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Además del frac/Capítulo I

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Capítulo I

Al buen amigo, al buen poeta Joaquín Alcaide de Zafra


Fumaba un magnífico cigarro, rubio y esquinoso y escogido, de quince centímetros. Estiróse el marsellés y el pantalón de punto, se inclinó ligeramente más hacia la izquierda, el cordobés y siguió para el casino. El caballo se lo llevaría Froilán a cosa de las once.

Era hermosa la mañana. Al sol, en la puerta del casino, estaban ya fumando y discutiendo Badillo, Cartujano, el secretario, el boticario, Pangolín y Atanasio Mataburros. José de San José llegó y tomó su silla. Por un rato escuchó, golpeándose las espuelas con la fusta. Sonreía. No sólo advirtió que Cartujano, con la presencia de él, tomaba vuelos, sino que pudo asimismo advertir de qué manera, por respeto a él, los demás cedían un tanto en su alborotada oposición de democracias.

¡Coile! ¡Nada menos que peroraba hoy de socialismo este Badillo! ¡Qué barbaridad!

José de San José, aunque le notó ante él desconcertado, le dejó disparatar un cuarto de hora. Luego le atajó:

-Hombre, Badillo... ¡no sea usted criatura! ¡Los hombres serán siempre como son! ¡Distintos, desiguales... unos tuertos y otros ciegos, unos buenos y otros malos!... En la Historia no hay otro caso de intento social igualitario, de amor libre, sobre todo, que el de los mormones... y... ¡ya ve usted!

-¿Qué?

-¡Que... nada! ¡Que va ve usted!

No veía nada Badillo, aunque se quedó con los ojos y la boca muy abiertos.

José de San José comprendió que no habrían oído nunca, ni Badillo ni ninguno de estos otros desgraciados, hablar de los mormones. Él tampoco estaba fuerte acerca de la vida y los designios de tal secta; pero había leído de ellos algo, ayer, en una ilustración, y era lo bastante...

-Además -díjole a Badillo, llegado tiempo atrás al pueblo para comerciar en granos y en paja empaquetada-, siendo usted, como dice, casi pariente del Badillo de Madrid, parece mentira que no sea usted conservador y hombre de orden...

-¡Toma! Y... ¿por qué?

-¡Pues más mérito!

-Claro, y ¿por qué? -inquirió también, triunfal, el «echao p'alante» Pangolín.

Corifeos del otro. Aspiraban, con el suelto y leído forastero, a meter cisma en un pueblo tan tranquilo. Habían tratado ya (secretamente, por miedo a San José) de... cosas...: de comités obreros, de sociedades de resistencia, de economatos... Es decir, de todo lo contrario a José de San José, amo de vidas y haciendas por tradición de la familia. Abogado, fuerte y guapo, soltero, poderoso, con seis yuntas de labor, con buen caballo de aseo y suscriptor de La Época... no sería fácil que le avasallase nadie ni estaba dispuesto a dejarse avasallar.

-Pues mira, Pangolín -dijo-; ¡porque sí!... Porque tú, pase que pienses de ese modo, con cuatro pelagatos; pero, quien tiene algo en la cabeza y es al fin pariente de un prohombre... de un marqués... ¡Digo, Badillo!

Hábil al mismo tiempo que violento, dejó reducido en silencio al concurso. A Badillo (¡que bien sabía José de San José que no había tal parentesco con el prócer!), con el «halago aristocrático»; a los demás, con el gesto de amenaza. Bastaría que él lo quisiese, para que nadie de Torrecilla del Pardal herrase más caballerías con Mataburros, comprase más quinina en la botica ni volviese a mirar al secretario... ¡Oh, esto de tener el porvenir de tantos hombres en un simple querer de voluntad!

Sino que San José era noble y bondadoso. Talento superior, letrado entre estos brutos, se hacía estimar de todos, como de sus criadas y pastoras, por generosidad y por simpatía. El respeto que sabía inspirar -y era su orgullo- fundábase, antes que en nada, en su bello corazón y en su corrección caballeresca. No se cambiaba por un rey. Sabía ser rey, además, en su reino dulce de la aldea. Un rey que viniese aquí no obtendría, más admiraciones.

Fumaba San José. Los otros le miraban, mordiéndose los labios. Causaba envidia la limpieza de su cara y de sus trajes, de sus botas, de sus fustas. Todo nuevo. El sastre y el zapatero que le surtían, eran de Cáceres. Las espuelas brillaban como platas. Y luego... ¡tan joven! ¡tan buen mozo!

¡Uuuuuueeeeeiiiiiooooo uuuuu!...

-¿Eh?

-¿Qué?

Oíase algo horrendo...

¿Fantasma... a pleno sol?

Un ciervo herido, tal vez. Una bestia apocalíptica.

Lo que fuese... lo que fuese aquello, sonaba a la otra punta de la calle.

¡Uuuuoooiiiuuu!...

Y se acercaba... monstruo bramador... aullido de demonio...

-¿Qué?

-¿Eh?

-¿Qué es?

El lamento, el rugido, el alarido formidable, ondulaba y henchíase, llenando los espacios... Se paraban los paseantes y asomábanse a sus puertas los vecinos. Detrás de unos chiquillos aparecieron dos mulas espantadas, y un borrico con loza regaba en su fuga las cazuelas y pucheros... Detrás... ¡ah!... nubes de polvo y de paja, trayendo envuelto en su violencia al... ¡monstruo!... ¡al monstruo!...

-¡Es un ciclón! -pensó Badillo, de pie junto a José de San José y requiriendo su garrote.

Aunque, en verdad, más que ventolera, lo que se les echaba encima parecía como un tropel de toros... o como un tren loco, que en la vía, allá a dos leguas, hubiese perdido los rieles..., Juanón, el fornido mozo, había podido contener las mulas desmandadas, y otros el borrico de la loza.

Y... ¡taf!, ¡taf!, ¡taf!, ¡taf!... ¡Uuuueeeiiiooouuu...

¡¡Automóviles... qué concho!!

Uno delante... Otro... Otro...

Propiamente como rayos.

Nunca habíanse visto en este pueblo.

Pararon en la plaza, a doce metros del casino.

José de San José y Badillo tuvieron que explicar que eran coches que andaban solos. El secretario y el boticario y algunos más, sí, tenían noticias.

Completaron la endiablada expectación los anteojos, las caretas, las pieles... Gracias a que dos señores se quitaron los horribles capacetes, y una señora el velo, y todos pudieron ver que, efectivamente, se trataba de personas. De una especie de cerrado furgón, lleno de baúles, bajó un mozo y preguntó por el alcalde.

Pedían limones, seltz... para refrescar, porque iba muerta de sed la duquesa...

¡Ah, sí... los señores duques de Adamés, que venían por temporada a su inmensa posesión!

-¡Contra, los duques! -se le escapó en veneración a Mataburros.

La dehesa de los duques, Los Cimbrales, que empezaba en Torrecilla, del Pardal, tenía el histórico palacio a media legua y tendíase por los valles y montañas de tres pueblos.

Más de veinte años hacía que no habían venido a ella estos señores.

Al duque únicamente le recordaba Mataburros, porque, cuando niño, habíale acompañado con su padre en las grandes cacerías. Así se lo manifestó a los contertulios.

-¡Anda, hombre, salúdale! -excitó en seguida a José de San José.

Y ya que éste, mirando como lelo al corro que íbase formando, no se resolvía, lanzóse él mismo, gorra en mano.

Un pasmo, tanta audacia. Vióse a Mataburros, con sus grotescas figura y decisión de Sancho Panza, abrirse paso entre la gente, llegar al automóvil principal y darse a conocer:

-Señor duque, yo tuve el honor de cazar con vuestra, excelencia cuando chico. Soy el hijo del Pelao, y veterinario, para lo que pueda necesitar vuestra excelencia.

-¡¡Del Pelao?

El duque le tendió una mano, y con la otra palmeábale en el hombro. Se informaba, del Pelao, ya muerto, célebre cosario, por quien él tuvo simpatías.

-¿Qué? ¡Bueno!... Y ¿cazas tú?

Ya lo creo que cazo, para lo que guste mandarme su excelencia.

-¿Como tu padre?

-¡No! ¡Claro que no como mi padre... ¡Mi padre... no hubo más que aquél!

-¡Bien! Aunque con los años voy perdiendo la afición, no dejaremos de matar algunas reses. ¡Ya te avisaré!

Volvió a tenderle la mano, le dio un magnífico cigarro, en despedida, y fue el momento en que llegó José de San José, tímidamente:

-Señor duque; para cuanto pueda ocurrírsele en el pueblo, tengo mucho gusto en ofrecerme a su excelencia.

-¡Gracias! ¿Es usted el alcalde?

No, señor. Soy José de San José.

-¡Aah!

Intervino Mataburros ante aquel «¡Aah!» de frialdad y de indiferencia:

-Aquí, éste, señor duque, es el amo de Torrecilla del Pardal. ¡Labra con seis yuntas!

-¡Aah! -volvió a decir el duque-. ¡Mucho gusto!

Y girando, se subió en el automóvil, donde ya una de las damas había bebido gaseosa.

Los automóviles partieron. La gente los siguió.

Entre el humo y el olor a gasolina que dejaron, sólo quedaban Badillo, Pangolín, el boticario, Mataburros y José de San José.

Mataburros recibía, por sus relaciones con el duque y por el soberbio habano de sortija, la admiración de los demás.

En cambio, San José sentíase humilladísimo con aquellos «¡Aah!», oídos por el pueblo, y que venían a ser como si le hubiese dicho el duque: «¡Que te alivies!»

No debió presentarse, para exponerse a tal desdén.

Su reinado en Torrecilla del Pardal había sufrido un golpe formidable.