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Teatro crítico universal: Tradiciones populares

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I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - Apéndice

La regla de la creencia del vulgo es la posesión. Sus ascendientes son sus oráculos, y mira con una especie de impiedad no creer lo que creyeron aquéllos. No cuida de examinar qué origen tiene la noticia; bástale saber que es algo antigua para venerarla, a manera de los egipcios, que adoraban el Nilo, ignorando dónde o cómo nacía y sin otro conocimiento que el que venía de lejos.

¡Qué quimeras, qué extravagancias no se conservan en los pueblos a la sombra del vano pero ostentoso título de tradición! ¿No es cosa para perderse de risa el oír en este, en aquel y en el otro país no sólo a rústicos y niños, pero aun a venerados sacerdotes, que en tal o tal parte hay una mora encantada, la cual se ha aparecido diferentes veces? Así se lo oyeron a sus padres y abuelos, y no es menester más. Si los apuran, alegarán testigos vivos que la vieron, pues en ningún país faltan embusteros que se complacen en confirmar tales patrañas. Supongo que en aquellos lugares del cantón de Lucerna, vecinos a la montaña de Fraemont, donde reina la persuasión de que todos los años en determinado día se ve Pilatos sobre aquella cumbre vestido de juez, pero los que le ven mueren dentro del año, se alegan siempre testigos de la visión, que murieron poco ha. Esto, junto con la tradición anticuada, y el darse vulgarmente a aquella eminencia el nombre de la Montaña de Pilatos, sobra para persuadir a los espíritus crédulos.


II

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Cuando la tradición es de algún hecho singular, que no se repite en los tiempos subsiguientes, y de que, por tanto, no pueden alegarse testigos, suple por ellos para la confirmación cualquiera vestigio imaginario, o la arbitraria designación de el sitio donde sucedió el hecho.

Juan Jacobo Scheuzer, docto naturalista, que al principio de este siglo o fines del pasado hizo varios viajes por los montes Helvéticos, observando en ellos cuanto podía contribuir a la historia natural, dice que hallándose en muchas de aquellas rocas varios lineamentos que rudamente representan o estampas del pie humano o de algunos brutos, o efigie entera de ellos o de hombres (del mismo modo que en las nubes, según que variamente las configura el viento, hay también estas representaciones) la plebe supersticiosa ha adaptado varias historias prodigiosas y ridículas a aquellas estampas, de las cuales refiere algunas. Pongo ésta por ejemplo: hay en el cantón de Uri un peñasco, que en dos pequeñas cavidades representa las patas de un buey. Corre junto a él un arroyo llamado Stierenenbach, que en la lengua del país significa Arroyo del Buey, o cosa semejante. ¿Qué dicen sobre esto los paisanos? Que en aquel sitio un buey lidió con el diablo, y le venció; que, lograda la victoria, bebió en el arroyo con tanto exceso que murió de él, y dejó impresos los pies de atrás en la roca.

He oído varias veces que sobre la cumbre de una montaña del territorio de Valdeorras hay un peñasco donde se representan las huellas de un caballo. Dicen los rústicos del país que son del caballo de Roldán, el cual desde la cumbre de otra montaña puesta enfrente saltó a aquélla de un brinco, y de hecho llaman al sitio el Salto de Roldán. De suerte que estos imaginarios, rudos y groseros vestigios vienen a ser como sellos que autorizan en el estúpido vulgo sus más ridículas y quiméricas tradiciones.

Los habitadores de la isla de Ceilán están persuadidos a que el paraíso terrestre estuvo en ella. En esto no hay que extrañar, pues aun algunos doctores nuestros se han inclinado a pensar lo mismo, en consideración de la singular excelencia de aquel clima y admirable fecundidad del terreno. Pero añaden los de Ceilán una tradición muy extravagante a favor de su opinión. En una roca de la montaña de Colombo muestran una huella, que dicen ser del pie de Adán; y de un lago de agua salada que está cerca afirman que fue formado de las lágrimas que vertió Eva por la muerte de Abel. ¡Raro privilegio de llanto, a quien no enjugaron ni los soles ni los vientos de tantos siglos!

Igualmente fabulosa y ridícula, pero más torpe y grosera, es otra tradición de los mahometanos, los cuales cerca del templo de Meca señalan el sitio donde Adán y Eva usaron la primera vez del derecho conyugal, con la individual menudencia de decir que tal montaña sirvió a Eva de cabecera, que los pies correspondieron a tal lugar, a tal las rodillas, etc., en que suponen una estatura enormísimamente grande a nuestros primeros padres. ¡Bellos monumentos para acreditar más bellas imaginaciones!


III

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Parece que en las tradiciones que hasta ahora hemos referido se ve lo sumo a que puede llegar en esta materia la necedad del vulgo. Sin embargo, no han faltado pueblos que pujasen la extravagancia y el embuste a los nombrados. Los habitadores de la ciudad de Panope, en la Focide, se jactaban de tener algunos restos del lodo de que Prometeo formó el primer hombre. Por tales mostraban ciertas piedras coloradas, que daban con corta diferencia el mismo olor que el cuerpo humano. ¡Qué reliquias tan bien autorizadas y tan dignas de la mayor veneración! Puede decirse que competían a éstos aquellos paropamisas de quienes cuenta Arriano que mostrando a los soldados de Alejandro una caverna formada en una montaña de su país, les decían que aquélla era la cárcel donde Júpiter había aprisionado a Prometeo, si acaso no fueran autores del embuste los mismos soldados de Alejandro.

Los cretenses, aún en tiempo de Luciano, fomentaban la vanidad de haber sido Júpiter compatriota suyo, mostrando su sepulcro en aquella isla, sin embarazarse en reconocer mortal a quien adoraban como dios. Pedro Belonio, viajero del siglo XVI, halló a los de la isla de Lemnos tercos en conservar la antiquísima tradición (siendo en su origen mera ficción poética) de que allí había caído Vulcano, cuando Júpiter le arrojó del cielo; en cuya comprobación mostraban el sitio donde dio el golpe, que es puntualmente aquel de donde se saca la tierra que llaman lemnia o sigilada, tan famosa en la medicina.


IV

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Pero ¿acaso sólo en los pueblos bárbaros se establecen tales delirios? ¡Oh!, que en esta materia apenas hay pueblo a quien no toque algo de barbarie, si la tradición lisonjea a su vanidad o se cree que apoya su religión. Nadie duda que los romanos, en tiempo de Plinio y Plutarco, eran la nación más culta y racional del mundo: pues en ese mismo tiempo se mostraba en Roma una higuera, a cuya sombra, según la voz común, había una loba alimentado a Rómulo y Remo. Estaban asimismo persuadidos los romanos a que las dos divinidades de Cástor y Pólux los habían asistido visiblemente, militando por ellos a caballo en la batalla del lago de Regilo, para cuya comprobación no sólo mostraban el templo erigido en memoria de este beneficio, mas también la impresión de los pies del caballo de Cástor en una piedra.

Supongo que había muchos entre los romanos que tenían por fabuloso cuanto se decía del prodigioso nacimiento y educación de Rómulo y Remo, y no faltaban algunos que no creían la aparición de Cástor y Pólux. Pero unos y otros callarían, ocultando en su corazón el desprecio de aquellas patrañas, por ser peligroso contradecir la opinión común de que hace vanidad o que es gloriosa al pueblo, como la primera, y mucho más aquella que se cree obsequiosa a la religión, como la segunda.


Esto es lo que siempre sucedió, esto es lo que siempre sucederá, y esto es lo que eterniza las tradiciones más mal fundadas, por más que para algunos sabios sea su falsedad visible. Una especie de tiranía intolerable ejerce la turba ignorante sobre lo poco que hay de gente entendida, que es precisarla a aprobar aquellas vanas creencias que recibieron de sus mayores, especialmente si tocan en materia de religión. Es ídolo del vulgo el error hereditario. Cualquiera que pretende derribarle incurre, sobre el odio público, la nota de sacrílego. En el que con razón disiente a mal tejidas fábulas, se llama impiedad la discreción, y en el que simplemente las cree, obtiene nombre de religión la necedad. Dícese que piadosamente se cree tal o tal cosa. Es menester para que se crea piadosamente el que se crea prudentemente; porque es imposible verdadera piedad, así como otra cualquiera especie de virtud, que no esté acompañada de la prudencia.

La mentira, que siempre es torpe, introducida en materias sagradas, es torpísima porque profana el templo y desdora la hermosísima pureza de la religión. ¡Qué delirio pensar que la falsedad pueda ser obsequio de la Majestad soberana, que es verdad por esencia! Antes es ofensa suya, y tal, que tocando en objetos sagrados se reviste cierta especie de sacrilegio. Así, son dignos de severo castigo todos los que publican milagros falsos, reliquias falsas y cualesquiera narraciones eclesiásticas fabulosas. El perjuicio que estas ficciones ocasionan a la religión es notorio. El infiel, averiguada la mentira, se obstina contra la verdad. Cuando se le oponen las tradiciones apostólicas o eclesiásticas, se escuda con la falsedad de varias tradiciones populares. No hay duda que es impertinente el efugio, pero bastante para alucinar a los que no distinguen el oro del oropel.


VI

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Largo campo para ejercitar la crítica es el que tengo presente, por ser innumerables las tradiciones, o fabulosas, o apócrifas, que reinan en varios pueblos del cristianismo. Pero es un campo lleno de espinas y abrojos, que nadie ha pisado sin dejar en él mucha sangre. ¿Qué pueblo o qué iglesia mira con serenos ojos que algún escritor le dispute sus más mil fundados honores? Antes se hace un nuevo honor de defenderlos a sangre y fuego. Al primer sonido de la invasión se toca a rebato, y salen a campaña cuantas plumas son capaces no sólo de batallar con argumentos, mas de herir con injurias, siendo por lo común estas segundas las más aplaudidas, porque el vulgo apasionado contempla el furor como hijo del celo; y suele serlo, sin duda, pero de un celo espurio y villano. ¡Oh sacrosanta verdad! ¡Todos dicen que te aman; pero qué pocos son los que quieren sustentarte a costa suya!

Sin embargo, esta razón no sería bastante para retirarme del empeño, porque no me dominan los vulgares miedos que aterran a otros escritores. Otra de mayor peso me detiene, y es, que siendo imposible combatir todas las tradiciones fabulosas, ya por no tener noticia de todas, ni aun de una décima parte de ellas, ya porque aun aquellas de que tengo, o puedo adquirir noticia, ocuparían un grueso volumen, parece preciso dejarlas todas en paz, no habiendo más razón para elegir unas que otras, en cuya indiferencia sería muy odiosa, respecto de los interesados, la elección.

En este embarazo tomaré un camino medio, que es sacar al Teatro, para que sirvan de ejemplar, dos o tres tradiciones de las más famosas, cuya impugnación carezca de riesgo, por no existir o estar muy distantes los que pueden considerarse apasionados por ellas.


VII

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La primera y más célebre que ocurre es de la carta y efigie de Cristo, Señor nuestro, enviada por el mismo Señor al rey de Edesa, Abgaro: refiérese el caso de este modo. Este príncipe, el cual se hallaba incomodado de una penosa enfermedad habitual (unos dicen gota, otros lepra), habiendo llegado a sus oídos alguna noticia de la predicación y milagros de Cristo, determinó implorar su piedad, para la curación del mal que padecía, haciendo al mismo tiempo una sincera protestación de su fe. Con este designio le escribió la siguiente carta:

«ABGARO REY DE EDESSA A JESÚS, SALVADOR LLENO DE BONDAD, QUE SE MANIFIESTA EN JERUSALÉN, SALUD

He oído los prodigios y curas admirables que haces, sanando los enfermos sin yerbas ni medicinas. Dícese que das vista a los ciegos, recto movimiento a los cojos; que limpias los leprosos, que expeles los demonios y espíritus malignos, restableces la salud a los que padecen incurables y prolijas dolencias, y revocas a vida a los difuntos. Oyendo estas cosas, yo creo que eres Dios, que has descendido del cielo, o que eres el Hijo de Dios, pues obras tales prodigios. Por tanto, me he resuelto a escribirte esta carta, y rogarte afectuosamente tomes el trabajo de venir a verme y curarme de una enfermedad que cruelmente me atormenta. He sabido que los judíos te persiguen, murmurando de tus milagros, y quieren quitarte la vida. Yo tengo aquí una ciudad, que es hermosa y cómoda, y aunque pequeña, bastará para todo lo que te sea necesario.»

La respuesta del Redentor fue en esta forma:

«Bienaventurado eres, Abgaro; porque de mí está escrito que los que me vieron no creen en mí, para que los que no me vieron crean y consigan la vida. En cuanto a lo que me pides de que vaya a verte, es necesario que yo cumpla aquí con todo aquello para que fui enviado, y que después vuelva a Aquel que me envió. Cuando haya vuelto, yo te enviaré un discípulo mío que te cure de tu enfermedad, y que te dé la vida a ti y a los que están contigo.»

El primero que dio noticia de estas dos cartas fue Eusebio Cesariense. Siguiéronle San Efrén, Evagrio, San Juan Damasceno, Teodoro Studita y Cedreno. El número y gravedad de estos autores puede considerarse suficientísimo para calificar cualquiera especie histórica; pero debiendo notarse que todos ellos no tuvieron otro fundamento que ciertos Anales de la misma ciudad o iglesia de Edesa, como se colige de Eusebio, no merecen otra fe sobre el asunto que la que se debe a esos mismos anales. Por otra parte, son graves los fundamentos que persuaden ser indignos de fe.

El primero es que el papa Gelasio, en el concilio Romano, celebrado el año 494, condenó por apócrifas tanto la carta de Abgaro a Cristo, Señor nuestro, como la de Cristo a Abgaro.

El segundo, que aquellas palabras que hay en la carta de Cristo: «De mí está escrito que los que me vieron no creen en mí, para que los que no me vieron crean y consigan la vida», no hallándose ni aun por equivalencia o alusión en algún libro del viejo Testamento, sólo pueden ser relativas a aquella sentencia del Señor al apóstol Santo Tomás en el evangelio de San Juan: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron en mí.» Este evangelio, como ni algún otro, no se escribió viviendo el Señor, sino después de su muerte y subida a los cielos. Luego es supuesta la carta, pues hay en ella una cita que sólo se pudo verificar algún tiempo después de la ascensión del Salvador.

El tercero, que es increíble que Cristo, de quien por todos los cuatro evangelios consta que acudió prontamente con el remedio a todos los enfermos que con verdadera fe imploraban su piedad, dilatase tanto la curación de Abgaro.

El cuarto, que carece de toda verisimilitud el ofrecimiento o convite de hospedaje y asilo que hace Abgaro a Cristo. Si aquel príncipe creía, como suena en la carta, la divinidad de Cristo, creía, consiguientemente, que para nada necesitaba del asilo de Edesa, pues como Señor de cielo y tierra podía impedir que los judíos le hiciesen otro mal que el que él libremente permitiese. Sería buena extravagancia ofrecer su protección el reyezuelo de una ciudad al Dueño de todo el orbe. Omito otros argumentos.


VIII

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A la tradición que hemos impugnado se le dio después por compañera otra, que hace un cuerpo de historia con ella. Cuéntase que el mismo rey Abgaro envió a Cristo, Señor nuestro, un pintor, para que le sacase copia de su rostro; pero nunca el artífice pudo lograrle, porque el resplandor divino de la cara del Salvador le turbaba la vista y hacía errar el pincel. En cuyo embarazo suplió milagrosamente la benignidad soberana del Redentor el defecto del arte humano, porque, aplicando al rostro un lienzo, sin más diligencia, sacó estampadas perfectamente en él todas sus facciones, y este celestial retrato envió al devoto Abgaro.

Esta tradición se ha vulgarizado y extendido mucho, por medio de varias pinturas de la cara del Salvador, que se pretende ser traslados de aquella primera imagen, y con este sobrescrito se hacen sumamente recomendables a la devoción de la gente crédula. Pero la variedad o discrepancia de estas mismas copias descubre la incertidumbre de la noticia. Yo he visto dos: una que se venera en la sacristía de nuestro gran monasterio de San Martín, de la ciudad de Santiago; otra que trajo a ésta, de la América, el reverendísimo padre maestro fray Francisco Tineo, franciscano, sacada de una que tenía el príncipe de Santo Bono, virrey que fue del Perú. Estas dos copias son poco parecidas en los lineamientos y diversísimas en el color, porque la primera es morena y la segunda muy blanca. A sujetos que vieron otras oí que notaron en ellas igual discrepancia.

Esta variedad constituye una preocupación nada favorable a aquella tradición; pero no puede tomarse como argumento eficaz de su falsedad, pues no hay incompatibilidad alguna en que, habiendo quedado una imagen verdadera de la cara de Cristo en la ciudad de Edesa, en otras partes fingiesen este y el otro pintor ser copias de aquélla algunos retratos que hicieron, siguiendo su fantasía; y de aquí puede depender la diversidad de ellos.

Dejando, pues, este argumento, lo que, a mi parecer, prueba concluyentemente la suposición de aquella imagen es el silencio de Eusebio. Este autor, habiendo visto las actas de la iglesia de Edesa, no habla palabra de ella; y tan fuera de toda creencia es que los edesanos no tuviesen apuntada aquella noticia, si fuese verdadera, como que Eusebio, hallándola, no la publicase. La historia de la correspondencia epistolar entre Jesucristo y Abgaro trae tan unida consigo la circunstancia del retrato, y esta circunstancia añade tan especioso lustre a aquella historia, que se debe reputar moralmente imposible tanto el que en las actas de la iglesia de Edesa dejase de estar apuntada, como que Eusebio, encontrándola allí, dejase de referirla, especialmente cuando cuenta con mucha individuación las consecuencias de aquella embajada de Abgaro; esto es, la misión de Tadeo a Edesa, su predicación en aquella ciudad y la curación del rey, todo sacado de dichas actas.

El primero que dio noticia de esta milagrosa imagen fue Evagrio, refiriendo el sitio que Cosroes, rey de los persas, puso a la ciudad de Edesa, donde dice, que obrando Dios un gran portento por medio de ella, hizo vanos todos los conatos de los sitiadores. Floreció Evagrio en el sexto siglo, y el silencio de todos los autores que le precedieron funda por sí solo una fuerte conjetura de la suposición, la cual se hace sin comparación más grave, notando que Evagrio cita para la relación de aquel sitio a Procopio, y le sigue en todas las circunstancias de él, exceptuando la de la imagen, de la cual ni el menor vestigio se halla en Procopio.

No ignoro que hay una relación de traslación de aquella imagen de Edesa a Constantinopla, cuyo autor se dice ser el emperador Constantino Porfirogeneto. Pero esto nada obsta. Lo primero, porque es muy incierto que la relación sea del autor que se dice; y el cardenal Baronio, aunque parece asiente a la historia, disiente en el autor. Lo segundo, porque toda aquella narración, si se mira bien, se halla ser un tejido de fábulas, y éste es el sentir de buenos críticos. Lo tercero, porque aunque la traslación fuese verdadera, no se infiere serlo la imagen. Yo creeré fácilmente que los edesanos tenían y mostraban una imagen del Salvador, que decían había sido formada con el modo milagroso que hemos expresado, y enviada por Jesucristo a Abgaro; pero esto sólo prueba que después que vieron lograda y extendida felizmente la fábula de la legacía y correspondencia epistolar, de que ellos habían sido autores por medio de unas actas supuestas, se atrevieron a darle un nuevo realce con la suposición de la imagen. Para que esta segunda fábula se extendiese como la primera, antes de la traslación de la imagen a Constantinopla, hubo sobradísimo tiempo, porque dicha traslación se refiere hecha en el siglo X.

El cardenal Baronio añade que, después de la toma de Constantinopla por los turcos, fue transferida aquella imagen a Roma; pero sin determinar el modo ni circunstancia alguna de esta segunda traslación; también sin citar autor o testimonio alguno que la acredite, lo que desdice de la práctica común de este eminentísimo autor, por lo cual me inclino a que la traslación de Constantinopla a Roma no tiene otro fundamento que alguna tradición o rumor popular.


IX

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Como la ciudad de Edesa se hizo famosa con la supuesta carta de Cristo a Abgaro, la de Mesina ha pretendido, y aun pretende hoy, ilustrarse con otra de su Madre Santísima escrita a sus ciudadanos, la cual guarda como un preciosísimo tesoro. No sé el origen o fundamento de esta tradición. Pienso que ni aun los mismos que se interesan en apoyarla están acordes sobre si la carta fue escrita por María Santísima cuando vivía en la tierra, o enviada después de su asunción al cielo.

Como quiera que sea, el cardenal Baronio condena por apócrifa esta carta el año 48 de la era cristiana. Síguenle todos o casi todos los críticos desapasionados. Un autor alemán quiso vindicar la verdad de esta carta en un escrito que intituló Epistolae beatae Mariae Virginis ad Mesanenses veritas vindicata. Acaso la autoridad de este escritor, que sin duda era muy erudito, hará fuerza a algunos, considerándole desinteresado en el asunto, porque no era mecinés ni aun siciliano, sino alemán. Pero es de notar que, aunque no natural de Mesina, estaba, cuando escribió y publicó dicho libro, domiciliado en Mesina, donde enseñó muchos años filosofía, teología y matemáticas; circunstancia que equivale para el efecto a la de nacer en Mesina, porque los que son forasteros en un pueblo, ya por congraciarse con los naturales, ya por agradecer el bien que reciben de ellos, suelen ostentar tanto y aun mayor celo que los mismos naturales en preconizar las glorias del país.

Añádase a esto lo que se refiere en la Naudeana, que habiendo el docto Gabriel Naudé reconvenido al dicho autor alemán sobre el asunto de su libro, probándole con varias razones que la carta de nuestra Señora había sido supuesta por los de Mesina, le respondió que no estaba ignorante de aquellas razones y de la fuerza de ellas, pero que él había escrito su libro no por persuasión de la verdad de la carta, sino por cierto motivo político.

Por otra parte, consta que la tradición de Mesina tiene poca o ninguna aceptación en Roma, porque habiendo la Congregación del Índice censurado el libro del dicho autor, éste se vio precisado a pasar a Roma a defenderse, y lo más que pudo obtener fue reimprimir el libro, quitando y añadiendo algunas cosas, y mudando el título de Veritas vindicata en el de Conjectatio ad Epistolam Beatisimae Mariae Virginis ad Mesanense. Esto viene a ser una prohibición de que la tradición de Mesina se asegure como verdad histórica, permitiéndola sólo a una piadosa conjetura.

Finalmente, el mismo contexto de la carta, si es tal cual le propone Gregorio Lei, en la Vida del Duque de Osuna, parte II, libro II, prueba invenciblemente la suposición. El contenido se reduce a tomar la Virgen Santísima debajo de su protección a la ciudad de Mesina y ofrecerla que la libraría de todo género de males; lo que estuvo muy lejos de verificarse en el efecto, dice el autor citado, pues ninguna otra ciudad ha padecido más calamidades de rebeliones, pestilencias y terremotos. Estas son sus palabras: Il senno di questa lettera consiste, che essa Santa Vergine pigliava li Messinesi nella sua protettione, e che prometteva di liberarli d'ogni qualunque male; pero non vi è città, che sia stata più di questa sposta alle calamità delle rebellioni, de terremoti, e delle pesti.

Doy que la indemnidad de cualquiera mal, prometida a la ciudad en la carta, sea adición o exageración del historiador alegado; pero la especial protección de la Reina de los ángeles a los mecineses todos sienten que está expresa en su contexto. Esto basta para degradar de toda fe la tradición de Mesina. Para que la especial protección de María, Señora nuestra, se verificase sería preciso que aquella ciudad lograse alguna particular exención de las tribulaciones y molestias que son comunes a otros pueblos. Esto es lo que no se halla en las historias, antes todo lo contrario; y en cuanto a esta parte, es cierto lo que dice Gregorio Lei. Pocas ciudades se hallarán en el orbe que, aun ciñéndonos a la era cristiana, hayan padecido más contratiempos que la de Mesina.


De la ciudad de Mesina pasaremos a las de Venecia y Vercelli, porque en estos dos pueblos se conservan equívocos monumentos a favor de una tradición fabulosa, extendida en todo el vulgo de la cristiandad. Hablo del hueso de San Cristóbal que se muestra en Venecia, y del diente del mismo santo que se dice hay en Vercelli.

La estatura gigantesca de este santo mártir, juntamente con la circunstancia de atravesar un río conduciendo sobre sus hombros a Cristo, Señor nuestro, en la figura de un niño, está tan generalmente recibida, que no hay pintor que le represente de otro modo; pero ni uno ni otro tiene algún fundamento sólido. No hay autor o leyenda antigua digna de alguna fe que lo acredite. El padre Jacobo Canisio, en una anotación a la Vida del Santo, escrita por el padre Rivadeneira, cita lo que se halla escrito de él en la misa, que para su culto compuso San Ambrosio, y en el breviario antiguo de Toledo. Ni en uno ni en otro momento se encuentra vestigio del tránsito del río con el niño Jesús a los hombros. Nada dice tampoco San Ambrosio de su estatura. En un himno del Breviario de Toledo se lee que era hermoso y de gallarda estatura: Elegans quidem statura mente elegantior, visu fulgens, etc. Pero esto se puede decir de un hombre de mediana y proporcionada estatura, pues en la proporción, no en una extraordinaria magnitud, consiste la elegancia. Tampoco tiene concernencia alguna a su proceridad gigantea lo que en una capítula del mismo oficio se lee, que de muy pequeño se hizo grande el santo: De minimo grandis, pues inmediatamente a estas palabras las explica de la elevación del estado humilde de soldado particular al honor de caudillo de varios pueblos: Ut ex milite dux fieret populorum.

Por lo que mira a la historia del pasaje del río, puede discurrirse que tuvo su origen en una equivocación ocasionada del mismo nombre del santo: porque Christophorus o Christophoros (que así se dice en griego el que nosotros llamamos Cristóbal) significa el que lleva, sostiene o conduce a Cristo, portans Christum. Digo que esto pudo ocasionar la fábrica de aquella fábula en que el santo mártir se representa conduciendo a Cristo sobre sus hombros.

Por lo que mira al hueso o diente que se muestran de San Cristóbal, decimos que ni son de San Cristóbal ni de otro algún hombre, sino de algunas bestias muy corpulentas, o terrestres o marítimas. En el primer tomo, discurso XII, número 29, notamos, citando a Suetonio, que el pueblo reputaba ser huesos de gigantes, algunos de enorme grandeza, que Augusto tenía en el palacio de Capri, los cuales los inteligentes conocían ser de grande magnitud.

Este error del vulgo se ha extendido a otros muchos huesos del propio calibre, y de él han dependido las fábulas de tanto gigante enorme, repartidas en varias historias, como ya hemos advertido en el discurso citado en el número 93 antecedente. Pero hoy podemos hablar con más seguridad contra este común engaño, después de haber visto la docta Disertación que sobre la materia de él dio a luz el erudito caballero y famoso médico inglés Hans Sloane, y se imprimió en las Memorias de la Academia real de las Ciencias del año 1727.

Hace el referido autor una larga enumeración de varios dientes y otros algunos huesos que, después de pasar mucho tiempo por despojos de humanos gigantes, bien examinado, se halló pertenecer o a peces cetáceos o a cadáveres elefantinos. Tal fue el diente que pesaba ocho libras, hallado cerca de Valencia del Delfinado, año de 1456. Tal el cráneo de quien hace memoria Jerónimo Magio en sus Misceláneas, de once palmos de circunferencia, hallado cerca de Túnez. Tal un diente descubierto en el mismo sitio, y remitido al sabio Nicolás de Peireks, que reconoció ser diente molar de un elefante, como el otro de que hemos hablado arriba. Tal el diente que se guarda en Amberes, y el vulgo de aquella ciudad y territorio estima ser de un gigante llamado Antígono, tirano del país en tiempo de los romanos, y muerto por Brabon, pariente de Julio César; narración toda fabulosa, sin la menor verisimilitud. Tales otros desenterrados en la Baja Austria, cerca de la mitad del siglo pasado, de que hace memoria Pedro Lambecio. Tales los huesos descubiertos cerca de Viterbo el año de 1687, que, cotejados con otros de un esqueleto entero de un elefante que hay en el gabinete del gran duque de Florencia, se observaron tan perfectamente semejantes que no fue menester otra cosa para desengañar a los que los juzgaban partes de un cadáver gigantesco. Tales otros muchos que omitimos, y de que el caballero Sloane da individual noticia en la disertación citada, con fieles y eficaces pruebas de que todos son despojos de algunas bestias de enorme grandeza, por la mayor parte de elefantes.

Ni haga alguno dificultad que el elefante tenga dientes tan grandes, cuales son algunos que se muestran como de San Cristóbal o de otro algún imaginario gigante; pues es cosa sentada entre los naturalistas que algunas bestias de esta especie tienen dientes molares de tanta magnitud. Y si se habla de sus dos colmillos o dientes grandes, que naciendo en la mandíbula superior les penden fuera de la boca, y en que consiste la preciosidad del marfil, se ha visto tal cual de éstos que pesaba hasta cincuenta libras. Pero lo que dice Vartomano, citado por Gesnero, que vio dos, que juntos pesaban trescientas libras, necesita de confirmación.

De todo lo dicho concluimos, no sólo que la tradición de la estatura gigantea de San Cristóbal es fabulosa y que los dientes que se ostentan como reliquias suyas no lo son, pero que ni tampoco son de cadáveres humanos todos los demás dientes o huesos de muy extraordinaria magnitud.


Apéndice

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A las tradiciones populares falsas en materia de religión, que hemos impugnado en el Teatro, añadiremos aquí otras tres. Refiere la primera Guillermo Marcel, en su Historia de la monarquía francesa; y es que los druidas, sacerdotes y doctores de los antiguos galos, edificaron la iglesia de Nuestra Señora de Chartres, consagrándola a la Santísima Virgen antes que ésta existiese, con profecía de su glorioso parto, Virgini pariturae. Fábula extravagante. Los druidas eran gentiles, y aun a las comunes supersticiones añadían algunas particulares, entre ellas la cruelísima de sacrificar víctimas humanas, lo que Augusto les prohibió estrechamente. Pero no bastando este precepto a remediar el abuso, Tiberio cargó después más la mano, y hizo crucificar a algunos convencidos de este crimen. Con todo, aún le quedó que hacer al emperador Claudio, al cual atribuyen los escritores la gloria de extirpar enteramente aquel horror. ¿Qué mérito tenían aquellos bárbaros, para que Dios les revelase tan de antemano aquel misterio? O ¿qué traza de adorar la Santísima Virgen antes de su existencia los que después que esta Señora felicitó al mundo con su glorioso parto, y aun después de ejecutada la grande obra de la redención, persistieron en su idolátrica ceguedad?

La segunda tradición popular, que notaremos aquí, está mucho más extendida. En toda la cristiandad suena, creído de muchos, que sobre el monte altísimo de Armenia llamado Ararat existe aún hoy el Arca de Noé, entera, dicen unos, parte de ella, afirman otros. Si los armenios no fueron autores de esta fama, por lo menos la fomentan; y poco ha, un religioso armenio, que estuvo en esta ciudad de Oviedo, afirmaba la permanencia del arca en la cumbre del Ararat, no sólo de voz, más también en un breve escrito que traía impreso. Juan Struis, cirujano holandés, que estuvo algún tiempo cautivo en la ciudad de Erivan, sujeta a los persas y vecina al monte Ararat, dio más fuerza a la opinión vulgar, con la Relación que imprimió de sus viajes.

Éste refiere que en aquel monte hay varias ermitas, donde hacen vida anacorética algunos fervorosos cristianos. Que el año 1670 le obligó su amo a subir a curar a un ermitaño, que tenía su habitación en la parte más excelsa del monte y adolecía de una hernia. Que gastó siete días en las subidas del monte, caminando cada día cinco leguas. Que llegando a aquella altura, donde residen las nubes, padeció un frío tan intenso, que pensó morir; pero subiendo más, logró cielo sereno y ambiente templado. Que el ermitaño que iba a curar, y que, en efecto, curó, le testificó que hacía veinte años que vivía en aquel sitio sin haber padecido jamás frío ni calor, sin que jamás hubiese soplado viento alguno o caído alguna lluvia. En fin, que el ermitaño le regaló con una cruz hecha de la madera del arca de Noé, la cual afirmaba permanecía entera en la cumbre del monte.

Esta relación logró un asenso casi universal, hasta que de la falsedad de ella desengañó aquel famoso herborista de la Academia Real de las Ciencias, Josef Pitton de Tournefort, el cual, en el viaje que hizo al Asia, a principios de este siglo, paseó muy despacio las faldas del Ararat, buscando por allí, como por otras muchas partes, plantas exóticas. Dice este famoso físico, citado por nuestro Calmet, en su Comentario sobre el octavo capítulo del Génesis, que el monte Ararat está siempre cubierto de nubes y es totalmente inaccesible; por lo cual se ríe Tournefort de que nadie haya podido subir a su cumbre. Cita Calmet, después de Tournefort, a otro viajero que vio el monte, y afirma también su inaccesibilidad a causa de las altas nieves que en todo tiempo le cubren desde la mediedad hasta la eminencia.

Aunque estos dos viajeros concuerdan en que el monte es impenetrable, y, por consiguiente, convencen de fabulosa la relación del holandés Struis, parece resta entre ellos alguna oposición, por cuanto si siempre está cubierto de nubes, como afirma el primero, no pudieron verse las nieves, como escribe el segundo. Pero es fácil la solución diciendo que la expresión de estar un monte siempre cubierto de nubes no significa siempre estar de tal modo circundado de ellas que oculten su vista por todas partes. Basta que haya siempre nubes en el monte, aunque frecuentemente se vea descubierto por este o aquel lado, y aun por la cumbre. Acaso también en la traducción latina de Calmet, de que uso, hay en aquella expresión qui semper nubibus obtegitur yerro de imprenta, debiendo decir nivibus en vez de nubibus; equivocación facilísima, y que muchas mayores se encuentran a cada paso en esta edición. ¿Qué mucho, siendo veneciana?

Mas lo que decide enteramente esta duda es el testimonio del padre Monier, misionero jesuita en la Armenia, el cual, hablando del monte Ararat, dice así: «Su cumbre se divide en dos cumbres, siempre cubiertas de nieves y casi siempre circundadas de nubes y nieblas, que prohíben su vista. A la falda no hay sino campos de arena movediza, entreverada con algunos pobrísimos pastos. Más arriba todas son horribles rocas negras, montadas unas sobre otras», etc. (Nuevas memorias de las misiones de Levante, tomo III, capítulo II).

La tercera y última tradición popular que vamos a desvanecer, o a lo menos proponerla como muy dudosa, aún es más universal que la segunda, y tiene por objeto el celebradísimo caso de los siete durmientes. Éstos, se dice, fueron siete hermanos de una familia nobilísima de Éfeso, los cuales, en la terrible persecución de Decio, se retiraron a una caverna del monte Ochlon, vecino a la ciudad, donde, cogiéndolos un sobrenatural y dulce sueño, estuvieron durmiendo ciento y cincuenta y cinco años; esto es, desde el 253 hasta el 408, en el cual despertando, y juzgando que el sueño no había durado más que algunas horas, enviaron al más joven de los siete a Éfeso para que les comprase alimentos; que éste quedó extremamente sorprendido cuando vio el estado de la ciudad tan mudado, y en muchos sitios de ella cruces colocadas; y, en fin, Éfeso gentílica totalmente convertida en Éfeso cristiana; que imperaba entonces Teodosio el Junior. Los nombres que dan a los siete hermanos son: Maximiano, Malco, Martiniano, Dionisio, Juan, Serapión y Constantino. Omito otras circunstancias de la historia.

Baronio, en el Martirologio, a 27 de julio, citado por Moreri, siente que lo que hay de verdad en ella es que estos santos, habiendo padecido martirio en la caverna imperando Decio, fueron después hallados sus cuerpos incorruptibles en tiempo de Teodosio el Junior, y que el epíteto de durmientes vino por equivocación de haberse en algún escrito significado su muerte con el verbo dormio u obdormio, expresión frecuente en la Escritura y aun en el uso de la Iglesia. Los autores que refieren esta historia no concuerdan en la data. Dicen unos que los siete hermanos despertaron el año 23, y otros el año 38 del imperio de Teodosio. No concuerdan tampoco en el nombre del obispo que había a la sazón en Éfeso. Unos le llaman Maro, otros Stefano, y ni de uno ni de otro nombre se halla alguno en la serie de los obispos de Éfeso. Añado que el año de 253, en que dice padecieron los santos por la persecución de Decio, ya Decio no vivía, pues murió a último del de 251.

El autor más antiguo, a quien se atribuye la relación de este admirable suceso, es San Gregorio Turonense, el cual fue más de siglo y medio posterior a él; por consiguiente, pudo padecer engaño. Mas no es eso lo principal, sino que el libro en que se refiere esta historia es falsamente atribuido a San Gregorio Turonense, como prueba Natal Alejandro, de que en la enumeración, que de sus escritos hace este santo en el epílogo de su Historia, no nombra a éste.