Una genialidad

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Tradiciones peruanas - Octava serie
Una genialidad

de Ricardo Palma


En el ejército de Salaverry había un grupo de treinta oficiales, poco más o menos, excedentes y sin colocación en filas. Eran los que en nuestra milicia se ha bautizado con el nombre de rabones.

Los rabones salaverrinos iban en las marchas siempre a vanguardia, y eran por consiguiente los primeros en llegar a los pueblos, donde cometían extorsiones infinitas. Cuando entraban las tropas, ya ellos se habían adueñado de los mejores alojamientos y matado el hambre y la sed. Con frecuencia recibía Salaverry quejas de los vecinos por los abusos y arbitrariedades de esta gente, hasta que fastidiado un día, llamó al jefe de Estado Mayor, don José María Lastres, y le dijo:

-Coronel, vea usted si encuentra manera de dar ocupación a esos tunantes. Reúnalos usted, califíquelos y con arreglo a sus aptitudes y méritos destínelos.

El jefe de Estado Mayor hizo concienzudo espulgo y escogió veinte, a los que como supernumerarios destinó en los cuerpos. Quedaron nueve o diez, y consideró peligroso y desmoralizador colocarlos en el ejército.

Al día siguiente le preguntó don Felipe Santiago:

-Y bien, coronel... ¿Qué ha dispuesto usted con los rabones?

-He colocado a veinte en el ejército; pero de los restantes, que son unos corrompidos, francamente, no sé qué hacer.

-¿De veras no sabe usted qué hacer con ellos?

-De veras, mi general.

-Pues, hombre, fusílelos.

-¡Fusilarlos, mi general! -exclamó asustado el jefe de Estado Mayor, sabiendo que Salaverry no era hombre de bufonadas.

-Sí, coronel, fusílelos, y fusílelos hoy mismo. La patria ganará deshaciéndose de oficiales indignos de la honrosa carrera de las armas, y que son militares, como pudieran ser frailes, por el pre y el uniforme, y no por el sentimiento del deber patriótico.

-Señor, que los mate el enemigo y no nosotros -arguyó Lastres.

Dios y ayuda le costó conseguir que Salaverry revocase la orden. Al fin dijo éste:

-Corriente, coronel; pero imponga usted a esos rabones la obligación de tomar un fusil y batirse como soldados, siempre que haya cambio de balas. Ya que no pueden servir como oficiales, que sirvan siquiera como hombres. Campo se les ofrece para rehabilitarse.

La genialidad del jefe supremo no se mantuvo tan en secreto que no llegara a noticia de los interesados. Convencidos de que arriesgaban la pelleja, reformaron un tanto su conducta, comportándose heroicamente en Uchumayo y Socabaya. Todos menos tres, en el espacio de diez días, murieron como bravos en defensa de su bandera y del caudillo que representaba la causa de la voluntad peruana.