Ir al contenido

Rafael (Lorenzo tr.)/XXIV

De Wikisource, la biblioteca libre.
XXIII
Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
XXIV
XXV

XXIV

Me volvía y revolvía en la almohada sin poder dormir. Las mil circunstancias de aquellos dos días se reproducían en mi espíritu con tanta fuerza y tal renovación de impresiones, que no podía creer que hubiesen ya pasado. Volvía a ver y ofr todo lo que había visto y oído la víspera. La fiebre de mi alma se había comunicado a mis sentidos. Veinte veces me levanté y me acosté de nuevo sin poder hallar la calma. Al fin renuncié a ella. Intenté burlar con la agitación de mis pasos la de mis pensamientos. Abría la ventana; hojeaba libros sin entender lo que decían; andaba a pasos rápidos por mi cuarto; retiraba y volvía a poner en su sitio la mesa y la silla, según que pensaba pasar la noche sentado o de pie. Todos estos ruidos se oyeron en el salón vecino. Mis pasos sobresaltaron a la pobre enferma, sin duda tan despierta como yo. Oí ligeros pasos, que hacían crujir el pavimento y se acercaban a la puerta de encina, cerrada con doble cerrojo, que separaba su dormitorio del mío; pegué mi oído a la puerta, y escuché una respiración contenida y el roce de un vestido de seda en la pared. El resplandor de una lámpara se filtraba en mi habitación por las junturas y por debajo de la puerta. Era ella; estaba también allí, aplicando su oído, a unos pocos centímetros de mi frente; podía oír los latidos de mi corazón.

—¿Estáis enfermo?—me dijo muy quedo una voz que habría reconocido yo en un solo suspiro.

—No—respondí—; pero soy demasiado feliz, y el exceso de dicha es tan febril como el exceso de angustia. Esta fiebre es de vida; no la temo, no la esquivo, y velo para gozar de ella.

¡Niño!—me dijo—. Id a dormir mientras yo velo ; yo soy quien debe ahora velar por vos.

—Pero vos—le dije muy bajito, ¿por qué no dormís?

—Yo no quiero dormir—replicó—por no perder un minuto del sentimiento de felicidad que me inunda. Tengo poco tiempo para saborear mi alegría; no quiero perder una gota de ella en el olvido del sueño. He venido a sentarme aquí para ver si os oía y para sentirme, al menos, cerca de vos.

—¡Oh!—murmuré, sin que las palabras salieran apenas de mis labios. Por qué estamos tan lejos, por qué este maro entre nosotros?

—¿Es entonces esta puerta y no nuestra voluntad y nuestro juramento lo que está entre nosotros?—dijo—. ¡Andad! Si no se opone a vuestro paso más que este impedimento material, podéis franquearlo.

Y oí que una mano descorría el cerrojo de su lado.

—Sí; ahora podéis hacerlo si no hay en vos algo más fuerte que vuestro mismo amor que domime, que subyugue vuestro arrebato; sí, podéis franquearlo continuó con un acento a la vez más apasionado y más solemne; no quiero deber nada sino a vos mismo; encontraréis un amor igual a vuestro amor; pero, ya os lo he dicho: ¡en este amor encontraréis también mi muerte!

El exceso de mi emoción; el impetuoso impulso de mi corazón hacia aquella voz; la violencia moral que me repelía, me hicieron caer aniquilado en la actitud de un hombre herido de muerte en el umbral de aquella puerta cerrada. Le of sentarse del otro lado sobre el cojín de un sofá que puso en el suelo. Continuamos una parte de la noche hablando en voz baja a través del espacio que aquella grosera obra de carpintería había dejado entre el piso y los batientes. Palabras íntimas, inusitadas en la lengua ordinaria de los hombres, flotantes, como los sueños de la noche, entre el cielo y la tierra, a menudo interrumpidas por esos largos silencios durante los cuales los corazones se hablan porque ya los labios no tienen palabras para expresar lo inefable. Luego, los silencios se hicieron más prolongados, las voces más apagadas, y yo me dormí de cansancio, con la mejilla contra el muro y las manos juntas sobre las rodillas.