Rafael (Lorenzo tr.)/XXVIII
XXVIII
Fuimos visitando juntos, sucesivamente, todos los senos, todas las olas, todas las arenas del lago, todas las cimas, todas las lomas, todas las gargantas, todos los secretos valles, todas las grutas, todas las cascadas que se despeñan por las grietas de roca de Saboya. Vimos más lugares sublimes o amenos, más soledades misteriosas, más desiertos encantados, más minúsculas casitas suspendidas entre los abismos y las nubes en los caminos salientes de las montañas, más vergeles, más aguas lechosas espumeando por los prados en pendiente, más bosques de abetos y castaños abriendo a las miradas sus columnatas sombrías y recogiendo en sus cúpulas el eco de nuestra voz, de los que harían falta para ocultar un mundo de amantes. En cada uno de estos sitios dejábamos un suspiro, un entusiasmo, una bendición.
Les suplicábamos quedamente o en voz alta que conservasen el recuerdo de la hora que habíamos pasado juntos, de los pensamientos que nos habían inspirado, del aire que nos habían hecho respirar, de la gota de agua que habíamos bebido en el hueco de la mano, de la hoja o de la flor que allí cogimos, de la huella que nuestros pasos habían impreso en la hierba húmeda; que todo aquello nos fuese devuelto un día, con la partícula de existencia que allí habíamos dejado al pasar y respirar, para no perder nada de la felicidad que se desbordaba de nuestros corazones y volver a hallar todos aquellos minutos, todos aquellos éxtasis, todas aquellas emanaciones nuestras en el fiel depósito de la eternidad, donde todo se recobra, incluso el soplo que se acaba de respirar y el minuto que se creía haber perdido.
¡Acaso nunca, desde la creación de aquellos lagos, aquellos torrentes y aquellos granitos, se hayan alzado a Dios desde aquellas montañas himnos tan tiernos e inflamados! Había en nuestras almas bastante vida y bastante amor para animar toda aquella naturaleza, aguas, cielo, tierras, rocas, árboles, y para que con suspiros, arrebatos, voces, gritos, perfumes y llamas se pudiese Ilenar el santuario entero de una naturaleza más vasta y más muda todavía que aquella en que desvariábamos. Si se hubiese creado un planeta para nosotros solos, nos habríamos bastado para ocuparle, vivificarle, darle la voz, la palabra, la bendición y el amor durante una eternidad. Y que se diga que no es infinita el alma humana! ¿Quién ha sentido, pues, los límites de su vida, de su poder de existir y amar al lado de una mujer adorada, frente a la Naturaleza y al tiempo y bajo el ojo de Dios? ¡Oh amor! ¡Que te teman los cobardes y te proscriban los malvados! ¡Tú eres el sumo sacerdote de este mundo, el revelador de la inmortalidad, el fuego del ara; y sin tu fulgor, el hombre no presentiría el infinito!