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A Magdalena

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A Magdalena
de Clemente Althaus
Mi nodriza


No, porque la noche fría
tu africana faz vistiera
con el color que la blanca
altiva estirpe desprecia,
fue menor nunca el afecto
con que te amé, Magdalena,
(que cual la tez no escondías
el alma por dentro negra,)
ni es menor mi pena ahora,
o el llanto es menos que riega
mi mejilla, y que me arranca
de tu fin la triste nueva:
tu fin que un lustro a tu amante
hijo adelantó la ausencia,
sin que pudiera volverte
así en tus horas postremas
los amorosos cuidados
que te debí en mis primeras;
sin que tus amados restos
a la mansión sempiterna
acompañara, o en llanto
bañara tu humilde huesa.
Tú también eres mi madre,
tú que mi niñez enferma
sustentaste un año entero
con la sangre de tus venas;
tú que, partiendo conmigo
el amor de tu hija mesma,
a ella y a mí nos amabas
con igualdad tan perfecta,
que tan sólo declaraba
del color la diferencia
ser ella hija de tu sangre,
yo sólo de tu terneza;
tú, que de la noble y santa
caridad imagen eras,
cuando su blanco sustento
a un pecho yo, mientras ella
al otro pecho, exprimía
con boca asida y sedienta,
o cuando del diestro brazo,
dándote amor fortaleza,
era yo peso querido,
y del otro tu hija lo era.
¡Cuántas veces con mi llanto
te despertaste inquïeta!
¡Cuántas de mi cuna al lado
pasaste la noche entera,
sin dar al sueño un instante
tu fatigada cabeza;
o tal vez entre tus brazos,
cuna más blanda que aquélla,
me arrullabas y mecías,
y antiguas canciones tiernas
con baja voz me cantabas,
hasta que yo me adurmiera;
sin que jamás se agotase
el caudal de tu paciencia!
Tan solícitos cuidados,
tal ternura, tantas penas,
¿Con qué premio jamás pude
en parte corresponderlas?
ni ¿qué valió el que la dulce
libertad luego te diera,
(que aún afrentaba o mi patria
de la esclavitud la mengua)
Si, siendo libre cual todos,
por ley de naturaleza,
te volví lo que era tuyo,
dejando intacta mi deuda?
estimar tan sólo pudo
excesiva recompensa
lo que solo era justicia
tu gratitud lisonjera.
Ni, porque quisiste un tiempo
dejar a casa materna,
de mí te olvidaste nunca,
ni me faltaron las muestras
de tu amor: aún me parece
que con raudos pasos entras,
y que yo a tu encuentro vuelo,
y que a tu seno me estrechas
y me das mil dulces nombres
que aún hoy en mi oído suenan;
y luego a mi ansiosa vista
aún me parece que enseñas,
ya gracioso juguetillo
que mis miradas alegra,
ya sabrosa golosina,
de menos dulzura llena
que las caricias y extremos
con que la das y presentas.
¡Oh corazón generoso!
Vez ninguna se me acuerda
en que, de dones desnuda,
a tu Clemente a ver fueras,
que del óbolo postrero
se privara tu pobreza,
antes que el presente usado
faltara a tu larga diestra.
Perdona, oh madre, perdona,
si mi condición soberbia,
por tu ternura engreída,
pudo en su cólera ciega
olvidar favores tantos
con la ofensa más pequeña;
perdona, si tal vez pudo
la injuriosa fácil lengua
ser ocasión de tu llanto
y de tus humildes quejas.
Sabe el cielo, sabe el cielo
con cuánto dolor me pesa;
él es testigo del hondo
desconsuelo que me aqueja,
al ver que negarme quiso
de mis hados la crudeza
el que, postrado de hinojos
a tu humilde cabecera,
te pidiera arrepentido
el perdón de mis ofensas;
y de tus amantes labios
escucharle mereciera,
de esos labios que no espero
que jamás a hablarme vuelvan.
Mas, ya que consuelo tanto
me negó la suerte adversa,
blandos reciban tus manes
de aqueste canto la ofrenda:
él por mi perdón te pida,
él por mi perdón merezca;
la antigua deuda del hijo
pague siquiera el poeta;
y, si han de pasar mis cantos
a las gentes venideras,
en ellos, oh mi nodriza,
tu humilde nombre se lea.


(1860)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)