Una emboscada

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Cuentos (1896) de Ángel de Estrada
Una emboscada
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
UNA EMBOSCADA


La barranca con altivez de sierra, erizábase de espinillos, luciendo helechos en las honduras de sus rincones de sombra. El capitán Monteros flanqueaba su mole para llegar al bosque, que en forma de herradura, ceñía su término. Cientos de loros, al parecer de fiesta, subían y bajaban entre chillidos, azulando sus plumas verdes en el zafiro de un cielo inmaculado. Un arroyo adquiría ímpetus de torrente, surgiendo de un precipicio con hervores de espuma, y luego, con transparencia fascinadora, serenábase contenido entre dos bloques de piedra.

Los soldados, atraídos por la pureza cristalina del agua, más que por la sed, bebieron á grandes sorbos, mojándose entre chanzas; deslizáronse después entre los sauces que se inclinaban mustios sobre el río, y llegaron á las selváticas enredaderas que, enlazaban el verdor sordo y viejo de los talas, al chillón y juvenil de los cocos. De pronto sintieron perplejos un agudo clarín que traía frío de muerte, seguido de repentina descarga; y ya á punto de correr, se estrecharon al son de la caja de Eusebio, que se irguió firme como su fibra de bronce.

—Esta si que es linda, mi capitán!!

—Silencio! —rugió Monteros— paso atrás!

Y empezó el desfile de doce hombres indefensos frente á casi un ejército. En el rostro del jefe se dibujaba una sombra, pues seducido por una temeridad que pudo ser fecunda, exponía á sus hombres á morir sin luchar, contra la invisible fuerza que convertía el bosque en boca de fuego. Poco le duró aquello. Creyó percibir una inmensa voz, de más allá del horizonte, traída por las auras perfumadas de trébol; y sus ojos despidieron viva luz, comunicando á Eusebio el vigor de un redoble electrizante.

Una bala dió en la boca del sargento; el negro tambor miró al amigo y pasó sobre el cadáver.

—¡Ah! canallas...

Su grito de amor, estrangulado por la rabia, ni se oyó siquiera, al son del toque formidable. Un momento más, y apareció el baluarte abandonado. Era un convento antiguo, que sentía pasar los años sin el regocijo de las pompas rituales; y con sus hornacinas misteriosas, calados rotos y campanas mudas, se antojaba meditando en una atmósfera de melancolía.

—Adelante... ¡Adelante!

La orden de Monteros, significaba retroceder hasta la ruina, que podía convertirse en asilo. La esperanza pasó por los ojos del grupo con su magia suprema; los proyectiles silbaban siempre implacables,

—Cambia el paso, que hacés equivocar.

Alguno que rió de la ocurrencia del viejo criollo, dejó su sonrisa á la muerte, mientras el negro batía la marcha agitándose como un inspirado. Era el númen de una raza, la voz de sus muertos, el himno y el clamor de sus glorias desconocidas, lo que vibraba en su alma, y estridente repercutía en el parche.

—Adelante, hijos míos.

La ternura embargaba la voz del capitán, conmovido por la noble, serena abnegación. Ya estaban á cincuenta metros del convento. ¿Qué les impedía correr á guarecerse? ¿Acaso esta acción amenguaría la gloria?.... Las auras llenas de trébol, pasaban siempre con el aliento de la pampa argentina.

Silbó terrible una granizada con algo de estremecimiento rabioso; hubo como el estallido de un corazón gigantesco que se pÁra; y en medio de abrumador silencio, Monteros se detuvo. Inclinado sobre el negro, la piedad heróica iluminaba su rostro, y parecía el Angel de las Batallas velando el sueño del soldado.

—Huye! —gritó al último compañero— huye! pero el otro quiso tenderle la mano, y cayó herido, murmurando: —todos. El sol agonizante bañaba la escena desde un mar de púrpura. La tarde caía como plácida bendición, prometiendo el reposo de la sombra. Monteros y el soldado, con los ojos llenos de angustia, miraron una cosa que brillaba entre ambos; era el reflejo de las chapas del tambor de Eusebio.

¿Lanzaría dócil á otras manos, sus augustos silencios, sus redobles de guerra, sus dianas de victoria?

—Hiérelo! —murmuraron los labios del capitán espirante. Y aun pudo el soldado hendirlo con su bayoneta y dejarlo inútil, mientras avanzaban por el terreno las tropas del bosque.