Veinte días en Génova: 18

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XVII
Veinte días en Génova de Juan Bautista Alberdi
XVIII
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- XVIII -[editar]

Últimos recuerdos de Génova. -Santa Catalina de Fieschi: su capilla, su cuerpo conservado, su merecida canonización. -Hospital de Pammatone. -El «Manicomio», hospital de locos. -Un domingo en Rivarolo. -Arrendamiento de los palacios. -Bajo precio de las comodidades para el extranjero que lleva dinero. -Último día en Génova; postreras flores de hospitalidad. -Partida. -La noche en viaje. -La diligencia. -Pasaje por Novi; llano de «Marengo». -Alesandria. -Asti: patria y casa de Alfieri. -Los Alpes. -El «Dusino». -Moncalieri. -El Po. -Turín.


Hablaré de la última curiosidad, para dar fin, del último domingo y del último instante pasados en Génova. Estas tres cosas me recuerdan tres amables sujetos y tres atenciones recibidas por mi parte. Los actos de hospitalidad son bellezas morales del país, que la gratitud del viajero debe consignar siempre en sus apuntes.

Como no siempre el extranjero encuentra a mano sabios y arqueólogos por cicerones, le es necesario dejarse conducir a veces a donde se le quiere llevar y ver lo que se le quiere hacer ver. ¿Cuál de las preciosidades de Génova me haría usted visitar en estos días que me restan?, pregunté a mi amigo Barabino. -La más portentosa, contestome sin titubear. -Pero he debido verla ya: veamos ¿cuál es esa? -La momia de Santa Catalina de Fieschi. Una santa tan célebre, conservada con sus facciones y cuerpo intactos, era un espectáculo demasiado nuevo e interesante para mí, católico de creencia y nativo de un país que no es patria de ningún santo, para que dejase de aceptar la invitación con entusiasmo. En efecto, a las doce de ese día estábamos caminando hacia el hospital de Pammatone. Al lado de la iglesia de Santa Anunciada, hay una capilla que lleva el nombre de Santa Catalina de Fieschi, su fundadora, y está consagrada al depósito de los preciosos restos de esta santa. En el extremo opuesto en que está el altar principal, de mármol todo, conteniendo una bella estatua del santo crucifijo, se alza un encumbrado altar, sobre el cual descansa una caja cuadrada de cristal bajo la curvatura de un arco formado con rayos metálicos bañados de oro, que contiene el cuerpo de la santa; está extendido de espaldas, con el rostro, las manos y los pies desnudos; el resto del cuerpo vestido de soberbio raso blanco; los dedos de la mano derecha, que está sobre la izquierda, y ambas sobre el pecho, cubiertos de valiosos anillos. Una rosa colocada en la boca, oculta esta facción tal vez desfigurada por el tiempo. Consérvanse casi intactos sus pies y manos; y en los lineamientos de su frente dura todavía no sé qué gracia fresca, que acompaña al rostro de una mujer hermosa. Se alzan sobre la urna dos ángeles que coronan de consuno el corazón santo de la heroína. Cuatro estatuas en mármol de bellísimo estilo, representando diferentes ángeles, cercan el lecho brillante en que duerme la más noble de las mujeres nobles. Esta mujer mereció su canonización y es digna del culto de que goza. No la obtuvo por el ejercicio de una devoción externa, estéril a la humanidad, y que sólo cuesta el sacrificio del tiempo gastado en rezar y vivir en las iglesias. Noble de nacimiento, rica por condición, desertó su rango, sus relaciones, la mano ilustre de un noble consorte, para consagrarse a servir personalmente a los enfermos del hospital; y en esta ocupación verdaderamente santa, pasó y concluyó su vida de filantropía y de caridad; su vida de cristianismo y religión, digámoslo mejor, porque no hay cristianismo sino en la práctica de la caridad. Es el tipo de la verdadera santa; merece el culto del universo, y no habrá hombre, de cualquier creencia que sea, que no baje sus ojos con respeto ante su altar. Bien, pues, este corazón había nacido en Génova, tan inmerecidamente llamada inhospitalaria.

Hay pocos pueblos en efecto que excedan a Génova en el número y magnificencia de sus establecimientos de beneficencia y caridad costeados y sostenidos con donativos piadosos. El celo y pureza de su administración, la solicitud del servicio, la inteligencia que preside a su dirección, ha recomendado más de una vez estos establecimientos como modelos destinados a corregir el ejemplo de esas casas de inhumanidad, que, con el nombre de hospitales son, en países como los nuestros, antesalas precisas de los cementerios y panteones. He cruzado uno de los salones del hospital de Pammatone. La alegría, el aire de limpieza y conveniencia, lo blanco de los cortinados, no sé qué tono consolador de familia, circunstancias de una buena clínica, más necesarias que todos los medicamentos, daban a aquella casa el aspecto de un refugio de verdadera salud y resurrección. Este hospital contenía 850 enfermos, adolescentes casi en su totalidad de sífilis y pulmonía, las dos plagas que afligen a Génova, cuando el cólera está ausente.

El Manicomio, nuevo hospital de locos, edificio de colosales proporciones y maestra arquitectura, revela en su fundación más que un gran pensamiento de caridad, una alta idea médico filosófica sobre el tratamiento de las enajenaciones mentales. Contenía el día que le visité, unos 240 enfermos de distintos rangos y sexos. En el año precedente habían curado radicalmente y salido del hospital, a razón de 15 por ciento de personas. Cuenta como 600 alojamientos de los que una gran mitad se destina para los enajenados. Entre las causas más conocidas de la locura en Génova, figuran como más frecuentes las de orden moral y social.

El último domingo de mi residencia en Génova lo pasé en Rivarolo, pueblecito de campo que, en la ribera del poniente, sigue al de Sampierdarena. El señor Collano, socio de la casa del señor Grendi, uno de los primeros capitalistas de Génova, a quien estaba yo recomendado, llenando las atenciones de orden en honor de la casa americana que me introducía, me favoreció con una invitación para pasar un día en su casa de campo. Era ésta uno de los más modestos palacios situados en el valle de la Polcevera. Este edificio, compuesto de más de treinta piezas elegantes (bien entendido que nuestra elegancia arquitectónica es incapaz de dar idea de lo que esta palabra importa en Italia), con patios, jardines, glorietas, acequias, fuentes, viña y mil plantas frutales, costaba de arrendamiento anual al señor Collano mil doscientos francos, la mitad casi de lo que en la ciudad costaría el arrendamiento de uno de los más bellos. Los de la campaña (a dos o tres millas de Génova), arrendados con viñedos, dan casi siempre un buen producto. Las condiciones usuales con que se hace el trabajo agrícola en casos semejantes, consisten simplemente en tomar peones que se hagan cargo del cultivo de la viña y trabajen sin otra compensación que el permiso que obtienen del principal arrendador, de sembrar trigo y habas en su provecho; nunca faltan pretendientes que se reputan dichosos en conseguir este advenimiento. De este modo, una familia de medianas comodidades logra pasar una mitad del año en el campo, en magníficos alojamientos, que cuestan regularmente lo que producen. En la señora de Collano, tan joven y bella como su digno marido, traté una de las hermosuras de Génova y de sus damas más distinguidas. Como todas las de su sexo hablaba francés perfectamente, y en esta lengua sostuvo la conversación de todo el día con los distintos convidados. Terminada la comida, que, en Génova, como en toda la Europa adelantada, es frugal y breve, dimos un paseo por la cima de la colina que se levanta entre la Polcevera y la Turbela; dos torrentes sembrados en sus orillas de blancos edificios, que parecen aves descendidas a beber de sus aguas. Llegados a la iglesia de la Misericordia, situado en lo más alto de la colina, nos entretuvimos un bello rato en ver a los aldeanos que se reunían a oír la plática; en contemplar el delicioso país dominado por aquella altura, y en hacer preguntas a un profesor de lengua italiana, que sólo sabía contestar en el más rudo dialecto genovés. A poco rato dejamos aquellos lugares, aquellas gentes, aquellos asuntos de conversación que no debía volver a ver ni oír en mi vida. Así pasé el último de los tres domingos que residí en Génova. Hablaré ahora del último instante.

Después de una comida festiva y ligera en el Restaurant de Milan, último obsequio que mi compañero y yo recibimos de los señores Pellegrini y Monteroso, jóvenes abogados del más alto rango en saber y ciencia jurídica; después de tomar café a toda prisa en el Café de la Posta, partimos desde nuestro alojamiento, acompañados de nuestros galantes amigos, cargados de sus regalos literarios, hasta la oficina de la diligencia para Turín, cuya salida no quisieron esperar y nos metieron en un coche en que fuimos a aguardar la diligencia en un café de Sampierdarena donde recibimos sus amorosos y últimos besos de amistad. Prescindiendo del lado personal de este rasgo, se comprenderá que le he trazado sencillamente como un medio de dar a conocer con los colores de la verdad el espíritu de hospitalidad con que la juventud italiana recibe en su país las visitas que le envían las Repúblicas del nuevo mundo.

Eran las seis de la tarde, cuando desde el coche en que con nuestros alegres amigos, volábamos por la Strada de la ribera, dirigí la última mirada a la bahía en que había fondeado el Edén aquella noche, cercana todavía, de tantas ilusiones; contemplé por la última vez el suntuoso cuadro que desde ese punto ofrece la ciudad de mármol, y el agitado mar Mediterráneo, cuyas olas subían hasta la altura de las murallas en que se despedazaban. Internándome en Europa, me alejaba no sin tristeza de la ola benigna que me había traído a la Italia y debía restituirme un día a la patria.

El viaje en sí mismo, se me ofrecía lleno de colores. Primeramente la circunstancia de ser de noche, y una noche de verano y una noche de Italia. La diligencia anda incesantemente, sin que para ello se diferencie el día de la noche: sólo hay pausas momentáneas para mudar caballos, que siempre esperan prontos a la infalible diligencia. La sociedad y conversación de la diligencia, tiene su tono peculiar, como la del billar o el restaurant: es fácil, alegre, espiritual; y si hay mujeres mucho más, y si las mujeres son feas, más todavía. Esta última dicha tuve yo en mi viaje de aquella noche: la conversación italiana no cede a la francesa en gracia, agudeza y chiste. Hasta las dos de la mañana anduvimos por un camino que se prolongaba teniendo a la izquierda una alta colina casi vertical en su pendiente y a la derecha un valle profundo, por donde corre un torrente que a veces acerca sus aguas en la barranca absolutamente perpendicular, cuyo borde parece morder la rueda de la diligencia, desde cuyas ventanas son casi accesibles a la mano las cimas de los árboles que suben desde lo hondo del valle hasta el nivel del camino: el chasquido del látigo, el continuo rechinar de las piedritas que toma la rueda: el murmullo del torrente vecino, la luz de nuestros faroles que alumbraban el precipicio y las ramas verdes de los árboles, componían un cuadro que duró hasta media noche. De vez en cuando las linternas de la diligencia alumbraban las paredes de algún edificio antiguo, o de alguna aldea, situados sobre el camino. A eso de las tres de la mañana un vehemente chasquido del látigo, me despertó de una especie de amodorramiento en que a esa hora me había precipitado el sueño, que sin embargo no podía conciliar, y me hallé galopando por las calles de la famosa Novi. Allí, mientras se mudaban los caballos, en la taberna inmediata se oía la alegre algazara de los aldeanos que aún prolongaban su reunión. A Poco que anduvo la diligencia, cruzamos la plaza de Novi, donde corría una fuente de mármol, cuyas aguas vimos brillar a la luz de nuestros animados faroles. Despuntaba ya el día al salir de Novi; pero mi sueño más invencible que mi curiosidad, me hizo pasar casi dormido por el famoso puente, que Napoleón cruzó con los ojos bien abiertos por el subsidio de la derrota. Al salir el sol estábamos en la Spelletta, donde daba principio el llano de Marengo. ¡Qué bellas me parecieron, qué fértiles y graciosas se ofrecieron a mi vista en ese instante las llanuras del Piamonte! Desde mi salida de Buenos Aires, cuatro años antes, era la primera vez que veía un campo abierto y dilatado. Mi espíritu adquiría ensanche al verse fuera de montañas y sombras: todo era luz y claridad en el nuevo horizonte. A las cuatro y media de la mañana, ya con el sol alto, estábamos sobre la pequeña ciudad de Marengo, desde donde se extiende al Levante el campo de la famosa victoria de los franceses obtenida en... ¡Cuánta tristeza excitaron en mi alma aquellos solitarios y lindos árboles, esparcidos en la memorable llanura! Sin ser francés, no pude dejar de traer al pensamiento el día en que Napoleón, joven, lleno de esperanzas, dio a la Francia y a la Europa literal uno de sus mayores momentos de gloria y un gaje de esperanza y porvenir. ¡Cuántos franceses de corazón, en mi lugar, habrían derramado lágrimas al pasar por allí en aquella mañana en que Marengo se ofrecía tan verde y animada! No se ve ya la columna que denotaba el sitio en que murió Desais [...]

A las seis de la mañana almorcé en Alesandria, pequeña ciudad de aspecto triste. A las ocho estábamos en Felizan, donde por haber demorado tres instantes en beber agua, hubo de dejarme la diligencia a pie, si no le hubiese dado alcance después de una carrera de tres cuadras, en una breve elevación en que tuvo que retardar el movimiento, tal es la rigidez laudable con que allí están organizadas las postas y transportes de personas.

Comimos a la una en Asti, bonita ciudad fundada por Pompeyo, y que tiene la gloria de ser patria nativa de Alfieri. Al pasar por la contrada Maestra, el caballero Zoppi, noble de Alesandria, que se sentaba a mi lado en la diligencia, me hizo notar la casa en que nació el gran trágico; enfrentados a su puerta tomé el número de ella, que es el 154 de la calle indicada. La casa es alta, de dos pisos, revocada con arena y cal; posee una gran puerta de calle que hace respetable su aspecto. Hacía una o dos horas que, desde nuestra entrada a la llanura del Piamonte, divisábamos las cimas limpias y nevadas de los Alpes; el día estaba hermoso, y las famosas montañas parecían distar un paso.

A las cinco de la tarde dominábamos la altura del Dusino, punto de vista sin igual quizás, en toda Italia, por la magnificencia y amenidad del valle dominado por él, que, extendiéndose indefinidamente hacia el Levante, ofrece como un océano de blancas aldeas, de verdes campiñas y bosques graciosos.

Para el que ha visto las riberas de Génova y las pendientes de la Polcevera, nada tiene de sorprendente la colina de Moncalieri, con sus edificios de techo oscuro y triste, y sus plantíos de aire común. Al doblar por un costado de esta colina, que toma su nombre del pueblecito de Moncalieri, situado en su extremidad Norte, empieza la entrada a la ciudad de Turín, que como la de Génova, yendo por el mismo camino, tiene a un lado pendientes pobladas de vistosos edificios, y al otro el lecho del Po. Pasé este famoso río por el puente que da curso a la gran plaza en que termina la majestuosa calle que también tiene el nombre del Po. Entrados en el gran patio de la Posta, lleno de las gentes que esperaban amigos o parientes por nuestra diligencia, descendimos con la íntima confianza de que ni allí ni en todo Turín habría quién supiese siquiera nuestros nombres. Pero a dos varas de la puerta del carruaje, encontramos en el primer individuo que se encaró con nosotros, nada menos que a un íntimo amigo, nativo de Italia y largo tiempo domiciliado en Buenos Aires, el señor Ferrari, amable y excelente piamontés, que todos los jóvenes de Buenos Aires han conocido al cuidado y dirección del gabinete público de historia natural. Su sorpresa y gozo no fueron menos que los experimentados por nuestra parte con tan dichoso e inesperado encuentro. Es necesario conocer la generosa y franca efusión del carácter de este italiano, para medir el contento de que llegó a poseerse al ver en su poder a dos argentinos de su antigua estima y amistad, en el seno de su país de él y de sus comodidades, con quienes podía hablar del lejano país adoptivo, y gloriarse a su gusto haciéndoles admirar las bellezas de su brillante y lucida Turín, émula de París, a sus ojos cegados de patriotismo piamontés. Esperar al día siguiente para visitar exteriormente a la capital sarda, era demasiado esperar para nuestro Ferrari; así fue que no bien tomamos alojamiento en el restaurant de la Caccia Reale tomó posesión de nosotros dos; y sin permitirnos quitar un solo grano de polvo que cubría nuestros vestidos, nos sacó a recorrer las brillantes galerías de la calle del Po, nos hizo atravesar los salones dorados del café-palacio que lleva el nombre de San Carlos, inundados de la claridad del gas, y poblados de brillantes mujeres, y, asegurados sin medio de evasión por el uno y otro de sus brazos, mi compañero y yo fuimos conducidos y presentados en muchos círculos de damas, con la siguiente alocución: «Aquí tienen ustedes a los señores doctores americanos D. Fulano y D. Zutano»; dos nombres tan perfectamente desconocidos por allí como los primeros habitantes del Mogol y las dos figuras de aspecto menos doctoral que podía imaginarme. El hospitalario y generoso Ferrari prodigó en nuestras personas los más finos testimonios de su gratitud y amistad al país en que mediante su incansable laboriosidad, adquirió la bella fortuna de que hoy disfruta en el Piamonte: al italiano en todas partes he encontrado agradecido y cariñoso.