Un buen queso

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Cuentos de Leopoldo Lugones
Un buen queso
UN BUEN QUESO


N

o, no; el Amor es bueno y nunca desampara a sus pacientes. Oye mi dulce amiga la historia de Inés y Florencio, para que te convenzas de tan importante verdad.

Inés y Florencio, ambos nacidos y criados en la opulenta finea donde servían, eran dos gallardos muchachos que se adoraban desde la niñez. Hasta aquí todo va bien, y aun ha de parecerte mejor si te digo que los chicos se besaban como unos glotones cuantas veces podían, con el incentivo de esas brisas campestres que en la primavera hacen estremecer tan profundamente a los bosques venerables. Cuanto podían se besaban, y hacían muy bien, a despecho de tu aspaviento convencional; cuanto podían, porque, ¡ay! no siempre les era dado.

La señora una viuda ya entrada en años, era muy beata y se escandalizaba al sólo nombre del Amor, como no fuera éste el divino. No obstante, sus amigas afirmaban que en su devoción a San Antonio, por ejemplo, no todo era desinterés celestial, llegando uno de sus primos, viejo entre santurrón y calavera, a afirmar que Santa Rita compartía aquella predilección...

Lo cierto es que había sido devota del buen santo hallador de novios, desde su más tierna juventud: y tanto, que se rezaba de memoria la novena y los trece martes.

La señora quería mucho a Inés, pero desconfiaba de Florencio, habiendo opinado ya varias veces que creía llegado el momento de buscarle empleo en la ciudad. ¡Cómo abominaba Inés en esos momentos la palidez que la cubría!

Para ella eran las preferencias y hasta los mimos compatibles con la rigidez aristocrática de la dama; pero ¡a qué precio! precisamente por esto, apenas podía hablar con su novio. Cuando no trabajaba con la vieja ama de llaves, doña Catalina, una flacucha de rigidez gendarmeril, bordaba junto a la señora en el costurero cuya suntuosidad tenía algo de bazar, mientras aquélla, en compañía de una hermana solterona que la acompañaba, consumía las horas descifrando charadas y fugas de vocales. Esto formaba su manía y su vanidad. El resto del día lo consagraba a la oración.

Sólo en la mesa tenían algún esparcimiento los muchachos. Después de servir Inés a las señoras, almorzaban con doña Catalina en un recogimiento casi terrorífico; pero a veces llamaban de adentro (generalmente para averiguar alguna fecha) y el ama acudía. ¡Ah, besos furtivos, caricias miedosas, dramitas en dos pelliscos! Era el momento de entregarse las cartas en letra menudísima y sin apartes; el minuto suspirado de decirse tantas cosas y no acertar mas que a estrecharse las manos: fugacidad deliciosa que les alegraba un día entero como una exhalación de perfume...

Ahora bien, cierta ocasión de esas, Inés y Florencio tuvieron un gran disgusto. Aquella negó rotundamente a éste un rulo que la pedía, y hasta le reprochó que hubiese mezclado aturdidamente el día anterior la leche de los quesos.

Lo primero fué una coquetería y lo segundo merece una explicación.

Inés hacía unos quesos riquísimos que la señora prefería, motivando esto mil querellas como la mencionada. Eran de comerse frescos, pero tenían un término de treinta horas que la chica respetaba con veneración; y por esto aquel reproche asumió caracteres muy serios para Florencio.

Tres días después, como la coqueta no cediera, la escribió que se iba a envenenar; y ella, alarmada al verle tan triste y para evitar que lo hiciera durante el almuerzo, le respondió con amoroso sobresalto:

"Mi rico no fué uste ya sé adorado bien de mi alma, hoy en la mesa te daré si acaso llaman, y con esto recibe muchos besos de Inés".

Hizo con el papelito una cedulilla bien apretada y la guardó en el corpiño a la espera de una oportunidad.

Fabricaba hacía rato uno de sus quesos en la lechería, dando el último amansijo a la cuajada, cuando sintió pasos. ¡Los de él!... Con la cedulilla en la mano, agnardó palpitante, pero en vez del amado noviecito, apareció doña Catalina en persona.

La cedulilla rodó por entre los dedos de Inés sobre la pasta, que sus manos oprimieron con instintiva precipitación. Por fortuna no la había visto, y en cuanto se fuera...

Pero en vano retardó su obra. La vieja no se movió de allí, y como empezara a regañar por la tardanza, el queso entró en el molde y pasó a la despensa, sin que la infeliz hubiera podido retirar de sus entrañas el secreto de su amor.

¡Qué dos días aquellos! ¡Con qué ansiedad tentó una y mil veces la puerta de aquella nefasta despensa en procura de una remota casualidad! ¡Cuántos ingeniosos hurtos concibió! ¡Cuántas promesas hizo a los santos! Pero doña Catalina no candaba nunca en falso, y los santos suelen ser tan ocupados...

Por fin una noche, mientras servín a la mesa, la catástrofe se produjo. El ama trajo, con cierta prosopopeya de mal augurio, un nuevo queso que la señora se dispuso a cortar. (Era esto un capricho de golosa, harto honorífico para Inés, bien se comprende). Un buen queso ¿Sería ese?... No, no era, porque parecía más viejo; pero sí debía de ser, porque tenía una depresión en el borde...

El cuchillo entró lentamente... entró... entró... Desprendióse la tajada..... ¡Ah, qué satisfacción! ¡No era!

Pero al cortar el segundo bocado, la señora notó algo duro en la pasta, escarbó un poco, y el papel maldito apareció.

Tan insólito era aquello, que produjo un solemne silencio. La señora, con una calma fría, más terrible que las amenazas de los profetas, desdoblaba lentamente la cedulilla; y en ese momento la chica, desde el fondo de su anonadamiento, balbuceó al azar, con una voz en que desfallecían sollozos:

—Se me cayó del seno...

El papel acabó de desenvolverse.

Y ¡oh! cincuenta veces oportuno "Tyrothrix fiiiformis", y otras tantas sublime "bacterium lacti" , "bacillus butyrricus", y cuantos suculentos microbios, acedan, sazonan y maduran esas maravillas del arte caseoso: los ácidos de la fermentación habían decolorado la anilina, y sólo aparecían vagamente, en un matiz rojizo, palabras sueltas, sin ningún significado al parecer:

Mi i no us

adorado bien de mi alma,

en la mesa , s ca

llama, con sto ree

e os e es

Las cejas de la señora se fruncieron ante tan profanas palabras...

...Pero ¿qué cambio es ese en sus facciones? ¿Por qué mira ahora a Inés con enternecida benevolencia?

Es que acaba de dar con el secreto del involuntario criptógamo y comprende lo temerario de su sospecha.

En efect; ¿no correspondían exactamente esas palabras a la oración del noveno martes de San Antonio?

"Mi divino Jesús, único y adorado bien de mi alma, que en la mesa eucarística os llamáis, con justo derecho, el pan de los fuertes... ".

¡Chica ejemplar! Se pasaba copiando oraciones durante sus asuetos ¡quién lo creyera! ¿Reprenderla? Nunca: pues ¿a qué mayor gloria podía aspirar un queso?

Y desde entonces, bajo la advocación complaciente del beato paduano — mi patrón querido — qué besos, qué locos besos se dieron los chicos al almorzar.