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Rafael (Lorenzo tr.)/XXXII

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Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
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109 Al volver a mi cuarto, durante los cortos instantes en que me veía obligado a separarme de ella, sentíame, aunque fuese al mediodía, como en un calabozo sin aire y sin luz. El sol más resplandeciente no me alumbraba, a menos que ella lo reflejase en mis ojos. Cuanto más la veía, más la admiraba y menos podía creer que fuese una criatura de la misma especie que yo. La divinidad de su amor había acabado por convertirse en mi imaginación en una fe. Sin cesar me prosternaba en espíritu ante aquel ser demasiado tierno para ser un dios, demasiado divino para ser una mujer.

Buscaba nombres para ella y no los encontraba.

¡A falta de nombre, la llamaba en mi interior "misterio"! ¡Bajo este nombre, vago e indefinido, le rendía un culto que era de la tierra por la ternura; del sueño, por entusiasmo; de la realidad, por la presencia, y del cielo, por la adoración!

Había logrado hacerme confesar que yo había, alguna vez, escrito versos; pero yo nunca se los había enseñado. Tampoco parecía sentir mucha afición por esa forma artificial y amañada del lenguaje, que alitena, cuando no la idealiza, la sim. plicidad del sentimiento y de la impresión. Era ! de naturaleza demasiado viva, demasiado profun1 da y demasiado seria para condescender con esas formalidades, esos rodeos y esas lentitudes de la poesía escrita. Era ella la poesía sin lira: desnuda como el corazón, sencilla como la primera palabra, ensoñadora como la noche, luminosa como el día, rápida como el relámpago, inmensa como el espacio. Su alma era una escala infinita que ninguna prosodia habría podido fijar. Su misma voz era un canto perpetuo, inimitable con las armonías del verso. Para mí, ella era el poema viviente de la Naturaleza y de mí mismo. Mis sentimientos resonaban en su corazón; mis imágenes, en sus miradas; mi melodía, en su voz. Aparte de eso, la poesía, completamente materialista y completamente sonora de fines del siglo XVIII y del Imperio, cuyos principales volúmenes, como Delille y Fontanes, tenía en su habitación, no se había hecho para nosotros. ¡Su alma, que había sido acunada por las olas melodiosas de los trópicos, estaba llena de dolor, de amor, de desvarío que todas las voces del aire y de las aguas no habrían bastado a expresar! ¡Algunas veces, en mi presencia, procuraba leer aquellos libros y ensalzarlos por su reputación; los cerraba con un gesto de impaciencia y se quedaban mudos en sus manos, como cuerdas rotas cuya voz se busca en vano golpeando las teclas. La nota de su corazón estaba sólo en el mío; pero nunca pudo salir de él.

Los versos que ella había de inspirarme no debían resonar sino sobre su tumba. Nunca supo, I antes de morir, que, amaba. Yo era para ella un hermano. Poco la habría importado que para los demás fuese un poeta. En su amor no había de mí nada que no fuese yo mismo.

Una sola vez le revelé involuntariamente un débil don de poesía, que ella estaba muy lejos de sospechar o de desear en mí. Mi amigo Luis..había venido a pasar unos días con nosotros. Habíamos llegado a la media noche entretenidos en lecturas, conversaciones íntimas, sueños en alta voz, tristezas y sonrisas. Comentábamos los tres que nuestros destinos, que poco antes se ignoraban mutuamente, se viesen ahora recogidos e identificados bajo el mismo techo, en un rincón del mismo hogar, a los murmullos de las mismas tempestades de otoño, en una casita de las montañas de Saboya; intentábamos adivinar por qué combinación de la Providencia o del azar los mismos vientos de la vida nos dispersarfan o nos reunirían de nuevo. Tales ojeadas al horizonte de nuestras vidas futuras habían acabado por entristecernos.

Quedamos mudos ante la mesita de te en que estábamos acodados. Al fin, Luis, que era poeta, sintió surgir. en su a'ma una nota de melancoIfa, y quiso escribirle. Le dió ella lápiz y papel, y él escribió, sobre el mármol de la chimenca, algunas estrofas muy lastimeras, bañadas en llanto, como las estrofas fúnebres de Gilbert.

Luis tenía semejanza como poeta con Gilbert; habría podido escribir esas estrofas, que durarán tanto como las lamentaciones de Job en la lengua de los hombres:

Al featin de la vida, tnfeliz convidado, ilego una vez y muero.

Muero y llego a mi tumba lentamente.

Nadie vendrá a regarla con su llanto! etc.

Los versos de Luis me enternecieron. Cogí el lápiz de sus manos. Me retiré un momento al fondo de la habitación y escribí a mi vez estos versos, que morirán conmigo sin que los haya recogido nadie: los primeros versos que habían salido de mi corazón y no de mi imaginación. Helos aquí; pero no, los borro; todo mi genio estaba en mi amor, y se desvaneció con éll.

Al terminar la lectura vi en el rostro de Julia, alumbrado por el reflejo de la lámpara, una expresión tan tierna de asombro y de belleza, tan sobrehumana, que quedé, como mis versos decían, indeciso entre el ángel y la mujer, entre el amor y la prosternación. Este último sentimiento venció en mi alma y en la de mi amigo. Ambos caímos de rodillas ante su canapé; besamos la orla del chai negro en que sus pies se envolvían. Aquellos versos le parecieron sólo la emanación instantánea y aislada del sentimiento que ella me inspiraba. Los elogió y no volvió a hablarme de ellos. Prefería nuestras conversaciones naturales, y aun los silencios soñadores, el uno junto al otro, a esos juegos del espíritu que más bien que expresar el alma, la profanan, Luis nos dejó unos días después.