Rafael (Lorenzo tr.)/XXXIV
XXXIV
Había pasado el otoño; pero el invierno era todavía olaro y tibio en los momentos en que el Sol asomaba entre las nubes. Nos hacíamos ilusiones, diciéndonos que el otoño duraba aún. Tanto horror nos inspiraba el invierno, que había de separarnos! Frecuentemente, por las mañanas, caía la nieve en leves copos blancos, que, al posarse en las rosas de Bengala y en las perennes del jardín, parecían plumones de cisnes que hubiesen mudado de noche en los cielos, por donde los veíamos cruzar. A mediodía, el sol fundía la nieve; en el lago había horas deliciosas. El movimiento y la evaporación de las aguas, que reflejaban los últimos rayos de sol del año, entibiaban la atmósfera. Las higueras, que desde las rocas expuestas al Mediodía se inclinan sobre las ondas, conservaban sus anchas hojas. La reverberación del sol sobre las rocas les daba todavía los colores, los esplendores y el color de las tardes de estío. Sólo que aquellas horas eran rápidas como el movimiento fugitivo de los remos que nos paseaban entre los luminosos escollos que forman la costa meridional del lago. La luz rasante del Sol sobre los abetos; los verdes musgos; los pájaros invernales, más ricamente engalanados de plumas, más joviales y familiares que los de primavera; la abundancia de espuma serpenteante de las mil cascadas que descienden por el declive de los prados y vienen a reunirse en los barrancas, desde los cuales caen al lago murmurando y saltando sobre las altas rocas lisas y negras; el ruido cadencioso de los remos; el triste rumor de la estela, que parecía una voz amiga y oculta bajo las olas que nos acompañaba en nuestro dolor con sus misteriosos gemidos, y, en fin, la placidez sobrenatural que experimentábamos en aquella atmósfera luminosa y cálida, el uno junto al otro y separados de la tierra por los abismos del agua, todavía nos inundaban a veces de tal voluptuoso sentimiento de existir, de tal alegría interior, de tal desbordamiento de paz en el amor, que habríamos pedido al cielo que nada añadiese a nuestra dicha. Pero a esta felicidad se mezclaba en nosotros el sentimiento de un próximo fin, y cada remada resonaba en nuestro corazón como un paso del día que nos acercaba a la separación. ¡Quién sabe, pensábamos, si mañana esas hojas trémulas no habrán caído al agua; si esos musgos, sobre los cuales todavía podríamos sentarnos, no estarán cubiertos de una espesa capa Digitized » de nieve; si esos arrecifes espléndidos, ese cielo azul, esas ondas centelleantes, no estarán sepultadas por las brumas de la noche próxima en un océano de pálidas y sombrías escanchas!
Estos pensamientos arrancaban de nuestro pecho un profundo suspiro; meditábamos sobre lo mismo sin decírnoslo, temerosos de evocar la desgracia al nombrarlo. ¡Oh! Quién no ha sentido en su vida esas alegrías sin la seguridad del mañana, en que la vida se concentra en una hora que querríamos hacer eterna y que se nos escapa minuto a minuto, escuchando la oscilación del péndulo que señala los segundos; mirando a la aguja que devora la hora en la esfera; sintiendo la rueda del coche, que a cada vuelta acorta el espacio, oyendo el rumor de la proa que deja la ola atrás y nos acerca a la orilla donde habremos de descender del cielo de los sueños a la playa dura y fría de la realidad!