Metamorfosis o El Asno de Oro (Vega y Marco)/Libro X

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APULEYO

EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS)

Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco

Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?)


LIBRO DÉCIMO


[1] No sé lo que ocurrió más tarde con mi dueño, el jardinero. Cuanto a mí, el soldado que se ganó una soberana paliza por su mal genio, me hizo salir de la cuadra y se me llevó, sin que nadie se opusiera. Luego fuimos a su cuartel (por lo menos así me lo pareció) y sacando su equipaje lo cargó sobre mí. Y heme en camino adornado con un equipo militar de gran gala. Un casco de brillo deslumbrador, un escudo que era verdaderamente un espejo y una lanza notable por su extraordinaria longitud. De momento, esta última no era indispensable; sólo debía servir para asustar a las gentes que encontráramos en el camino, y fue colocada aitísticamente en lo alto de mi cargamento a guisa de remate, como suele hacerse en campaña. Después de recorrer diversas llanuras por un cómodo camino, llegamos a un pueblo y nos alojamos, no en una posada cualquiera, sino en la casa de un decurión. Recomendome a un criado y se apresuró a presentarse a su jefe, que mandaba un cuerpo de mil hombres.

[2] A los pocos días de nuestra llegada, cometiose en esta casa el crimen más horrible y atroz, que podáis imaginar. Ahora que lo recuerdo voy a referirlo. El señor de la casa tenía un hijo de esmerada educación, joven, virtuoso y de una modestia ejemplar, hasta el punto de que lo hubierais envidiado para hijo vuestro. La madre del mozo había muerto, hacía ya algunos años, y el padre contrajo nuevo matrimonio y tuvo con segunda mujer otro hijo, actualmente de unos doce años de edad. La madrastra, que dominaba a su marido, más por su belleza que por sus virtudes, cediendo a un espontáneo impulso de libertinaje o a una fatalidad que la incitaba a las mas viles indignidades, puso sus deseos sobre su hijastro. Ten en cuenta, lector, que ahora estás leyendo una tragedia, no una simple historia. Pisamos el terreno del coturno. La naciente pasión minó insensiblemente, al principio, el corazón de esta mujer y la combatió en silencio, limitándose sus efectos a un ligero rubor, fácil de disimular. Pero cuando la desordenada llama hizo presa en ella, sucumbió a los ataques del amor, que avivaba la violencia de su funesta pasión, y, fingiendo una intensa languidez, ocultó su herida del alma, pretextando una enfermedad del cuerpo. Nadie ignora que los signos de debilidad en la salud son exactamente iguales en los enamorados y en los enfermos: palidez mortal, mirada vaga, cansancio, sueño intranquilo, respiración fatigosa... Hubiérase creído, a no ser por las lágrimas que continuamente derramaba, que estaba presa de violenta calentura. ¡Dios mío! Médicos ignorantes, ¿qué significa este pulso agitado, este excesivo ardor, esta respiración penosa, estas palpitaciones de corazón frecuentes y periódicas? ¡Válgame Dios! ¡Cuán fácil era para el más profano en medicina, pero algo entendido en achaques de amor, diagnosticar el mal de una mujer que ardía sin tener calentura.

[3] Finalmente, no pudiendo dominar una pasión cada día mas desenfrenada, rompió su prolongado silencio y dispuso que le acercaran su hijastro. ¡Su hijastro! Este nombre la avergonzaba y hubiera querido quitarlo del hombre que lo ostentaba. El muchacho no vaciló en acudir al llamamiento de su madrastra enferma. Arrugada la frente por una tristeza que le envejece, se dirige a la habitación donde es esperado por la mujer de su padre, la madre de su hermano, para significarla una deferencia que nunca le regateó. Pero ella, torturada por el largo silencio, flota en un mar de incertidumbre. Las palabras que tenía preparadas para la entrevista, le parecen ahora impropias, el pudor la hace vacilar, no sabe cómo empezar y las palabras expiran en sus labios. El muchacho, que nada sospecha, le pregunta la causa de su enfermedad. Entonces, ella, que en el secreto de la entrevista halló una fatal ocasión, lanzose atrevidamente y derramando copiosas lágrimas; tapándose el rostro con las sábanas le dirigió con trémula voz estas lacónicas palabras: «La causa, el origen de mi actual malestar, a la vez que el único médico que puede intentar mi salvación, eres tú, sí, tú solo; tus ojos han penetrado por los míos hasta el fondo de mi corazón y han encendido en él horrible hoguera. Ten compasión de una mujer que muere por ti. No te detengan escrúpulos respecto a tu padre; sólo tú puedes conservarle su esposa; de lo contrario, moriré. Te amo con amor legitimo, porque en tus rasgos veo su imagen. Nuestro aislamiento debe darte completa confianza; ahora tienes ocasión para consumar un acto atrevido, pero necesario; y lo que nadie sabe es como si no se hiciera.»

[4] Esta criminal proposición, que no esperaba, turbó profundamente al joven, y aunque su primer impulso fue de horror creyó conveniente en vez de exasperarla con el rigor intempestivo de una negativa, calmarla y ganar tiempo con hábiles recursos. Prodigole, pues, grandes promesas; la exhortó largamente a tener confianza, a cuidarse, restablecerse, hasta que algún viaje de su padre les dejase libre el campo para el placer. Y se alejó apresuradamente de la repugnante presencia de su madrastra. Tan trascendental conflicto doméstico pareciole que requería los consejos de una delicada prudencia y para ello tomó consejo de su anciano maestro, hombre de mucha sabiduría. Después de larga deliberación decidieron que lo más acertado era una fuga inmediata para escapar de los riesgos de la tormenta. Pero la mujer, incapaz de sufrir dilación en sus deseos, había aconsejado traidoramente a su marido, con el más fútil pretexto, una visita a sus más lejanas propiedades. Y hecho esto, extraviada por su criminal esperanza, exigió la entrevista ofrecida a su culpable amor. El muchacho con varias excusas eludía esta execrable visita; pero comprendiendo ella que rehusaba él a cumplir su palabra, pasó, con espontánea volubilidad, de un detestable amor a un desenfrenado odio. Asociose con un repugnante esclavo de los que había recibido en dote, que no tenía igual en cuanto a infame. Diole cuenta ella de sus pérfidas intenciones y les pareció lo más acertado quitar la vida al infeliz joven. Mandó al malvado en busca de un activo veneno, lo disolvió perfectamente en el vino y lo destinó a dar la muerte a la inocente víctima.

[5] Pero mientras los dos monstruos deliberan sobre el momento más oportuno para ofrecer el brebaje, quiso la casualidad que llegase en aquel momento el menor de los hermanos, el propio hijo de la criminal mujer. Regresaba de sus clases de la mañana por ser hora de la comida, y sintiendo sed durante la misma, tomó aquella copa y tranquilamente la bebió de un solo sorbo. Apenas la hubo apurado cayó muerto. Su preceptor, asustado por el accidente ocurrido al niño, alborotó toda la casa con sus gritos y lamentos. Pronto reconocieron en la víctima el efecto de un veneno, y nadie sabía a quién acusar de tan espeluznante crimen. Pero la horrible hembra, ejemplo perfecto de la crueldad de una madrastra, mostrándose insensible a la trágica muerte de su hijo, a los remordimientos del asesinato y a tan gran infortunio doméstico, al duelo de su esposo y a la desolación de los fieles criados, sólo aprecia en este desastre una ocasión para su venganza. Mandó un correo a su marido, ausente todavía, para darle cuenta de la desgracia ocurrida en su casa. Regresó este precipitadamente, y su mujer, desempeñando su papel con inconcebible cinismo, acusa al hermano mayor de haber envenenado a su hijo. En cierto modo no mentía, pues el niño sustituyó con su muerte la destinada al mayor. Ella procuró hacer creer que el niño había sido envenenado porque su madre no quiso sucumbir a vergonzosas tentativas de lascivia ejercidas por el mayor sobre ella. No contenta con tan infame impostura, añadió que la había amenazado con el puñal si descubría sus criminales propósitos. Entonces el desgraciado padre llorando la doble muerte de sus hijos, cayó en el más vasto abismo de dolor. Ve el entierro de su hijo menor, y del otro sabe que, con la acusación de incestuoso y parricida, tiene contados sus días. Y además esta esposa que ama con demasiada ternura, le excita con fingidos lamentos a renegar de su propia sangre.

[6] Apenas terminadas las pompas funerales de su hijo, el infeliz anciano, derramando cálidas lágrimas y arrancando sus cabellos blanqueados con ceniza, dirigiose al sitio donde se administraba la justicia, y allí, con súplicas y lágrimas hasta postrarse a los pies de los decuriones (ignorante de la impostura de su infiel esposa), pidió con las más conmovedoras palabras la muerte del único hijo que le quedaba. Declara que es un hijo incestuoso que ha profanado el lecho paternal, un parricida que ha muerto a su hermano, un asesino que ha amenazado de muerte a su madrastra. Y en resumen, tal fue la simpatía y la indignación que con su desespero infundió al tribunal y al pueblo todo, que suprimiendo enojosos trámites y largas investigaciones acerca de las pruebas del crimen y los ambajes de una estudiada defensa, exclamaron unánimemente «que tra preciso lapidar públicamente a tan monstruoso criminal.» Los jueces, no obstante, por temor a su seguridad personal y para que la indignación publica no produjera una conflagración, creyeron del caso obrar con calma para evitar más tarde, en caso de error, la represión [¿reprensión?] del pueblo. Lograron que el juicio se instruyera según las reglas y costumbres establecidas; a saber: examinar previamente las razones aducidas por ambas partes y pronunciar luego sentencia judicial. Así no se daba ejemplo de un feroz salvajismo o de una despótica tiranía condenando sin oír la defensa, y se evitaba un peligroso escándalo que ponía en peligro la paz de que se disfrutaba.

[7] Prevalieron estos prudentes consejos y el pregonero público proclamó reunión de padres conscriptos en el Senado. Cuando hubieron ocupado cada uno el asiento que correspondía a su categoría, adelantose, a la voz del pregonero, el acusador. Y así oyó el joven acusado las imputaciones de que era víctima. A imitación de la ley ateniense y según las prácticas del Areópago, el ujier prohibió a los abogados de las partes exordios que excitaran la compasión... Si digo que ocurrió así es porque oí referirlo a varias personas que lo presenciaron. Por lo demás, ignoro los argumentos de que se valió el acusador, las refutaciones del acusado, las réplicas de la defensa... Estaba yo en mi cuadra muy lejos de allí y no pude oír nada y en vez de inventar me callo. Pero contaré lo que he averiguado positivamente.


Terminados los informes, decidiose que la certitud y evidencia de la acusación debían apoyarse en pruebas convincentes y no en simples conjeturas y presentar al tribunal, valiéndose de todos los medios necesarios, al esclavo que estaba en el secreto de lo ocurrido. El imbécil sin impresionarle tan grave sentencia, ni la contemplación de todos los senadores, ni los remordimientos de su conciencia, inventó una mentira que defendió como verdad. Según el, humillado el hermano mayor por las negativas de su madrastra, le llamó y le ordeno dar muerte a su hermano en venganza de las afrentas que le había infligido la madre; prometiole una gran recompensa si guardaba el secreto y le amenazó con la muerte si rehusaba hacerlo; preparó el acusado el veneno con su propia mano y se lo entregó luego para que lo presentara al niño, mas temiendo que el esclavo no se atrevería a hacerlo y guardaría la copa como prueba de convicción acabó por ofrecerla él mismo a su hermano. Esta declaración, de gran verosimilitud, hecha con fingida imparcialidad, fue de efecto decisivo.

[8] Ni un solo decurión vaciló, ante la evidencia del crimen, en pronunciar la sentencia de ser cosido dentro de un saco. Las papeletas, casi todas conteniendo los mismos conceptos, iban a ser echadas a la urna de bronce, según costumbre inmemorial, y una vez depositadas estaba decidida, sin apelación posible, la suerte del acusado. Su cabeza caería bajo el brazo del verdugo. En este momento uno de los senadores, venerable anciano, que gozaba de gran estimación y era sabio médico, cubrió con la mano el orifcio de la urna para detener la deposición de las papeletas y habló a la asamblea en estos términos: «Durante mi larga carrera he siempre merecido de vuestra parte una consideración que me ha honrado mucho; yo no he de permitir que se consume un maniliesto homicidio en la persona de un acusado con falsedad. No toleraré que la mentira de un miserable esclavo os haga perjuros a la palabra que tenéis empeñada de administrar justicia. Y yo no puedo hollar con mis pies el respeto que reclaman los dioses, mintiendo a mi conciencia y pronunciando una sentencia inicua. Oíd atentos cómo ocurrió el hecho.

[9] Este malvado, encargado de procurarse un activo veneno, vino a mi casa hace pocos días ofreciéndome por él cien escudos de oro. Dijo que era para un enfermo que lo necesitaba absolutamente, pues agobiado por incurable enfermedad quería sustraerse a los tormentos de la existencia. Algo sospeché con las razones del malvado. Me figuré que maquinaba alguna atrocidad, pero le di el brebaje y no quise recibir el dinero que me ofrecía, en previsión de lo que pudiera ocurrir.—Por miedo, le dije, a que alguna de estas piezas de oro sea falsa, las depositaremos en este saco, lo sellarás con tu anillo y mañana, en presencia de un corredor, las examinaremos. Le obligué, pues, a timbrar la suma, y hace un momento, cuando ha comparecido frente al tribunal, he ordenado a mi criado que fuese a buscar el saco en mi despacho y traerlo en seguida. Vedlo aquí; miradlo. Que se compruebe si el sello es el suyo. Ahora decidme, ¿cómo podéis culpar del veneno al hermano cuando fue el esclavo quien se lo procuró?»

[10] Al instante fue presa el malvado de inconcebible terror; sus saludables colores tornáronse mortal palidez y corría por sus miembros un sudor frío. Movía constantemente los pies sin saber en cuál apoyarse: rascábase la cabeza; balbuceaba con la boca medio abierta murmurando ininteligibles palabras de compasión, hasta tal punto que nadie, en conciencia, podía creerle inocente. No tardó mucho, sin embargo, en recobrar su sangre fría; negolo todo con gran cinismo y desmintió al médico. Éste, que además de sus escrúpulos de juez, se veía públicamente atacado en su honor, redobló sus esfuerros para reducir al infame. Finalmente, los ujieres, por orden de los magistrados, se apoderaron de un anillo de hierro que llevaba el esclavo en un dedo y lo compararon con el sello del saco. Esta comprobación corroboró las anteriores sospechas, y la rueda y el potro griego no tardaron en funcionar. Pero el obstinose en su negativa y nada lograron el látigo ni la hoguera.

[11] Entonces continuó el médico: «No sufriré, no, de ningún modo, que contra toda justicia sentenciéis a un hombre inocente, ni que este miserable, burlándose de nuestra justicia, escape a la pena que su crimen corresponde. Voy a daros una prueba palmaria de lo que sostengo. Al solicitar de mí el traidor esclavo un activo veneno no creí conveniente al decoro de mi profesión suministrar un medicamento mortal al primero que lo solicitase: pues nunca he olvidado que la medicina no ha sido instituida para quitar la vida al hombre, sino para mejorársela. Temí, por otra parte, que si no accedía a lo que me pedían, tal vez mi intempestiva negativa indujese a cometer un crimen, y que si este hombre estaba decidido a llevarlo a cabo podía prescindir del veneno y servirse del puñal u otra arma. Le di, pues, una droga; era el jugo soporífero de la mandrágora, jugo notable por su virtud narcótica, que produce un sueño exactamente igual al de la muerte. No es de extrañar que este desalmado, ante la indudable perspectiva del suplicio que le espera, según las vigentes leyes, soporte resignadamente las torturas a que le sometemos. Y si es verdad que el niño tomó la poción que yo preparé, vive, descansa, duerme; y, disipado en breve su letárgico sueño, renacerá a la luz del día. Si realmente ha muerto, proseguid con tranquila conciencia las pesquisas necesarias para esclarecer el crimen.»

[12] Así habló el anciano, con general asentimiento de la asamblea. Trasladáronse al sepulcro donde yacía el cuerpo del niño todos los senadores, los nobles y el pueblo entero con afanosa curiosidad. El padre del niño abrió con sus propias manos la triste sepultura. Acababa de terminar el estado letárgico y se levantó el muchacho de su lecho de muerte. Abrazole estrechamente en sus brazos y sin poder expresar con palabras la emoción que le dominaba, presentó su hijo al pueblo. El niño, envuelto aún un su funeral mortaja, fue llevado a presencia del tribunal. Entonces se manifestó hasta la evidencia la maldad del criminal esclavo, de la esposa, más criminal todavía, y la verdad apareció radiante. La madrastra fue condenada a destierro perpetuo, el esclavo fue crucificado, y el buen médico, por unámine consentimiento, embolsó las monedas de oro, pago del narcótico tan oportunamente administrado. Y el anciano padre vio acabar esta aventura, tan famosa como trágica, de una manera digna de la bondad de los dioses, pues en pocos instantes, mejor dicho en uno, él, que corría el riesgo de quedar sin hijo, se encontró otra vez padre de dos adolescentes.


[13] Ved ahora con qué alternativas me zarandeó el destino durante este tiempo. El soldado que supo comprarme sin habérselas con vendedor alguno y se apropió de mi persona sin aflojar la bolsa, viose obligado, por las necesidades de su profesión, a ir a Roma a llevar un mensaje al emperador, y con tal motivo me vendió por once denarios a dos hermanos, esclavos de un rico señor. Uno de ellos confeccionaba pasteles y golosinas, tortas de miel... El otro era cocinero, hábil en preparar excelentes manjares. Vivían juntos y me compraron para el transporte de las numerosas piezas de batería de cocina de su amo, que viajaba frecuentemente. Heme, pues, asociado como tercero en la fraternal compañía. Entonces pasé la época mas feliz de mi vida. En efecto, todas las noches, después de una cena sabrosa y suculenta, acostumbraban mis amos a llevar a su habitación algunas provisiones; tocino fresco, aves, pescado y otros manjares abundantes, y como postres, pastelillos, bizcochos, mazapán, tortas y un sinfín de confituras. Cuando salían para irse a los baños, entraba yo en su cuarto y me atiborraba con aquel maná caído del cielo, pues no era yo tan necio y tan asno que despreciase aquellos deliciosos bocados para ir a destrozarme el paladar comiendo heno.

[14] Durante algún tiempo, debo confesarlo, me salió bien la cosa porque obraba con mucho temor y prudencia, procurando no ser visto de nadie y evitar sospechas de toda clase. Pero poco a poco fui adquiriendo sobrada confianza y me comía los mejores bocados y me regalaba con lo más apetitoso, y algo debieron sospechar los dos hermanos cuando empezaron a manifestar viva inquietud. Lejos aún de sospechar de mí, dedicáronse a descubrir al autor de tales fechorias. Acabaron por acusarse mutuamente de desvergonzados ladrones. Observaron con gran diligencia, ejercieron activa vigilancia y llegaron a contar los manjares que guardaban. Por fin, uno de ellos, perdiendo ya la paciencia, dijo al otro: «En verdad que no es justo ni caritativo el que escamotees los más sabrosos bocados en provecho tuyo, vendiéndolos a uno y otro, y que luego pidas todavía la mitad de lo que dejas. Si nuestra alianza te disgusta, disolvamos la sociedad sin dejar de querernos como hermanos; porque bien ves que aumentando cada día nuestra mutua desconfianza acabaríamos por reñir y odiarnos.» «¡Vive Dios!, dijo el otro, que me felicito de ver tu osadía que llega a reprocharme faltas que sólo tú cometes. Tiempo ha que lo vengo observando y dolorosamente lo he guardado en secreto para no acusar a un hermano mío de indigna rapiña. Me alegro que hablemos ya en este tono. Pues bien, disimulemos ambos nuestro rencor para que no crezca la enemistad hasta convertirnos en dos Eteocles.»

[15] Estos reproches y recriminaciones llevaron a los dos hermanos a jurar que ninguno de ellos había cometido fraude ni latrocinio al otro. Decidieron investigar por todos los medios posibles al autor del hecho. «Porque, dijeron, no es de creer que sea el asno, y, no obstante, cada día desaparece lo mejor de nuestra mesa, y tampoco es de suponer que entren en nuestra habitación moscas tan enormes como eran las Harpías al saquear la mesa de Finea.» Entretanto, con un régimen de vida tan liberal, con un sustento tan, nutritivo, alcancé una corpulencia y una obesidad extraordinarias. una suave grasa curtía la aspereza de mi pellejo; mi pelo se había puesto limpio y reluciente. Pero mi excesiva gordura llamó la atención de los dos hermanos, que observaban, además, cómo todos los días quedaba intacta mi ración de heno. Recayeron, pues, sus sospechas sobre mí y a la hora acostumbrada fingieron irse a los baños, cerraron la puerta, como de costumbre, y por un agujero contemplaron los honores que hacía yo a su mesa. Al contemplar tal espectáculo, sin recordar el perjuicio que les ocasionaba, estallaron en formidable risa al ver la monstruosa sensualidad de su asno. Quadárouse maravillados. Uno a uno llamaron a toda la gente de la casa. «¡Ved, decían, qué asno tan estúpido! ¿habéis oído hablar nunca de semejante gollería?» Las carcajadas fueron tantas y tales, que llegaron a oídos del dueño, que por allí cerca acertó a pasar.

[16] Preguntó la causa de tanta risa, y una vez se la hubieron expuesto, aplicó un ojo al agujero de la puerta y echó a reír con tal violencia, que le dolía la barriga. Mandó abrir la puerta y acercándose a mí comprobó de cerca el fenómeno, pues yo, al ver que la Fortuna me presentaba la cara risueña y tranquilo interiormente al verles tan alegres, continué comiendo sin el menor cumplido. Finalmente, el dueño de la casa, encantado de tan nuevo espectáculo, mandó conducirme al comedor. Ordenó disponer una mesa y servirme gran variedad de platos. Yo ya estaba harto con las golosinas, pero a fin de caer en gracia y ganarme el interés del dueño, embaulé todo lo que me presentaron. Se calentaban la cabeza discurriendo los manjares que más podían repugnar a un asno, y para poner a prueba mi benevolencia me sirvieron comidas aderezadas con benjuí, mostaza, pescado de mar y salsas exóticas. Y la sala del festín resonaba con intensas carcajadas. Uno de ellos se atrevió a decir: «Ofreced una copa de buen vino a este camarada.» La proposición fue aceptada por el amo. «Muchacho, le dijo, no has tenido mala ocurrencia»; y dispuso que un criado lavase un vasito de oro y lo llenase de vino con miel. «Ahora ofrécelo a mi parásito y adviértele que, previamente, he bebido yo a su salud.» La espectaclón llegó a su más alto grado. Pero yo, muy tranquilo y sin emoción alguna, redondeé graciosamente la extremidad de mi hocico en forma de lengua y consumí mi libación de un solo sorbo. Levantose un grito unánime de admiración; todos me saludaban. [17] El dueño de la casa estaba loco de contento; llamó a los dos criados que me habían comprado y les regaló el cuádruple de lo que pagaron por mí. Confiome en seguida a su liberto predilecto, hombre de buena fortuna, y me recomendó a él con el más vivo interés. El liberto me trató con humanidad y dulzura, y para ganarse las simpatías de su patrono le explicaba mil monadas mías. Enseñome primeramente a sentarme a la mesa con el codo apoyado en ella; luego la lucha, y finalmente el baile, levantando las patas delanteras, y lo que fue más maravilloso aún, a suplir la palabra con pantomima. Cuando no quería una cosa movía la cabeza a derecha e izquierda; cuando aceptaba, la meneaba de arriba abajo, y cuando sentía sed miraba al despensero y se lo pedía guiñando alternativamente los dos ojos. Obedecía yo mansamente a estas maniobras. Verdad es que ya sabía yo hacerlo sin necesidad de maestro, pero temí que si lo hacía bien inmediatamente se alarmarían, verían en mí un funesto presagio, creerían que era yo un fenómeno, un monstruo, y me cortarían el pescuezo para regalo de los buitres.


Corrió por toda la ciudad la fama de mis habilidades y ello valió a mi dueño una reputación y notoriedad inmensas: «He aquí, decían, al amo del famoso asno; ha hecho de él su amigo y su comensal; es un asno que baila, lucha, comprende la palabra humana y expresa con signos sus ideas.»

[18] Pero antes de pasar adelante es preciso que os diga (y mejor hubiera sido decirlo ya antes) quién era mi dueño y de qué país. Llamábase Tiaso y era hijo de Corinto, capital de la provincia Acaya. Después de recorrer sucesivamente los honores que correspondían a su nacimiento y sus talentos, fue elevado a la magistratura quinquenal y para celebrar este acontecimiento con el debido esplendor prometió dar, durante tres días, luchas de gladiadores. Su munificencia no se limitó aquí, sino que aspirando a la más elevada, gloria y reputación, encontrábase entonces en Tesalia con el exclusivo objeto de adquirir las fieras más hermosas y los gladiadores más reputados. Estaban hechas sus compras y dispuestos sus planes; disponíase ya a regresar a su país. Pero en un punto despreció sus magníficos carros, no hizo el menor caso a los suntuosos tiros de animales salvajes y no se ocupó de sus yeguas tesalias, ni de sus caballos de la Gallia, tan estimados y tan caros. Todo fue sacrificado a mí; púsome un arnés de oro, una reluciente silla, una gualdrapa de púrpura, un bocado de plata, una cincha bordada y multitud de campanillas de agradable timbre. Era yo su montura favorita, y de vez en cuando me dirigía halagüeñas palabras, diciéndome, entre otras cosas, que se sentía feliz por haber encontrado en mí un companero de viaje y de mesa.

[19] Después de largo viaje, parte por tierra firme y parte por mar, llegamos a Corinto y todo el pueblo salió a recibirnos, no tanto (según me pareció), para rendir homenaje a Tiaso, como para conocerme a mí. Mi reputación creció de tal modo que el liberto que cuidaba de mí efectuaba un bonito negocio. Cuando algunos entusiastas se empeñaban en ver mis ojos, cerraba él la puerta y sólo les dejaba entrar uno a uno después de pagar precisamente una regular retribución. Este modus vivendi le producía un excelente salario. Presentose, entre los muchos curiosos, una distinguida dama, muy respetada y muy rica. Pagó su escote como los demás, para visitarme, y quedó encantada de mis mil y una monerías. De asidua admiración, pasó a inconcebible amor y sin intentar siquiera apagar tan extraña pasión, suspiraba ardientemente, Pasifae de un asno, oprimida entre mis brazos. Mediante una fuerte suma, obtuvo permiso del liberto para pasar una noche conmigo, y el pícaro, para sacar provecho de mi persona, sólo pensó en el lucro, y aceptó la proposición.

[20] Terminada la cena, salimos del comedor de mi amo y al llegar a mi habitación, ¿a quién encontré en ella? A la dama que me estaba esperando hacía rato. ¡Dios mío!, ¡qué escena ¡qué magnificencia! En un instante cuatro eunucos nos preparan un lecho en el suelo, con cuatro cojines llenos de mullida pluma. Los cubrieron cuidadosamente con un tapiz de púrpura tiria, recamado en oro, y por encima esparcieron unos cuantos almohadones de varias dimensiones, pero más pequeños que los cuatro anteriores; almohadones de los que suelen servirse las damas relamidas para apoyar la cabeza, codo... Luego, los eunucos, para no dilatar con su presencia la voluptuosidad de su señora, se retiran. La dulce luz de las bujías reemplazaba con blanca claridad las tinieblas.

[21] Entonces, la dama, quitose sus vestiduras, incluso el ceñidor que sostenía su bella garganta, y, colocándose junto a la luz, tomó de un frasco de metal una buena cantidad de aceite balsámico y se froto el cuerpo con él, perfumándome luego a mí abundantemente, especialmente en las narices y las piernas. Luego, abrazándome fuertemente y cubriéndome de besos me echaba los más tiernos requiebros, pero no como las cortesanas, cuyos favores son un vil comercio y los prodigan al primer comprador de ellos, si no con la vivacidad de la más sincera y violenta pasión: «¡Te amo! ¡Te adoro! ¡Muero por ti! ¡Sin ti no puedo vivir!...» y todo lo demás que dicen las mujeres para enamorarles y rendirles. Cogiome por la brida y me hizo tender cómodamente, según había yo ya aprendido, cosa para mí nada nueva ni difícil, sobre todo al hallarme después de prolongada abstinencia en los apasionados brazos de tan hermosa mujer. Previamente había yo hecho abundantes libaciones de excelente vino, y las deliciosas emanaciones del bálsamo me estimulaban vivamente a la voluptuosidad.

[22] Pero me inquietaba un escrúpulo: ¿cómo podía yo con mis largas y disformes piernas acercarme a tan delicada criatura y apretar con mis duros cascos unos brazos tan diáfanos que parecían hechos de leche y miel? ¿Cómo besar unos labios tiernos y sonrosados, destilando ambrosía, con mi boca, ancha, enorme, provista de dientes como adoquines? Finalmente, ¿cómo podría mi amante, a pesar del ardor que la devoraba, consumar tan desproporcionada unión? ¡Ay de mí!, decía yo; esta dama saldrá destrozada de mis brazos y me arrojaran a las fieras, contribuyendo así con mi persona al espectáculo que prepara mi amo. Ella, sin embargo, no dejaba de acariciarme con sus amorosas palabras, sus continuos besos y sus ardientes miradas. «Eres mío; decía a cada momento; serás para mí, pichón mío...» Y diciendo esto demostró que eran falsos mis prejuicios e infundados mis temores. Porque apretándome en estrecho abrazo me recibió entero, todo entero. Y cuando me retiraba yo para no darle sufrimiento, acercábase ella con frenesí y cogiéndome fuertemente nos confundíamos en íntimo abrazo. Llegue a creer, verdaderamente, que no bastaba yo a satisfacer su ardor y que no debió ser una fábula la regocijada boda de la madre del Minotauro con un toro. Después de una noche laboriosa, en que no cerramos los ojos un solo punto, la dama se retiró antes de llegar la luz del día para evitar sus indiscreciones. Pero antes de irse me contrató para la noche siguiente.

[23] Por lo demás, mi guardián le concedía de buena gana cuantos caprichos ella deseaba; en primer lugar porque remuneraba muy espléndidamente sus servicios, y en segundo porque así preparaba un espectáculo nuevo para su señor. Efectivamente, no tardó en describirle detalladamente nuestros amorosos combates, y Tasio, después de obsequiar al liberto con un soberbio regalo, me destinó a los espectáculos públicos.


Pero no podíamos contar con mi valiente amiga, por su elevado rango, ni con otra parecida. Se procuraron una desdichada criatura condenada a las fieras por los jueces, y ella fue quien debió figurar conmigo en el anfiteatro donde se reunía el pueblo. He aquí la historia de esta mujer, según oí contar. Habíase casado con un hombre cuyo padre debió salir para un largo viaje, dejando encinta a su propia mujer, es decir a la madre del recién casado, y exigió de ella que en caso de alumbrar una niña la hiciese morir inmediatamente. Durante su ausencia nació una niña, pero siendo más poderoso el amor maternal que la obediencia conyugal, entregó la madre la niña a unas vecinas para que la cuidaran. Llegado su esposo le hizo saber que había tenido una niña que mató al nacer. Llegó esta niña a la edaad núbil y hubo que pensar en casarla, pero la madre no podía procurarle el dote que requería su nacimiento. Todo lo que podía hacer era descubrir el misterio a su hijo pues temía que éste, arrebatado por el ardor de la juventud, llegase a seducir a su hermana, puesto que no se conocían. Como era un muchacho de obediente carácter, supo conciliar el respeto a su hermana con la complacencia a su madre, y guardando un discreto silencio sobre este secreto de familia, no demostró a su hermana más que una cordial amistad; pero decidido a favorecerla en cuanto reclamaba la voz del parentesco. Como he dicho, había sido abandonada en casa de unos vecinos y él la recogió como protector en la suya, y más tarde, al casarla con un su amigo, que quería entrañablemente, diole del propio peculio un considerable dote.

[24] Pero esta noble conducta, estas edificantes intenciones, no escaparon a los embates de la caprichosa Fortuna. Ésta provocó en el alma del hermano una cruel rivalidad, pues pronto su mujer, la que precisamente estaba dispuesta para las fieras por este crimen, creyó ver en la muchacha una rival que le disputaba su lecho y la sustituía. De las sospechas pasó al odio y acabó por buscar ocasiones en que acabar con ella. Ved ahora el criminal procedimiento que siguió. Quitó la sortija a su marido y se fue al campo, y, desde allí, envió a un criado que le era muy afecto, aunque no tanto a la Fe, con esta orden: «Di a la muchacha que mi marido se ha ido al campo y que le suplica que vaya a reunirse con él, cuanto antes y completamente sola.» Y para que no concibiera sospecha alguna, antes de ponerse en camino debía enseñarle la sortija robada al marido. La presentación de esta prueba debía dar verosimilitud a sus palabras. La muchacha, obediente a las órdenes del que sólo ella sabía que era su hermano, y engañada por la sortija, apresurose a ir a su encuentro sin compañía alguna, según le mandaban. Pero todo ello no era más que una celada preparada por la infame esposa de su hermano. En sus arrebatados celos la mandó desnudar completamente y la azotó a latigazos. Por más que la infeliz se lamentaba y declaraba en alta voz, como era verdad, que ella no era concubina y que este desenfrenado furor era infundado, pues eran hermanos, su cuñada la increpaba llamándola embustera e hopócrita. Acabó por colocarle entre las piernas un tizón ardiendo y la hizo morir entre los más crueles tormentos.

[25] Desolados por tan lamentable muerte, acudieron presurosos el hermano y el marido y después de ofrecer a la víctima el tributo de su dolor y sus lágrimas, cumplieron con los fúnebres deberes propios del caso. Pero el joven sintió tanto dolor e indignación por el fin trágico de su hermana, que no pudo soportarlo: apoderose de él una profunda pena, inflamose su bilis y cayó en un profundo delirio seguido de ardiente calentura, de modo que necesitó los cuidados de un enfermo de gravedad. Su mujer, que había ya perdido su título de esposa, como antes perdió su fidelidad, fue en busca de un médico de notoria perfidia, famoso ya por sus maldades y los nobles trofeos de sus asesinas manos. Prometiole ella cincuenta mil sestercios si le procuraba un sutil veneno con que dar muerte a su marido. Cerrado el trato, fingieron tener necesidad, para refrescar las emrañas del enfermo y purgar su bilis, de esta poción por excelencia que los profesionales llaman poción sagrada. Pero en vez de ella prepararon otra que sólo es sagrada para mayor honra y gloria de Proserpina. En presencia de la familia y de algunos amigos, el médico presentó al enfermo el brebaje honradamente preparado por la misma mano.

[26] Pero la audaz mujer, queriendo desembarazarse a la vez del cómplice de su crimen y rescatar la suma prometida, tomó la copa delante de todo el mundo y dijo: «No, ilustre médico; no quiero que deis a beber esta poción a mi querido esposo, sin que antes la probéis vos mismo. ¿Qué seguridad tengo yo de que no contiene algún fatal veneno? Y además esta precaución no puede ofender a un personaje tan prudente y sabio como vos ¿No es natural que una amante esposa se interese por la salud de su marido, rodeándole de todos los cuidados posibles?» La extraña y desesperada proposición de la mujer puso al médico fuera de sí. Perdió su sangre fría y sin el tiempo necesario para rellexionar, en tan apurada ocasión, antes que la turbación o la inquietud de la abominable mujer diese origen a sospechas de su culpabilidad, bebió una porción del brebaje. El enfermo, con esta seguridad, bebió el restante. Consumado en esta forma el atentado intentó el médico regresar rápidamente a su casa para neutralizar con un antídoto los temibles efectos del veneno que se había administrado, pero fiel tenazmente al malvado plan que empezaba a desarrollarse, no permitió la horrible mujer que se separase de ella un solo paso. «Esperemos, decía, a que el brebaje se haya esparcido por todo el1 cuerpo y permita reconocer con evidencia los salutíferos resultados de esta medicina.» Tras de grandes esfuerzos y fatigada por fin de las reiteradas súplicas del médico, le permitió irse. Pero el veneno había ya obrado sordamente en las entrañas del infeliz y había atacado ya sus principios vitales. Gravemente enfermo y sumido en mortal sopor arrastrose hasta su casa con penosa dificultad. Apenas llegó a tiempo para explicar lo ocurrido a su mujer y recomendarle que, por lo menos, reclamase la recompensa prometida; en seguida, herido por la violencia del mal, exhaló su ultimo suspiro el virtuoso discípulo de Esculapio.

[27] El enfermo no le sobrevivió y, en medio de las hipócritas lagrimas de su mujer, sucumbió trágicamente. Después de sepultado y pasados los días que se consagran habitualmente a los obsequios fúnebres, presentose la mujer del médico, pidiendo el premio del doble asesinato. La viuda, guiada siempre por su perfidia y mala fe, la recibió en afectuosos términos. Después de mil protestas, prometió entregarle en breve la suma convenida, pero para ello era preciso que le proporcionara una nueva cantidad de aquella poción para terminar, según dijo, la comenzada empresa. Cayó la esposa del médico en la infernal celada y para no enemistarse con tan opulenta señora, trajo en seguida de su casa el veneno que le pedía. La malvada, multiplicando sus crímenes, lleva sus homicidas manos a todo lo que la rodea.

[28] Había tenido de su marido una niña, actualmente de corta edad, a quien las leyes legaban una importante parte de la herencia paterna, y esto contrariaba a la madre. Ella quería el patrimonio entero para sí y conspiró, para ello, contra la vida de la niña. Después de informarse de que las madres, aunque se trate de un crimen, heredan al hijo muerto, mostrose cruel madrasta como antes fue indigna esposa. Y durante un festín al que convidó a la viuda del médico, propinó a ambas el veneno. La pobre niña, delicada y sin resistencia, sucumbió en pocos momentos al mortal brebaje. Pero la mujer del médico, mientras el infernal licor trazaba un surco mortal en sus entrañas, llegó a sospechar la verdad. Pronto los intensos dolores de la agonía disiparon su incertidumbre. Tuvo fuerzas aún para llegar a la casa del gobernador e implorar justicia. Juntose el pueblo alrededor de esta mujer que anunciaba grandes revelaciones y al punto el magistrado le ordenó prestar declaración. Apenas hubo empezado a relatar detalladamente las atrocidades de la sanguinaria mujer, una espesa nube veló súbitamente su razón. Diole un vértigo, sus labios entreabiertos se comprimieron; rechinaban sus dientes y por fin cayó exánime a los mismos pies del gobernador. Éste, magistrado muy experto, no quiso diferir el castigo que merecía la envenenadora por tan execrables crímenes. Mandó traer a su presencia las criadas que tenía a su servicio, y sometiéndolas al tormento las obligó a que declarasen la verdad. En cuanto a ella, aunque merecía mucho más, como no era posible imaginar un suplicio digno de sus crímenes, la condenaron a ser arrojada a las fieras.


[29] Tal era la mujer con quien debía yo contraer públicamente matrimonio. Y esperaba yo el día de la ceremonia con mortal angustia. Mil veces, en mi error, imaginé quitarme la vida antes que mancharme con el contacto de esta repugnante hembra, o sufrir la infamia de un espectáculo público. Pero privado de manos, de dedos, con un casco redondo y torpe, no podía yo empuñar una espada. Sólo le quedaba un recurso a mi extrema desgracia; me consolaba una lejana esperanza; iba a renacer la primavera, el campo se esmaltaba ya con las riquezas de Flora y los prados se vestían con deslumbradoras joyas. Muy pronto, rompiendo su cárcel de espinas para exhalar deliciosos perfumes, iban a abrirse las rosas que debían reintegrarme a mi primitiva forma de Lucio.


Llegado el día destinado para los juegos, condujéronme con solemne pompa, por entre la multitud, a la puerta del anfiteatro. Mientras preludiaban el espectáculo con danzas y escenas coreográficas, regalábame yo, fuera del local, con el verde césped que tapizaba sus alrededores, y de vez en cuando echaba una curiosa mirada al espectáculo por la puerta, que dejaron abierta. El golpe de vista era admirable. Con efecto, muchachas y donceles en plena adolescencia, tan hermosos como elegantes en sus vestiduras, danzaban con suave ritmo la pirríquica de los griegos. Las más sabias disposiciones presidían a sus graciosos ejercicios. Unas veces formaban un círculo parecido a una gran rueda, otras los anillos de una cadena oblicua; luego se juntaban en batallón cuadrado, para separarse más tarde en dos escuadrones. Después de ejecutar en sus movibles evoluciones toda clase de figuras, anunciaron las trompetas que terminaban las danzas. Inmediatamente se replegaron las colgaduras, corriose la cortina y apareció el escenario.

[30] El teatro representaba un bosque en la famosa montaña que el poeta Homero cantó con el nombre de Ida. Era de gigantescas proporciones y cubierta de plantas y verdes árboles hasta la cumbre. Nacía una fuente que se esparcía por sus laderas en límpida corriente. Algunos rebaños comían la tierna hierba. Veíase a Paris, el pastor frigio, con su manto caraterístico, de flotantes pliegues. Desempeñaba este papel un muchacho ricamente vestido cubierta su cabeza con una tiara de oro y simulando que guardaba el rebaño. Salió luego un precioso niño, completamcute desnudo, excepto el hombro izquierdo, que estaba, cubierto con una clámide. Sus rubios y ensortijados cabellos atraían todas las miradas y por entre sus bucles asomaban dos pequeñas alas perfectamente iguales. El caduceo y la varilla le daban a conocer: era Mercurio. Avanzó al compás de una danza, llevando en la mano derecha una manzana de oro que entregó a Paris. Explicole mímicamente la misión que le imponía el padre de los dioses, y después de ejecutar encantadoras danzas se retiró. Apareció entonces una muchacha de aire majestuoso que representaba a Juno. En efecto, ceñía su cabeza una blanca diadema y empuñaba un cetro. Entró otra bruscamente y se vio sin dificultad que representaba a Minerva, pues cubría su cabeza con un brillante casco, cubierto a su vez con una corona de olivo; llevaba la égida, blandía lanza y su aire era marcial.

[31] Después de ellas se presentó una tercera beldad; sus incomparables destellos, la gracia que animaba su divina persona, indicaban claramente que era Venus. Era Venus virgen. Sin velo alguno ostenta las admirables perfecciones de su cuerpo. Porque si bien una ligera gasa oculta los más secretos, el curioso céfiro, en sus retozones caprichos, se divierte amorosamente en separarlo y dejar a la vista el capullo de la naciente rosa. Otras veces con su soplo imprime fuertemente la gasa sobre los miembros de Venus, dibujando sus voluptuosos contornos. Dos colores llaman vivamente la atención al contemplar la diosa: el alabastrino de su cuerpo, debido a su celeste origen, y el azul de sus vestiduras, que sacó del seno de los mares. Las tres muchachas representantes de las tres divinidades van acompañadas de sus respectivos cortejos. A Juno la siguen Cástor y Pólux, llevando cascos ovales, con estrellas en la cimera; los dos hermanos son también interpretados por jóvenes actores. Juno, a los variados acordes de una amorosa flauta, se adelanta con sosegado gesto y sin afectación, y con noble mímica, promete a Paris, si le concede el premio de la belleza, concederle el dominio de toda el Asia. Minerva lleva por escolta dos muchachos que representan el Terror y el Miedo. Fieles escuderos de su marcial diosa, van armados con desnudas espadas. Un tocador de flauta tocó a su lado en el modo dórico una marcha bélica, que con combinación de tonos graves y agudos imita la trompeta y da aliento a la diosa para ejecutar su danza. Agitando la cabeza, lanzando amenazadoras miradas, adelantose rápidamente y expresó con sus gestos a Paris que si le adjudicaba la palma de la hermosura lograría, por su protección, ser el más inmortal guerrero.

[32] Pero toda la asamblea muestra sus simpatías en favor de Venus. Avanzó ésta hasta mitad de la escena, rodeada de numerosos niños, y allí se detuvo, dibujando en su divino rostro la más agradable y dulce sonrisa. Los Cupidos, de miembros redondeados y blancos como la leche, parecían llegar en aquel momento del fondo del mar o del cielo. Sus diminutas alas, sus pequeñas flechas y todo su traje entero armonizaba maravillosamente con su carácter, y como si su señora se dirigiese a un banquete nupcial, iluminaban sus pasos con deslumbrantes antorchas. Derramose luego como una ola un encantador enjambre de niñas; aquí las lindas Gracias; allí las hermosas Horas. Unas y otras, lanzando guirnaldas de flores y deshojando rosas, procuraban complacer a su diosa, formando hermosas cadenas y ofreciendo el homenaje de los tesoros primaverales a la reina de la voluptuosidad. Pronto las flautas dejaron oír aires lidios que llenaron el alma de los espectadores de deliciosa suavidad, y con mayor suavidad todavía empezó Venus su danza. Sus primeros pasos son lentos e indecisos, pero las ligeras ondulaciones que empiezan a dibujarse en su talle llegan insensiblemente hasta su cabeza y sus delicados movimientos siguen el ritmo acariciador de las flautas. Tan pronto deja caer levemente sus párpados para comunicar un dulce destello a su mirada, como la transforma en viva, penetrante, arrebatadora, y a momentos seduce la danza a sus ojos. Llegó a la presencia del juez y según le extendió los brazos pareció prometer a Paris, si la prefería a las otras diosas, darle una esposa cuyos maravillosos encantos igualarían a los suyos propios. El joven frigio no tuvo valor para titubear; le presentó la manzana de oro y decidió en su favor la victoria.

[33] ¿Cómo extrañar, pues, viles criaturas, pécoras del foro, o, mejor, buitres togados, que todos los jueces vendan hoy su conciencia a precio de dinero, si en los orígenes del mundo ya recayó, entre los dioses, una sentencia falseada por el favor? ¡Y era, sin embargo, la primera que se dictaría! Y téngase en cuenta que el gran Júpiter eligió para árbitro un campesino, un pastor; lo que no fue obstáculo para que éste vendiese su conciencia por un ensueño de amor, precipitando con ella su raza entera a la perdición. ¡Pero, por Hércules! ¿No se vieron más tarde sentencias parecidas a ésta, pronunciadas por los ilustres jefes de los ejércitos griegos? La falsa acusación que sirvió para condenar como traidor al hábil y prudente Palamedo; el sacrificio de una aguerrida potencia militar a los escasos méritos de Áyax, favorito de Júpiter... ¿Y cómo se ha de calificar aquella sentencia que dictaron los atenienses, aquellos sabios legisladores, aquellos maestros en toda ciencia? ¿El anciano cuya sabiduría divina fue proclamada, por el oráculo de Delfos, superior a la de todos los mortales, no sucumbió a la sagacidad y a los celos de una detestable facción? ¿No fue acusado de corruptor de la juventud, siendo así que la instruía y refrenaba, y condenado a beber el jugo mortal de una hierba venenosa? Por lo demás, esta infamia arrojó una mancha de eterna ignominia sobre sus conciudadanos, puesto que aún hoy día, los más excelsos filósofos siguen sus doctrinas como las más santas entre todas, y, cuando desean fervientemente alcanzar algún beneficio, invocan su nombre. Pero para que nadie condene esta explosión de ira y no se diga a sí propio: ¿a qué conduce estar soportando las diatribas filosóficas de un asno? vuelvo donde estaba y continúo mi narración.

[34] Terminado el juicio de Paris, Juno y Minerva salieron del escenario, confusas y disgustadas, indicando con la mímica la indignación que les causaba el fallo. Venus, por el contrario, sonriente y satisfecha, expresó su contento entregándose a la danza con todo su cortejo. De pronto, de una oculta fuente en lo alto de la montaña, manó una vena líquida. Era vino con azafrán disuelto, que cayó en perfumada lluvia sobre los rebaños que allí se apacentaban, de manera, que por una magnífica metamorfosis, cambiaron la blancura de su vellón en el color del oro. Y una vez quedó perfumada la vasta sala, hundiose la montaña entera debajo del suelo. Adelantose entonces un soldado para pedir, a solicitud del pueblo, que trajeran de la cárcel pública a la mujer que había sido condenada a las fieras, según antes expliqué, y que estaba destinada a contraer conmigo un famoso himeneo. Estaban arreglando ya nuestro lecho nupcial, reluciente, de marlil de la India y dispuesto con muelles cojines de pluma, cubiertos de labradas sedas. Pero yo, además de la vergüenza que me causaba efectuar tan delicado acto en público y además de mi repugnancia a aquella mujer, por sus nefastos crímenes, me inquietaba, especialmente, el temor a perder la vida, y hacía entre mí las siguientes reflexiones: ¿Si en mitad de nuestros abrazos y amorosos transportes sueltan una fiera contra la mujer, es probable que el animal tenga suficiente prudencia, talento, educación y sobriedad para que después de devorar, o antes, a la condenada mujer, no las emprenda contra mí, que soy inocente?

[35] Así, pues, no sólo me inquietaba el pudor, sino mucho más el instinto de conservación, y mientras mi maestro de habilidades se ocupaba atentamente en arreglar la cama y los criados organizaban la escena de caza, di rienda suelta a mis reflexiones. Por otra parte, no ejercían vigilancia alguna sobre un asno tan manso, como yo. Insensiblemente fui decidiéndome a la fuga, me acerqué disimuladamente a la puerta y hui disparado. Después de galopar seis millas sin resollar, llegué a Cencras, la más hermosa colonia de los corintios, bañada a la vez por el mar Egeo y el golfo Salónico. Presenta esta ciudad una espaciosa rada al abrigo de los temporales y su puerto es muy animado. Pero procuré evitar la multitud y escogiendo un lugar solitario en la playa, junto a la rompiente de las olas, tendime tan largo como era sobreuna muelle capa de arena, dando así descanso a mis fatigados miembros. Febo había ya conducido su dorado carro a los últimos confines del horizonte, y a favor de la calma del crepúsculo quedé sumido muy pronto en las dulzuras de un profundo sueño.