Rafael (Lorenzo tr.)/XXXI
XXXI
107 No obstante, la dicha, la soledad de dos, que es el edén de las almas tiernas; el descubrimiento que ella hacía a diario de algún abismo de mi pensamiento correspondiente a los misterios de su propia naturaleza; aquel aire de otoño en las ventanas, que guardan, como estufas encendidas durante el verano; la tibieza del sol casi hasta llegar las nieves; las largas excursiones a las quintas de la montaña y por el lago; el balanceo de la barca o el dulce movimiento de cuna del lomo de los mulos, que se parece al de las olas leves y lentas de la mar; la leche de aquellos pastos, que, hirviente de espuma, le servían mañana y tarde en copas de madera de haya tallada por los pastores, y, sobre todo, aquella dulce exaltación, aquel apacible delirio, aquel continuo vértigo de un alma que el primer amor ha alzado en sus alas de la tierra y se siente llevada de pensamiento en pensamiento, de ensueño en ensueño a través de un nuevo cielo, en un penpetuo desvanecimiento del corazón, todo aquello restablecía visiblemente su salud. De la noche a la mañana se la veía rejuvenecer. Estaba como en una convalecencia del alma que se comunicaba a sus facciones. Su rostro, algo mancillado al principio en torno de los ojos por esas manchas azuladas o cárdenas que parecen las hueIlas de los dedos de la muerte, recobraba la plenitud de las mejillas, el calor de la sangre, la frescura del color, la tez de una joven que ha andado mucho tiempo por la montaña, donde han curtido sus mejillas las primeras brisas frías de los ventisqueros; sus párpados habían perdido el peso; sus ojos, la sombra; sus labios, los pliegues.
Sus miradas flotaban en una perpetua niebla luminosa del alma, vapor de un corazón ardiente condensado, en el globo de los ojos, en lágrimas que no cesan de subir, pero que ese mismo fuego seca y no corren nunca. Sus actitudes recobraban fuerza; sus movimientas, agilidad; sus pasos, la ligereza y vivacidad de los de un niño. Cada vez que, de regreso de nuestras excursiones, entrábamos en el patio de casa, el viejo médico y su familia se hacían lenguas del prodigioso cambio operado por las últimas veinticuatro horas en su salud y del resplandor de juventud y de vida que brotaba de sus ojos.
La felicidad, efectivamente, parecía irradiar de ella, creando en su derredor una atmósfera que envolvía también a los que la miraban. Este centelleo de la belleza, esta atmósfera del amor, no son, de ningún modo, como suele creerse, imáge nes de poeta. El poeta no hace más que ver mejor lo que se escapa a las miradas distraídas o ciegas de los demás hombres. Se ha dicho muchas veces de una joven hermosa que esclarecía la obscuridad de la noche. De Julia podía decirse que caldeaba el aine en su derredor. Yo andaba y vivía envuelto en aquella tibia emanación de su belleza renaciente; los demás, la sentfan al pasar.
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