Rafael (Lorenzo tr.)/XXV
XXV
Cuando desperté, el Sol, ya muy alto en el cielo, inundaba mi habitación de luminosas reverberaciones. Los petirrojos de otoñio saltaban y picoteaban, gorjeando por las parras y los groselleros bajo mi ventana; toda la Naturaleza parecía haberse despertado, engalanado, iluminado y animado antes que yo para celebrar el día de nuestro nacimiento a una nueva vida. Todos los ruidos de la casa me parecian alegres como yo.
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No oía sino los pasos ligeros de la doncella que iba y venía por el pasillo, sirviendo el desayuno a su señora; las voces infantiles de las niñas en la montaña, que llevaban flores cogidas en los bordes del ventisquero; el pataleo y el campanilleo de los mulos que la esperaban en el patio para llevarla al lago a los abetales. Me cambié el traje, manchado de polvo y espuma; me lavé los ojos, fatigados y enrojecidos por el insomnio; peiné mis desordenados cabellos; me puse las polainas de cuero, a usanza de los cazadores de gamuzas de los Alpes; cogí la escopeta y bajé a la mesa redonda, donde el viejo médico tomaba el desayuno con su familia y sus huéspedes.
Se habló en la mesa de la tempestad en el lago, del peligro que había corrido la joven extranjera, de su desmayo en Haute—Combe, de su ausencia de dos días, de la fortuna que yo había tenido de encontrarla y volverla a traer el día anterior. Rogué al médico que, en mi nombre, le pidiese permiso para informarme del estado de su salud y para acompañarla en sus excursiones.
Bajó con ella, más hermosa, más sugestiva, rejuvenecida por la felicidad como no se la había visto nunca. Deslumbraba a todo el mundo. No miraba a nadie más que a mí. Yo sólo comprendía aquellas miradas y aquellas palabras de doble sentido. Sus guías la alzaron, entre gritos de júbilo, a las jamugas que usan como silla de montar las mujeres saboyanas. Yo seguí a pie al mulo de tintineantes campanillas que la llevaba aque!
día a las quintas más elevadas de la meseta de la montaña.
Allí pasamos el día entero sin hablarnos casi; de tal manera nos entendíamos ya completamente sin palabras. Ora ocupados en contemplar el luminoso valle de Chambery, que parecía ahondarse y ensancharse a medida que íbamos elevándonos; ora en detenernos al borde de las cascadas, cuya neblina, coloreada por el sol, nos envolvía en iris ondulantes, que nos parecían sobrenatural encuadramiento y misteriosa aureola de nuestro amor; ya en coger las últimas flores de la tierra en las Laderas que descienden de las quintas, cambiándolas entre nosotros como letras, que nadie sino nosotros podría nunca leer, de ese embalsamado alfabeto de la Naturaleza; ya amontonando las castañas olvidadas al pie de sus árboles y descascarándolas para que ella, por las noches, las cociese al fuego de su habitación; otras veces nos sentábamos al pie de los últimos hoteles de la montaña, ya abandonados por sus habitantes; nos decíamos cuán dichosos serían dos seres como nosotros relegados por su suerte a una de esas cabañas solitarias hechas de unos troncos de árbol y unas tablas, gozando de la proximidad de las estrellas, del murmullo de los vientos en los abetales, del calofrío de los ventisqueros y las nieves; pero separados de los hombres por la soledad y llenando su vida sólo con un pleno y desbordante sentimiento.
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