Rafael (Lorenzo tr.)/XXXV
XXXV
Una tarde, después de comer, cuando estábamos deliciosamente mecidos por la barca al sol, en una ensenada tranquila y tibia, entre los dos brazos del monte del Gato, oyendo el ruido lejano de una pequeña cascada que canta perpetuamente en las grutas, por donde pasa antes de ir a penderse en el abismo de las aguas, nuestros bateleros quisieron saltar a tierra para recoger las redes que habían •
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tendido la víspera. Nos quedamos solos en la embarcación, mal amarrada a una rama de higuera.
El balance retorció y rumpió la rama, y fuimos arrastrados lago adentro, sin darnos cuenta. Derivamos hasta el centro de la ensenada, a trescientos pasos de las rocas perpendiculares que la forman.
Las aguas del dago tenían en aquel paraje ese color bronceado, ese espejo de metal fundido, esa plúmbea inmovilidad que des da siempre la sombra proyectada por los altos acantilados, en la vecindad de las rocas talladas a pico, y que anuncian la inconmensurable profundidad del lecho. Pude coger los remos para volver a la orilla; pero aquel aislamiento de toda naturaleza viviente nos producía un delicioso estremecimiento. Habríamos deseado perdernos así, no en un mar con orillas, sino en un firmamento que no las tiene. No ofamos ya la voz de los bateleros, que se habían perdido de vista por la playa de Saboya; solo llegaban a nuestros oídos el ruido lejano e interminable de la cascada, el rumor de algunas ráfagas que de cuando en cuando cruzaban el aire inmóvil cargadas de armoniosos gemidos de los pinos y ef sordo golpear de las ondas en los costados de la barca, cuando el solo movimiento de nuestras respiraciones la hacían balanceanse.
El sol y la sombra de la montaña se repartía por igual en nuestra embarcación; la proa al sol, la popa en la penumbra. Yo estaba sentado a los pies de Julia, en el fondo de la lancha, como el primer día en que la traje de Haute—Combe. Nos complacíamos en rememorąr las circunstancias de aquel día, de aquella era íntima y misteriosa en que el mundo empezaba para nosotros, puesto que aquel día era la fecha de nuestro encuentro y de nuestro amor.
Ella estaba medio tendida en el banco, con un brazo por cima de la bonda y pendiente sobre el agua. Apoyaba el otro en mi hombro, y su mano jugueteaba con un bucle de mis largas cabellos. Yo había echado la cabeza atrás para que mis ojos sólo viesen el firmamento y la silueta de ella, destacándose del fondo del cielo. Su rostro se inclinaba sobre el mío como para contemplar el Sol en mi frente y el día en mis ojos. Una expresión de dicha apacible, profunda, inefable, se desbordaba de su rostro y le daba un resplandor y una transparencia de alma dignos de aquel cuadro celeste sobre el cual la veía yo al adorarla. Súbitamente la vi palidecer, retirar un brazo de mi hombno y el otro de la borda, levantarse sobresaltada, llevarse amlas manos a los ojos y cubrirse un instante la cara, reflexionar en silencio, y, por último, retirar las manos bañadas en lágrimas y exclamar con un acento de resolución firme y serena:
—Oh! ¡Muramos!...
Después de pronunciar esta palabra permaneció un momento callada, y luego prosiguió:
¡Oh! Sí, muramos! Porque la tierra no tiene ya nada que darnos, ni el cielo puede prometernos más.
Miró largamente en su derredor el cielo, las montañas, el lago, las ondas transparentes y semiluminosas bajo los costados de la barca.
—¡Mira—me dijo—fué la primera y última vez que empleó para hablarme esta forma de lenguaje solemne o familiar, según que se dirige a Dios o al hombre, mira cómo todo está preparado en nuestro derredor para un desvanecimiento divino de nuestras vidas! He ahí el Sol del más bello de nuestros años, que se pone para no salir tal vez mañana; he ahi esas montañas, que por última vez se miran en el lago y extienden hasta nosotros sus largas sombras, como para decirnos:
"Envolveos en ese sudario que os tiendo"; he ahí las ondas puras, diáfanas, profundas, silenciosas, que nos preparan un lecho de arena del cual nadie vendrá a levantarnos para decir: "Partamos!" Ningún ojo humano nos ve. Nadie sabrá por qué misterio irá mañana la barca vacía a encallar en alguna roca de la costa. Ni el más leve fruncimiento de esas ondas delatará a los curiososo a los indiferentes el lugar donde dos cuerpos se deslizaron abrazados bajo las aguas, de donde dos almas se habrán elevado reunidas al eterno éter. ¡No quedará de nosotros sobre la tierra otro rumor que el de la onda que se cierre detrás de nosotros!... Oh! Muramos en esta embriaguez del alma y de la naturaleza, que no nos dejará sentir de la muerte más que su voluptuosidad! Más tarde, querremos morir y moriremos quizás menos felices! Tengo algunos años más que tú; esta diferencia, insensible hoy, se ahondara con el tiempo. Lo poco de atrayente que te ha seducido en mi rostro pronto se marchitará. No quedará en tus ojos más que el recuerdo y el asombro de tu entusiasmo desvanecido. Además, yo no puedo ser más que un alma para ti... Tú sentirás la necesidad de otras dichas... Si las hallaras en otra mujer, yo moriría de celos. ¡Yo moriría de dolor si te viese desgraciado por mi culpa!... ¡Oh! ¡Muramos, muramos! ¡Ahoguemos ese porvenir, feliz o siniestro, en este último suspiro, que al menos no traerá a nuestros labios más que el sabor sin mezcla de la completa felicidad!...
Mi alma me decía al mismo tiempo y con la misma fuerza lo que su boca decía a mis oídos, lo que la Naturaleza, solemne, muda, fúnebre, en el esplendor de su hora suprema, decía a todos mis sentidos. Las dos voces que yo escuchaba, una fuera y otra dentro de mí, me decían las mismas palabras, como si uno de aquellos lenguajes hubiese sido nada más que el eco o la traducción del otro. Olvidé el universo, y la respondi:
— Muramos!.........
Rodeé con ocho vueltas a nuestros cuerpos, estrechamente unidos como en un mismo sudario, las cuerdas de la red de los pescadores que hallé a mano en la embarcación. La levanté en mis brazos, que había dejado libres, para precipitarla conmigo en las olas... En el momento mismo en que el impulso que yo había dado a nuestros cuerpos con mis pies iba a sepultarnos para siempre, sentí que su pálida cabeza se abatía con el peso de una cosa muerta sobre mi hombro y que su cuerpo se doblaba por las rodillas. El exceso de emociones, la alegría de morir juntos se habían anticipado a la muerte. Julia se había desmayado en mis brazos. Me sobrecogió con súbito horror la idea de que iba a abusar de su desmayo para arrastrarla, sin que ella lo supiese, y tal vez a su pesar, a mi propia tumba. Me retiré, bajo su peso, al fondo de la barca, y me apresuré a desatar las cuerdas que nos rodeaban. La tendí sobre un banco. Mojé mis manos en el lago y estuve mucho tiempo salpicando de gotas de agua fría sus labios y su frente. No sé cuánto tiempo permaneció así, sin sentido, sin color y sin voz. Cuando observé que abría los ojos y volvía a la vida, ya llegaba la noche, y la ondulación insensible de las aguas nos había llevado a pleno lago.
—¡Dios no lo ha querido!—le dije—. Vivimos; lo que nos parecía un derecho de nuestro amor, ¿no sería un doble crimen? ¿No. hay en la tierra alguien a quien nos debamos?... ¿Nadie tampoco en el cielo? añadí mostrándole, respetuosamente, con una ojeada y un gesto, el firmamento, como si hubiese vislumbrado en él al juez y dueño de los destinas.
—No hablemos más de ello—me dijo quedamente. I No hablemos jamás! ¡Habéis querido que viva, y viviré; mi crimen no era morir, sino haceros morir conmigo!
Había cierta amargura y como un tierno reproche en su acento y en su mirada.
—¿Hay en el mismo cielo—le dije respondiendo a sus pensamientos—, horas como las que acabamos de pasar juntos? En la vida sí las hay, y eso basta para que yo la adore.
Esta vez recobró rápidamente el color y la se renidad. Empuñé los remos y conduje lentamente la barca hacia la playa de arena. Allí oí la voz de los pescadores que habían encendido fuego en el hueco de una roca. Volvimos a cruzar el lago soñando y entramos en casa silenciosos.