Rafael (Lorenzo tr.)/XXX
XXX
101 ¡Qué felicidad! Los viles deseos de la pasión sensual se habían aniquilado—pues que ella lo quiso en la plena posesión del alma del uno por la del otro. La dicha me hacía, como siempre ocurre, mejor y más piadoso que nunca. Dios y ella se confundían tan completamente en mi alma, que la adoración de ella en que yo vivía venía a ser también una perpetua adoración del Divino Ser que la había creado. Yo no era más que un himno, y en mi himno sólo había un nombre, porque Dios era ella, y ella era Dios. Nuestras conversaciones, de día, cuando nos deteníamos para respirar, para mirar, para admirar en las vertientes de la montaña, en las orillas del lago o sobre alguna raíz de castaño, al borde de las praderas inundadas de sol, solían tender, por el natural desbordamiento de dos almas demasiado llenas, al abismo insondable de todos los pensamientos; es decir, al infinito y a la palabra que por sí sola llena el infinito: Dios. Cuando yo pronunciaba esta palabra, con esa entusiasta bendición de corazón que contiene toda una revelación en un acento, me asombraba de verla desviar o abatir la mirada, disimulando bajo un lindo fruncimiento de cejas, o en las comisuras de su boca displicente, una pena o una incredulidad que me parecían en contradicción con nuestros arrebatos. Un día le pregunté tímidamente el motivo.
Es que esa palabra me hace daño—respondió.
—Y ¿cómo?—repliqué—la palabra que contiene el nombre de toda vida, de todo amor y de todo bien puede causar daño a la más perfecta de sus creaciones?
—¡Ah!—repuso con el acento de un alma desesperada, es que esa palabra encierra para mí la idea del ser cuya existencia he deseado más apasionadamente que no fuese un sueño; ¡y es que ese ser—añadió con voz más sorda y apagadano es para mí y para los sabios que me han instruído sino la más maravillosa, pero la más vacía de las ilusiones de nuestro pensamiento.
—¡Cómo!—le dije, ¿vuestros maestros no creen en Dios? Pero vos que amáis, ¿podéis no creer? ¿Es que hay una palpitación de nuestros corazones que no sea una proclamación del infinito?
—¡Oh!—respondió vivamente, no interpretéis como demencia la sabiduría de los hombres que han desvelado la filosofía para mí y han hecho brillar ante mis ojos la plena luz de la razón y de la ciencia, en vez de la lámpara fantástica y pálida con que las supersticiones humanas alumbran las tinieblas voluntarias extendidas intencionadamente en derredor de sus pueriles divinidades. El Dios de vuestra madre y de mi nodriza es el Dios en quien yo no creo: no así en el Dios de la Naturaleza y de los sabios. Creo, como ellos, en un ser, principio y causa, origen, espacio y fin de todos los demás; o, mejor dicho, que no es sino la eternidad misma, la forma y la ley de todos esos seres visibles o invisibles, inteligentes o ininteligentes, animados o inanimados, vivos o muer tos de que se compone el único nombre de ese Ser de seres: el infinito! Pero la idea de la grandeza inconmensurable, de la fatalidad soberana, de la necesidad absoluta e înflexible de los actos de ese ser que vosotros llamáis Dios, y nosotros, ley, excluye de nuestro pensamicnto toda inteligencia precisa, toda denominación exacta, toda imaginación razonable, toda manifestación personal, toda revelación, toda relación posible entre El y nosotros, hasta el homenaje de la plegaria; porque, ¿puede la consecuencia implorar al principio?
"¡Oh qué cruel es esto!—añadió—; cuántas bendiciones, oraciones y lágrimas no habría yo derramado a sus pies desde que os amo!... Y fuego, recobrándose : Os asombro y os aflijo—exclamó; pero perdonadme; la primera de las virtudes, si es que hay virtudes, ¿no es la verdad?
Unicamente en este punto no podemos entendernos; por tanto, no hablemos de El jamás. Vos habéis sido educado por una madre piadosa en el seno de una familia eristiana; habéis respirado con el aire las santas credulidades del hogar; os han llevado de la mano a los templos, os han mostrado imágenes, misterios, altares; os han enseñado a orar, diciéndoos: "Dios está ahí, y te escucha y te responde"; habéis creído porque no habíais llegado a la edad de examinar. Más tarde, habéis apartado de vos esos juguetes de la infancia para imaginar un Dios menos pueril y menos femenino que el de los tabernáculos cristianos. Pero el primer deslumbramiento ofusca todavía vuestros ojos; la claridad que creíais haber visto estaba mezclada, sin que lo supierais, a la falsa claridad con que os fascinaron al entrar en la vida; os han quedado dos debilidades en la inteligencia: el misterio y la oración. No existe el misterio—afirmó con voz más solemne—; no hay más que la razón, que disipa todo misterio; el hombre, falsario o crédulo, es quien ha inventado el misterio; Dios es quien ha hecho la razón. Ni la oración sirve de nadaprosiguió más tristemente; porque una ley inflexible no puede doblegarse, ni una ley necesaria se puede cambiar.
"Los antiguos—agregó—, en su ignorancia popular, bajo la cual se ocultaba una profunda sabiduría, lo sabían bien; porque imploraban a todos los dioses de su invención, pero no imploraban a la ley suprema: el Destino." Quedóse en silencio.
Me parece—le dije al cabo de un rato—que los maestros que os han transmitido esa sabiduría dejan, en sus teorias sobre la relación entre Dios y el hombre, excesivamente subordinado el ser sensible al ser pensante; en una palabra: que al pensar en el hombre se han olvidado de su corazón, órgano de todo amor, como la inteligencia es el órgano de todo pensamiento. Las ideas que el hombre se ha formado de Dios pueden ser pueriles y falsas. Tal vez sus instintos, que son la ley no escrita, deben ser verdaderos. De otro modo, la Naturaleza habría mentido al creerle. Vos no creéis que la Naturaleza sea una mentira—añadí sonriendo—; porque decíais hace un momento que acaso la verdad es la única virtud. Pues bien: cualquiera que haya sido la finalidad de Dios al dotar de esos dos instintos, el misterio y la oración, al corazón del hombre; que haya querido revelarnos de ese modo que El, Dios, es incomprensible; o que haya querido que todas las criaturas le ben—, dijesen y honrasen, y que la plegaria fuese el incienso universal de la Naturaleza, siempre será verdad que el hombre lleva en sí los dos instintos:
la oración y el misterio cuando piensa en Dios.
¡El misterio!—proseguí—, la razón humana le ensancha, le esclarece, le aleja cada vez más, pero nunca le desvanece por completo. ¡La oración! Es la necesidad de desbordarse incesantemente en súplicas útiles o inútiles, oídas o no, como perfume vertido al paso de Dios. ¡Qué importa que este perfume bañe los pies de Dios o se derrame por tierra! ¡Siempre caerá como un tributo de debilidad, de humillación y adoración!...
"Pero ¿quién podrá decir que se ha perdido?añadí con el tono de una esperanza que quiere triunfar, en los labios del que habla, de la duda misma—; ¿quién sabe si la oración, comunicación misteriosa con la omnipotencia invisible no es, en realidad, la más grande de las fuerzas sobrenaturales o naturales del hombre? ¿Quién sabe si la voluntad suprema e inmortal no ha querido inspirarse y dejarse exorar por el que reza, haciendo así que el hombre, mediante la invocación, participe del mecanismo de su propio destino?
¿Quién sabe si Dios, en su amor y en su perpetua bendición sobre todos los seres amados de él habrá querido dejarles esa relación con él como cadena invisible que suspenda de su pensamiento el de los mundos? ¿Quién sabe si en su majestuosa soledad, poblada por él sólo, no habrá querido que ese viviente murmullo, esa inextinguible conversación con la Naturaleza se elevase y descendiese sin cesar en todos los puntos del infinito entre él y todos los seres que él vivifica, acaricia y ama?
En todos los casos, la oración es el más sublime privilegio del hombre, porque es el que le permite hablar a Dios; había Dios de ser sordo a nuestras voces, y aun le rogaríamos; ¡porque si su grandeza estaba en no oírnos, la nuestra estaría en rezarle!" Observé que mis razonamientos la enternecían sin convencerla; que su alma, algo desecada por la ciencia, todavía no había abierto sus fuentes hacia Dios. Pero el amor, después de haber enternecido su corazón, iba pronto a enternecer sus creencias; las delicias y las angustias de la pasión iban a hacer que en su corazón se abriesen la adoración y la oración como dos perfumes del alma que arde y languidece: el uno, lleno de embriaguez; el otro, lleno de lágrimas; los dos, divinos.