es su conciencia. El dios de su infancia no es el mío. Yo no creo más que en el Dios invisible que ha escrito su símbolio en la Naturaleza, su bey en nuestros instintos, su moral en nuestra razón.
La razón, el sentimiento y la conciencia son mis únicas revelaciones. Ninguno de esos tres oráculos de mi vida me impediría ser vuestra; mi alma, toda entera, se precipitaría en vuestros brazos si no pudieseis ser feliz más que a ese precio. Pero ¿pondríamos vuestra felicidad y la mía en esa fugitiva embriaguez cuando el privarme voluntariamente de ella da mil veces más goce al alma que el satisfacerla puede dar a los sentidos? ¿No creeremos más en la inmaterialidad y eternidad de nuestro amor si permanece elevado a la altura.de un pensamiento puro, en las regiones inaccesibles a la mudanza y a la muerte, que si desciende a la abyecta naturaleza de las sensaciones vulgares degradándose y profanándose en indignas voluptuosidades? Además—continuó después de un corto silencio y enrojeciendo como si tuviese las mejillas junto al fuego—, si exigieseis alguna vez de mí, en un momento de incredulidad y de delirio, esa prueba de mi abnegación, sabed que no sería sólo el sacrificio de mi dignidad, sino también el de mi existencia; que mi alma, según dicen, puede exhalarse en un suspiro; que arrebatándome la inocencia de mi amor me habríais, al mismo tiempo, arrebatado la vida, y que creyendo tener vuestra felicidad entre los brazos, no habríais poseído más que a una sombra y no encontraríais luego más que la muerte!...
Permanecimos mucho tiempo sin voz. Al fin, con un suspiro arrancado del fondo de mi pecho:
—Os he comprendido—dije, y en mi corazón había jurado la eterna inocencia de mi amor antes que hubieseis acabado de pedírmelo.