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Agosto: La Procesión

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Las Estaciones – El estío
Agosto - La Procesión
de Julia de Asensi


Aquellas dos niñas huérfanas de madre, a las que ésta había llamado siempre Consuelo y Gracia, inspiraban la mayor compasión a todas las vecinas del barrio. El padre, un hombre sin creencias, continuamente metido en las tabernas bebiendo o jugando tenía a las pobres criaturas en el mayor abandono. A poco de casarse se había marchado a América, había estado seis años en Chile y el Perú regresando con algún dinero y con aquellas niñas a las que él sólo nombraba Chilena y Panamá.

-¡Ni que fueran perras! Exclamaban las buenas mujeres que vivían cerca de aquella familia: esos no son nombres cristianos.

El hombre, que se llamaba Gilberto, había prohibido a su esposa que hablase de religión a las niñas y que les enseñase a rezar, pero la excelente madre cuando el marido se ausentaba, procuraba inculcar en aquellas tiernas almas los bellos sentimientos de que se hallaba adornado su corazón, haciéndoles repetir las oraciones que eran un lenitivo para sus pesares. Por desgracia la buena mujer murió cuando más falta hacía dejando a aquellas niñas solas.

Gilberto era muy malo. Cuando él salía echaba la llave a su puerta y las criaturas se quedaban encerradas. Les daba poco de comer, las dejaba que fuesen cubiertas de harapos, y él gastaba lo que le restaba del dinero que trajo de América en darse la mejor vida posible.

Una señora vecina suya se atrevió a decirle un día:

-Debía usted de llevar las niñas a un colegio; se van a criar como unas salvajes.

-Ya he pensado en ello, respondió él. Van a fundar una escuela protestante y en cuanto el proyecto se realice se pasarán allí muchas horas.

-Los católicos del pueblo, que somos casi todos sus habitantes, impediremos que la escuela se funde.

-Pues si lo logran ustedes, replicó Gilberto, Chilena y Peruana seguirán encerradas como ahora porque así me conviene a mí que soy su padre. Nadie más que yo tiene derecho y autoridad sobre esas niñas que de nada me sirven. Si su madre hubiese vivido más tiempo, dejándolas mayores, me hubiesen sido útiles ayudándome con su trabajo a ganar la vida, pero así tan pequeñas están de sobra para mí.

Las pobres niñas fueron creciendo en el mismo abandono, sin hablar con ninguna persona, no paseando más que por el patio que había a espaldas de su casa y cuyas altas tapias les impedían ver las viviendas de sus vecinos.

Una hermosa tarde del mes de Agosto, el día 15, se hallaban las dos hermanitas jugando cuando oyeron una música lejana.

-¿Qué será eso, Chilena? Preguntó la menor.

-No sé, respondió la otra. Es una cosa muy bonita y daría algo bueno, si lo tuviera, por ver cómo son los instrumentos que tocan.

-¿Quieres, prosiguió la que llamaban Peruana, que probemos a traer la escalera de mano que hay en casa y nos subamos por ella a la tapia?

-Pesará mucho.

-La traeremos arrastrándola cuando nos falten las fuerzas.

Y dicho y hecho. Las dos chicuelas entraron en la casa, cuyas ventanas que daban a la calle estaban cerradas siempre, cogieron la escalera de mano y no sin dificultad ni trabajo la sacaron al patio y la arrimaron al muro. Una vez logrado esto subió primero la pequeña ayudada por la mayor, y se sentó en el borde de la tapia; después hizo lo propio la otra niña.

A su vista apareció un hermoso campo con altos árboles, terrenos sembrados de hortalizas y una larga calle de álamos a lo último de la cual se divisaba una torre con una cruz, la capilla de la Virgen que hacía años no habían visitado, desde mucho antes de morir su madre. Por la alameda venía la procesión para llevar la imagen santísima a la parroquia donde se cantaba una solemne Salve y volvía luego cruzando todo el pueblo, por distinto camino, para quedarse otra vez en la pequeña iglesia.

Tocaban a fiesta las campanas y muchas personas se apiñaban al pie del muro para ver la comitiva.

Abrían la marcha varios hombres con estandartes cuyas cintas llevaban preciosas niñas vestidas de blanco, luego el sacristán con la manga de la parroquia, las personas que formaban la cofradía con velas encendidas, el clero al que seguía la milagrosa imagen sobre doradas andas, la Virgen, una Asunción de talla, con túnica azul y manto encarnado, con los hermosos ojos fijos en el cielo y los pies apoyados en blancas nubes, y por último la banda municipal, compuesta de una docena de hombres y niños con uniforme azul y galones dorados. Al pasar la imagen de la Virgen, la gente se arrodillaba y las mujeres rezaban la Salve en alta voz.

Las dos hijas de Gilberto seguían la procesión con atenta mirada; se despertaban los recuerdos de sus primeros años cuando su madre las llevaba en la procesión y las hacía orar ante aquella imagen bendita. Y sin decirse nada, a riesgo de matarse, se arrodillaron sobre la tapia y siguieron en voz alta los rezos de las personas que había al pie del muro.

-Dios te salve, reina y madre...

¡La reina que su padre había querido que olvidasen, la madre única que ya les quedaba!

En sus ojos brillaban las lágrimas y la muchedumbre las contemplaba conmovida, temerosa de que se cayesen y deseando hacer algo por aquellas pobres almas.

La procesión se fue alejando lentamente y las niñas estuvieron de rodillas hasta que la perdieron de vista. Bajó primero la mayor para sostener la escalera a la pequeña como había hecho a la subida, y cuando ambas se vieron de nuevo en el patio sin horizonte y aislado del resto del pueblo, se abrazaron llorando.

-Desde hoy, dijo Chilena, me llamarás Consuelo y yo te nombraré Gracia. Llevaremos estos preciosos nombres de la Virgen que nos dio nuestra madre, para que la reina del cielo nos ampare y proteja.

Ya no quisieron jugar más aquella tarde, no hablaron sino de la procesión sintiendo que no pasara por allí otra vez para verla de nuevo.

Al siguiente día una mano piadosa les echó por debajo de la puerta varias estampas representando a Dios, la Virgen y diversos santos y muchas hojitas impresas con oraciones que ellas leyeron tan repetidas veces que las aprendieron de memoria.

Las principales señoras del pueblo ofrecieron a Gilberto encargarse de la educación de sus hijas sin conseguir nada y las pobres criaturas hubiesen seguido en el mismo estado de ignorancia si un día no hubiese sido su padre herido en una reyerta producida por el vino y el juego. Fue llevado al hospital y las niñas quedaron amparadas por una parienta de su madre, viuda, sin hijos, que las condujo a su casa, las vistió y alimento su cuerpo con sanos manjares y su espíritu con hermosas doctrinas, logrando salvar aquellas almas.

Cuando Gilberto se curó le buscaron una colocación en América y, como ya no tenía un cuarto, aceptó decidiendo que se iría solo. Al ver a sus hijas casi no las reconoció. Quería despedirse de ellas antes de partir.

-Aquí tiene usted a Consuelo y Gracia, le dijeron.

Él no se atrevió a darles otros nombres. Las besó, más conmovido de lo que hubiera sido de esperar, y se alejó.

Las desgracias que sufrió en América le hicieron enmendarse y desde allí escribía cariñosas cartas a sus hijas, a las que en muchos años no había de ver de nuevo.

Las niñas eran felices al lado de la señora que las amparara y mientras fueron pequeñas llevaron las cintas del estandarte de la Virgen en la procesión que se celebraba todos los años el 15 de Agosto. Iban vestidas de blanco y coronadas de flores pidiendo con dulces cánticos y bellas oraciones la conversión completa de su padre y el auxilio de la Madre del cielo junto a la que estaría sin duda la que lo fue de ambas en la tierra.


Julio
Agosto