Rafael (Lorenzo tr.)/XXIX
XXIX
Aquellas seis semanas fueron para mí un bautismo de fuego que transfiguró mi alma y la limpió de todas las impurezas que hasta entonces la habían mancillado. El amor fué antorcha que, al abrasarme, me esclareció también la Naturaleza, este mundo, mi misma alma y el cielo. Comprendí lo enano de este mundo, viéndole desaparecer ante una sola chispa de la verdadera vida. Me avergoncé de mí mismo mirándome en el pasado y comparándome con la pureza y la perfección de mi amada. ¡Entré en el cielo de las almas al penetrar con los ojos y el corazón en aquel mar de belleza, sensibilidad, pureza, melancolía y amor que se entreabría más a cada hora en los ojos, en la voz, en las palabras de la celeste criatura que acababa de mostrárseme! ¡Cuántas veces me arrodillé ante ella, la frente en la hierba, en la actitud y con el sentimiento de la adoración!
¡Cuántas veces le supliqué, como se implora a un RAFAEL 7 4 ser de naturaleza distinta, que me lavara con una de sus lágrimas, que me quemase en una de sus llamas, que me aspirase en una de sus respiraciones para que no quedase nada de mí en mí mismo más que el agua purificadora con que ella me hubiese lavado, el fuego celeste en que ella me hubiera consumido, el nuevo soplo con que ella hubiese animado mi nuevo ser, a fin de que yo me convirtiese en ella o ella se convirtiera en mi, y el mismo Dios, al llamarnos a su presencia, no pudiese reconocer ni reparar lo que el milagro de amor hubiese transformado y confundido!... ¡Oh!
¡Si tenéis un hermano, un hijo o un amigo que nunca haya comprendido la virtud, rogad al cielo que le haga amar así! ¡Cuánto más ame, más capaz será de todas las abnegaciones, de todos los . heroísmos, para igualarse al ideal de su amor!
¡Y cuando ya no ame, le quedará para siempre en el alma una dulcedumbre de celeste voluptuosidad que le hará aborrecer las aguas del vicio y alzar los ojos al manantial donde una vez le fué permitido beber!
No sé decir cuántas saludables vergüenzas de mí mismo me sobrecogían en presencia de la que yo amaba; pero sus reproches eran tan tiernos, y sus miradas, aunque penetrantes, eran tan dulces, y sus perdones eran tan divinos, que, al humillarme ante ella, no me sentía rebajado, sino elevado y engrandecido. Parecíame casi sentir que nacía en mí, de mi propia naturaleza, el resplandor de su luz, que sólo para mí reverberaba! La I comparaba sin cesar, involuntariamente, a las otras mujeres que yo había entrevisto. Exceptuada Antonina, que se me aparecía como la infan cia candorosa de Julieta; exceptuada mi madre, a quien ella se parecía en la santidad y en la gravedad, ninguna mujer resistía, a mis ojos, la menor comparación. Una sola mirada suya envolvía en sombras todo el resto de mi vida. Sus conversaciones me revelaban profundidades, extensiones, delicadezas, elegancias, divinidades de sentimiento y de pasión que me transportaban a regiones desconocidas, donde me parecía respirar por vez primera el aire natal de mis propios pensamientos.
Todo lo que había habido en mí de ligereza, de vanidad, de puerilidad, de sequedad, de ironía o de amargura de espíritu durante aquellos malos años de mi adolescencia, desaparecía de tal modo que no me reconocía a mí mismo. Al separarme de ella me sentía bueno, me creía puro. Recobraba la seriedad, el entusiasmo, la oración, la inter'na piedad, las lágrimas ardientes que no salen de los ojos, pero que suben como un manantial cálido, oculto en el fondo de nuestras aurideces aparentes y lavan el corazón sin enervarle. Me prometía no volver a descender de aquellas celestes alturas sin vértigos adonde sus tiernos reproches, su voz, su sola presencia tenían el don de elevarme. Era como una segunda virginidad de mi alma que yo contraía bajo el reflejo de la eternal virginidad de su amor. Yo no podía decir si había más piedad que seducción en la impresión que ella me producía; ¡hasta tal punto se mezclaban la pasión y la adoración en partes iguales y se trocaban mil veces por minuto en mi pensamiento el amor en culto y el culto en amor! Oh! ¿No es esto la última cima del amor, el entusiasmo en la posesión de la belleza perfecta y la voluptuosidad en la suprema adoración?...
Cuanto ella había dicho me parecía perdurable; cuanto habían mirado sus ojos me parecía sagrado. Yo envidiaba a la tierra que ella hollaba al andar; los rayos de sol que la envolvían en nuestros paseos me parecían felices por haberla tocado. Yo hubiera querido recoger, para separarla por siempre de las ondas del aire, el aire que ella había divinizado, a mis ojos, respirándole; yo habría querido acotar hasta el lugar que ella acababa de dejar vacío en el espacio para que ninguna otra criatura inferior pudiese ocuparle en el resto de la duración de la tierra, ¡En fin, yo todo lo veía, lo sentía y lo adoraba, incluso al mismo Dios, a través de aquella divinidad de mi amor!... Si tales estados de alma fuesen duraderos en la vida, la Naturaleza se detendría, la sangre dejaría de circular, el corazón se olvidaría de latir, o, más bien, no habría ya movimiento, ni lentitud, ni precipitación, ni muerte, ni vida en nuestros sentidos; no habría más que una eterna y viviente satisfacción de todo nuestro ser en otro ser. ¡Ese estado debe de parecerse al estado del alma, a la vez estática y viviente en Dios!