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Rafael (Lorenzo tr.)/XXIII

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Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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Llegamos al pequeño muelle del Pertuis, que se adentra en el lago, y donde se amarran las embarcaciones; es el puerto de Aix, y está situado a una media legua de la población. Era más de media noche. No había en el muelle coches ni asnos para conducir a los viajeros a la ciudad. El camino era demasiado largo para que una pobre mujer doliente lo hiciese a pie... Después de haber llamado en vano a las puertas de dos o tres viviendas próximas al lago, los bateleros propusieIron llevar a la señora hasta Aix. Contentos y diligentes, sacaron los remos de los estrobos, los ataron con las cuerdas de las redes, colocaron sobre ellos uno de los almohadones de la barca, y así formaron una camilla ligera y muelle, en la cual hicieron acostarse a la extranjera. Luego, cuatro de ellos cogieron la camilla a hombros, y se pusieron en marcha sin imprimir al palanquín más balanceo que el de sus pasos. Quise disputarles la alegría de llevar una parte de tan dulce peso; pero se apresuraron, celosos, a rechazarme.

Marchaba yo al lado de la camilla, mi mano derecha entre las de la enferma, para que pudiese apoyarse en los balances. De ese modo evitaba yo que se deslizase del estrecho almohadón en que iba tendida. Caminábamos así en silencio, a la claridad del plenilunio, por la larga avenida de álamos. ¡Oh, qué corta se me hacía la alamedal ¡Habría yo deseado que ella me llevase así hasta el último paso de nuestras vidas! No me hablaba ni yo le decía una palabra; pero yo sentía todo el peso de su cuerpo confiadamente apoyado en mi brazo; yo sentía sus frías manos rodear la mía, y de tiempo en tiempo, un apretón involuntario, un aliento más cálido en mis dedos, me hacían comprender que había acercado mi mano a sus labios para calentarla. No, jamás un tal silencio contuvo tan íntimas expansiones. Habíamos gustado en una hora la felicidad de un siglo.

Cuando llegamos a la casa del viejo médico y dejamos a la enferma en el umbral de su habitación, un mundo entero se derrumbó entre nosotros. Sentí mi mano mojada de lágrimas; las enjugué con mis labios y mis cabellos, y fuí a arrojarme en mi lecho sin desnudarme.