Rafael (Lorenzo tr.)/XXII
XXII
Mi resignación pareció colmarla de dicha y redoblar el encantador abandono de su ternura. Había caído la noche sobre el lago; las estrellas se miraban en él; los grandes silencios de la Naturaleza adormecian la tierra. Los vientos, los árboles, las olas nos dejaban ofr en nosotros mismos las fugitivas impresiones del sentimiento o del pensamiento que hablan en voz baja en los corazones dichosos. Los bateleros cantaban a ratas esas salmodias rastreantes y monótonas que se parecen a las ondulaciones musicales de las olas en la playa. Esto me hizo pensar en su voz, que resonaba sin cesar en mi oído.
¡Ah!, si señalaseis para mí esta noche deliciosa lanzando algunos acentos a esas olas y a esas sombras para que quedasen por siempre llenas de vos...—la dije.
A un ademán mío, los bateleros callaron y amortiguaron el ruido de los remos, cuyas gotas caían en el agua como un acompañamiento musical en leves notas argentinas. Ella cantó esa balada escocesa, marítima y pastoral a la vez, en que una joven a quien el pobre marinero, su amante, dejó para ir a las Indias en pos de la fortuna, cuenta que sus padres se han cansado de esperar el regreso del muchacho y la han hecho casarse con un viejo, junto al cual sería feliz si no soñase con el que amó primero. La balada empieza así:
"Cuando ya está el ganado en el apriseo y es el sueño tan dulce para todos, jay de mil, sueño con las penas mías y duerme junto a mí mi anciano esposo." Tras de cada estrofa viene una larga melodía, cantada con notas vagas y sin palabras, que mece el alma en oleadas de tristeza infinita y hace subir a los ojos las lágrimas de la voz; luego prosigue el relato en la estrofa siguiente, con el acento sordo y lejano de un recuerdo que llora, sufre y se resigna. Si las estrofas griegas de Safo son el fuego mismo del amor, estas notas escocesas son las lágrimas mismas de la vida y la sangre del corazón mortalmente herido por el destino. No sé quién escribió esa música; pero quien fuere, sea bendecido por haber producido con unas cuantas notas un infinito de tristeza humana en los gemidos melodiosos de una voz. Desde aquel día, no me ha sido posible oír los primeros compases de ese aire sin huir como un hombre perseguido por una sombina; y cuando siento la necesidad de abrir mi corazón con una lágrima, me canto interiormente a mí mismo el estribillo lastimero, y estoy a punto de llorar; ¡yo, que no lloro nunca!