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Amalia/Indiscreciones

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Indiscreciones

El café de Don Antonio era la bolsa política de Montevideo en 1840, desde las siete hasta las once de la noche, en cuyas horas se sucedían dos géneros de concurrentes; unos que iban de las seis a las ocho de la noche, a hablar de política y tomar café; otros, de las ocho a las once, a hablar de política, jugar y cenar.

En esa época, la época de oro de Montevideo, parecía que el metal precioso pesaba demasiado en el bolsillo de los habitantes de la capital oriental, que buscaban un lugar cualquiera donde ir a derramarlo con profusión, quedando tan tranquilos en las pérdidas como en la fortuna, pues todos sabían que la bolsa que hoy se agotaba, se llenaba mañana sin gran trabajo, en esos días del movimiento y de la riqueza de Montevideo.

A las siete de la noche del día siguiente a aquel que ha pasado ya por nuestra pluma, el café de Don Antonio estaba cuajado de concurrentes, siendo la mayor parte de ellos jóvenes argentinos y orientales que iban allí a tomar su café, a hablar de política y pasar en seguida a sus visitas diarias, al teatro, al baile, contentos los primeros con la esperanza de estar al siguiente mes en Buenos Aires; y más contentos los segundos, con estar en su patria muy convencidos de que de ella no les arrojaría jamás el vendaval de las revoluciones que estaban azotando con sus alas frenéticas las nubes que se amontonaban sobre la frente del Plata, prontas a precipitar, más o menos tarde, su abundante lluvia de lágrimas y sangre.

Pero todo esto no se veía entonces. La ciudad oriental estaba en sus quince años; bella, radiante, envanecida, su vida era un delirio perpetuo, jugando entre el jardín de sus esperanzas, cubierta con las lujosas galas de su presente; pisando sobre el oro, deslumbrada con el mar de grana en que mostrábase su aurora sobre el magnífico horizonte que la circundaba, sus oídos parecían no buscar otra cosa que el canto de los poetas, y los halagos sinceros de sus envanecidos hijos; porque la verdad filosófica, esa triste verdad que descarna la vida social para encontrar en la savia de la existencia los principios de la vida futura, era demasiado severa, demasiado dura para entrar al oído de la joven beldad, que cantaba llena de esa noble presunción de la edad primera de los pueblos:

Si enemigos la lanza de Marte, Si tiranos de Bruto el puñal.

En un ángulo del gran salón del café dos hombres ocupaban una pequeña mesa.

El uno, cubierto con una capa de goma cuyo alto cuello le cubría hasta las orejas, a la vez que su sombrero tocaba con las cejas, tomaba una taza de té, dando la espalda a la pared y su rostro al centro del salón.

El otro, con gorra y un capote de barragán azul, tenía por delante un gran vaso de ponche, y se entretenía en exprimir las rebanadas de limón con la pequeña cuchara de platina.

Ninguno de esos dos personajes se hablaban una palabra.

A derecha e izquierda de ellos había varias mesas, ocupadas todas por hombres que jugaban al dominó, que tomaban café, o fumaban y conversaban solamente,

De estos últimos eran cinco individuos que estaban a dos pasos de los primeros que hemos descrito.

De repente abrióse la puerta del café y cuatro personas entraron al salón.

Los ojos del personaje de la capa de goma radiaron de alegría.

-Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen, Echeverría -dijo aquel individuo, siguiendo con los ojos a los cuatro que acababa de nombrar, no saciándose de mirarlos.

-¿Los conoce usted, señor Don Daniel? -le preguntó el hombre de la gorra.

-¡Oh!, sí, sí, y crea usted, Mr. Douglas, que pocos esfuerzos más violentos he hecho en mi vida, que el que hago en este instante sobre mí mismo para contener mi deseo de abrazarlos.

-¡Diablo! Déjese usted estar; acuérdese usted que esta noche nos vamos y...

-Esté usted tranquilo -dijo Daniel alzándose los cuellos de su capa para cubrirse más el rostro.

Mr. Douglas iba a hablar, cuando hízole Daniel una seña de silencio. Uno de los cuatro hombres que estaban fumando en la mesa a su derecha acababa de decir:

-Son porteños.

Daniel siguió tomando su té, aparentando no dar la mínima atención a lo que se hablaba.

-¿Y qué necesidad tiene usted de decimos que son porteños? ¿Hay acaso otra cosa que ellos en todas partes? -dijo otro de los individuos.

-Por ellos vivimos como vivimos.

-Cabal.

-Que no nos entendemos.

-Deje que venga el viejo -dijo un militar de bigotes canos.

-¿Sabe usted a quién llama el viejo, Mr. Douglas?

-A Rivera.

¿Qué tenemos nosotros que ver con Rosas? -dijo otro-. Si no fuera por ellos no estaríamos en guerra, porque a nosotros no es a quienes busca Rosas.

-Cabal.

-Ellos no más, con los franceses, son los que meten toda esta bulla, y después se han de ir a vivir a su tierra y nos han de dejar en el pantano. ¡Porteños al fin! Si no los hubieran dejado entrar nunca, viviríamos mucho mejor. Pero el viejo, el viejo es quien tiene la culpa de todo esto.

-¡Así le han dado el pago! Véalos ahora, están furiosos con él, porque no pasa el Uruguay, y se va a hacer matar por ellos.

-¡Era lo que faltaba!

-Y ahora dicen que los franceses reclaman los cien mil pesos que le dieron para que pasase.

-¡Sí, yo les había de dar cien mil pesos!

-No pasó porque, mire usted, hizo muy bien en no pasar, porque con los porteños nadie puede entenderse, y el viejo no había de ir a ponerse a las órdenes de Lavalle.

-Claro está.

-Y ahora ya saben la falta que les ha hecho. Se los ha llevado el diablo en el Sauce Grande.

-Sí, pero todos estos de aquí han de decir que es mentira.

-¡Cabal!¡Como se han hecho dueños de la prensa!

-¡Yo había de ser el gobierno, y habían de venir a escribir diarios!

-¡Pero como tienen quien los proteja! Vásquez, por ejemplo.

-Y como Muñoz, y muchos otros.

-¡Por supuesto, orientales en el nombre!

-¡Si se han criado entre ellos!

El diálogo de los cinco personajes continuó, poco más o menos bajo ese mismo espíritu.

Daniel estaba absorto. De cuando en cuando miraba a Mr. Douglas, que entendía y hablaba perfectamente el español, y el buen escocés, contrabandista de emigrados y que residía indistintamente en Buenos Aires o Montevideo, se reía de la admiración de Daniel y tomaba su ponche.

-Sólo Vásquez puede enderezar esto -dijo a otro un individuo que tomaba café en una mesa a la izquierda de Daniel.

-No, ni Vásquez, ni nadie, porque la causa del mal está en Rivera -le contestó su interlocutor.

-Pero a lo menos la Asamblea.

-¿Y no sabe usted que los partidarios personales de Rivera se oponen a las elecciones so pretexto de que no deben hacerse sin estar él aquí?

-Ya lo sé, pero el gobierno los vencerá y las elecciones tendrán lugar.

-Esto es peor que lo otro, porque vendrá el conflicto, nuevas disidencias, nuevos enconos de partido, y entre tanto los blancos se ríen, mientras nosotros nos anarquizamos en nuestro partido, nos peleamos con los argentinos, cuya causa nos es común, nos indisponemos con los franceses, y en todo y para todo perdemos tiempo, dinero y amigos, mientras Rosas marcha adelante, y los blancos esperan.

-¡Gracias a Dios que oigo un hombre racional! -dijo Daniel.

-«Pero aquí hay más que espíritu de partido -dijo el joven conversando consigo mismo-, aquí hay espíritu de rivalidad nacional; ¿y por qué? Probablemente no hay porqué» -se respondió Daniel, que como todos los hijos de Buenos Aires, jamás había oído en su país hablar de Montevideo sino como se habla de cualquiera de las provincias o de las repúblicas hermanas: siempre con los mejores deseos por la felicidad de sus hijos, y sin el mínimo espíritu de celos o de encono.

-«¡Pero en qué momento pasan estas cosas! -se decía Daniel-. En este drama hay alguien que no lo entiende, y es probable que ése soy yo, porque no me atrevo a decir que son los otros.»

-Vamos, Mr. Douglas, van a dar las ocho de la noche -dijo mirando la grande péndola del café.

Pero antes de dejar aquel lugar, en que según sus matemáticas acababa de ganar algunos desengaños más, miro uno por uno, con los ojos enternecidos, y el corazón desconsolado, sus cuatro amigos que quedaban hablando de la patria sin sospechar que había allí uno que corría por ellos y por todos, en la orilla del resbaladizo precipicio, en que estaban luchando brazo a brazo en ese instante la libertad y la tiranía, la prosperidad y la ruina de dos pueblos dormidos, el uno bajo el sopor de la desgracia, el otro bajo el beleño de una transitoria pero halagüeña felicidad; dormidos al arrullo de las salvajes ondas del gran río, cuyo rumor debía pasar inapercibido en una próxima década, ahogada su poderosa voz por el estrépito de la pólvora, por el grito terrible del combate, y por el quejido lastimero de una sociedad espirante.