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Amalia/Una noche toledana

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Una noche toledana

Por muy de prisa que anduviese Daniel, le era imposible volver a Barracas en el término de. una hora, teniendo que ir en coche a dejar a la señora Dupasquier y su hija; conducir a Eduardo, muy lejos de la calle de la Reconquista, y a pie para no poner al cochero en el secreto de su refugio; volver a su casa, dar algunas órdenes a su criado, hacer ensillar y volver a Barracas.

Así es que eran ya las nueve y media de la noche, es decir, hora y media después de dejar a su prima, cuando descendía por la barranca de Balcarce reflexionando y convenciéndose de que la visita de Doña María Josefa había sido el resultado de alguna delación sobre aquello que por, tanto tiempo se había velado entre el misterio, y que la vieja espía de su hermano político, había adquirido el convencimiento de la verdad que le habrían revelado.

»En la pérdida de Eduardo está interesado Rosas, porque ha sido el primero que ha burlado una resolución suya en esta época -se decía Daniel.

»Está interesado Cuitiño y por consiguiente la Mashorca, porque con la cabeza de Eduardo dan una prueba de su celo que fue burlado por el valor de éste.

»Está interesada Doña María Josefa, por el espíritu endemoniado que anima sus acciones, cuando se obstina en labrar el mal que le han evitado por algún tiempo.

»Para todos, pues, Eduardo es un delincuente puesto fuera de toda ley.

»Pero ese delincuente tiene sus cómplices.

»Esos cómplices son Amalia, los que rodean a Amalia, yo, quizá también la señora Dupasquier y Florencia.

»¡Cómo conjurar, Dios mío, esta tormenta!» -exclamaba Daniel en lo interior de su alma, inquieto y con miedo por la primera vez de su vida, al considerar en peligro los seres más amados de su corazón.

Por un contraste original de la Naturaleza, los corazones de voluntad poderosa, inconmovibles para los grandes arrojos en la lid de la política o de las armas, suelen ser débiles en los inconvenientes de la vida íntima, tímidos hasta el afeminamiento en los peligros que amenazan los seres ligados a su vida por los vínculos del amor o de la amistad. Y Daniel, alma templada para arrostrar serena todos los azares de la vida política en una época de revolución y de sangre, o la metralla de un campo de batalla, sufría en aquel momento inquietud y temor por las personas cuya suerte o cuya existencia peligraba.

-Pero, en fin, dejemos venir los acontecimientos y chispearé a sus golpes, porque si ellos son de acero, yo soy de pedernal -dijo, y, como sacudiendo las impresiones nuevas que lo asaltaban, dio riendas a su brioso corcel en dirección a la quinta; y en medio de una de esas noches frías, nebulosas, en que las nubes parecen tener algo de fatídico que impresiona al espíritu.

Pero al llegar al camino que viene de la Boca a Santa Lucía, vio doblar hacia la calle Larga seis hombres que la enfilaron a todo el galope de sus caballos.

Un presentimiento secreto pareció anunciarle que aquellos hombres tenían algo de relación con sus asuntos; y por una combinación de su pensamiento, vivo como la luz, tiró la rienda a su caballo y los dejó pasar en el momento de enfrentarse a ellos. Pero apenas se había adelantado cincuenta pasos, cuando volvió a tomar el galope, llevándolos siempre a esa distancia.

Y era de verse y de admirar, en medio a la solitaria calle Larga, y bajo el manto oscuro de la noche, de improviso alumbrada de vez en cuando por algún súbito relámpago, aquel joven sin más garantía que sus pistolas, corriendo a disputar quizá una víctima al poderoso asesino que la Federación tenía a su frente, y los federalistas sobre su espalda.

-¡Ah!, no me engañé exclamó al ver a los seis jinetes sentar sus caballos a la puerta de Amalia, desmontarse y dar fuertes golpes en ella, con el llamador, y con el cabo de los rebenques.

Aún no habían tenido tiempo de repetir los golpes, cuando Daniel pasó por entre el grupo de caballos, y con una voz entera y resuelta preguntó:

-¿Qué hay, señores?

-¿Qué hay? ¿Y quién es usted?

-Yo soy el que puede hacerles a ustedes esa pregunta. Ustedes vienen en comisión, ¿no es cierto?

-Sí, señor, en comisión -dijo uno de ellos acercándose a Daniel y mirándole de pies a cabeza, en los momentos en que el joven bajó resueltamente de su caballo, y gritó con una voz imperiosa:

-Pedro, abra usted.

Los seis hombres tenían rodeado a Daniel, sin saber qué hacer, esperando cada uno que otro tomase la iniciativa.

La puerta abrióse en el acto, y separando a los dos que estaban contra ella, pasó Daniel resueltamente, diciéndoles:

-Adelante, señores.

Todos entraron bruscamente tras él.

Daniel abrió la puerta de la sala y entró a ella.

Los seis hombres entraron también, arrastrando sus sables sobre la rica alfombra en que hacían surcos con las rodajas de sus espuelas.

Amalia, parada junto a la mesa redonda, pálida al abrirse la puerta de la sala, quedó de repente colorada como el carmín al ver acercarse a ella aquellos hombres con el sombrero puesto, y puesto sobre su fisonomía el repugnante sello de la insolencia plebeya. Pero una rápida mirada de Daniel la hizo comprender que debía guardar el más profundo silencio.

El joven se quitó su poncho, lo tiró sobre una silla, y haciendo ostentación del chaleco punzó que a esa época comenzaba a usarse entre los más entusiastas federales, y la gran divisa que traía al pecho, dijo, dirigiéndose a los seis hombres, que todavía no podían formar una idea completa de lo que debían hacer:

-¿Quién manda esta partida?

-Yo la mando -dijo uno de aquellos, acercándose a Daniel.

-¿Oficial?

-Ordenanza del comandante Cuitiño.

-¿Vienen ustedes a prender a un hombre en esta casa?

-Sí, señor; venimos a registrar la casa, y a llevarlo.

-Bien; lea usted -dijo Daniel al ordenanza de Cuitiño, sacando un papel de su bolsillo y entregándoselo.

El soldado desdobló el papel, lo miró, vio por todos lados un sello que había en él, y dándoselo a otro de los soldados, le dijo:

-Lee tú, que sabes.

El soldado se acercó a la lámpara, y deletreando sílaba por sílaba leyó al fin:

¡Viva la Federación! ¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! ¡Mueran los inmundos asquerosos unitarios! ¡Muera el pardejón Rivera y los inmundos franceses!

Sociedad Popular Restauradora El portador Don Daniel Bello está al servicio de la Sociedad Popular Restauradora, y todo lo que haga, debe ser en favor de la Santa Causa de la Federación, porque es uno de sus mejores servidores. Buenos Aires, junio 10 de 1840. Julián González Salomón. Presidente. Boneo. Secretario.

-Ahora -dijo Daniel, mirando a los soldados de Cuitiño, que estaban ya en la más completa irresolución-, ¿qué hombre es el que buscan en esta casa, que es como si fuera la mía, y en que no se han escondido nunca salvajes unitarios?

El ordenanza de Cuitiño iba a responder, cuando todos volvieron la cabeza al gran ruido que hicieron cuatro o seis caballos que entraron de improviso al zaguán enlosado, haciendo un ruido infernal con las herraduras sobre las losas, y con los sables y espuelas de los jinetes que se desmontaron, y entraron en tropel a la sala.

Maquinalmente Amalia vino a ponerse al lado de Daniel, y la pequeña Luisa se agarró del brazo de su señora.

-Vivo o muerto -gritó al entrar a la sala el que venía delante de todos.

-Ni vivo, ni muerto, comandante Cuitiño -dijo Daniel.

-¿Se ha escapado?

-No, los que se escapan, señor comandante -contestó Daniel-, son los unitarios que no pudiendo mostrársenos de frente, están trabajando para enredarnos e indisponernos a nosotros mismos. Con sus logias y con sus manejos que están aprendiendo de los gringos, ya la casa de un federal no está segura; y al paso que vamos, mañana han de avisar al Restaurador que en la casa del comandante Cuitiño, la mejor espada de la Federación, se esconde también algún salvaje unitario. Esta es mi casa, comandante; y esta señora es mi prima. Yo vivo aquí la mayor parte del tiempo, y no necesito jurar para que se me crea que adonde estoy yo, no puede haber unitarios escondidos. Pedro, lleve usted a todos esos señores, que registren la casa por donde quieran.

-Ninguno se mueva de ahí -gritó Cuitiño a los soldados que se disponían a seguir a Pedro-: la casa de un federal no se registra -continuó-; usted es tan buen federal como yo, señor Don Daniel. Pero dígame, ¿cómo es que Doña María Josefa me ha engañado?

-¿Doña María Josefa? -dijo Daniel, fingiendo que no comprendía ni una palabra.

-Sí, Doña María Josefa.

-Pero ¿qué le ha dicho a usted, comandante?

-Me acaba de mandar decir que aquí estaba escondido el unitario que se nos escapó aquella noche; que ella misma lo ha visto esta tarde, y que se llama Belgrano.

-¡Belgrano!

-Sí, Eduardo Belgrano.

-Es verdad, Eduardo Belgrano ha estado de visita esta tarde, porque suele visitar de cuando en cuando a mi prima; pero ese mozo, a quien yo conozco mucho, lo he visto en la ciudad sano y bueno durante todo este tiempo; y el de aquella noche no debió quedar para andarse paseando muy contento -dijo Daniel con cierta sonrisa muy significativa para Cuitiño.

-Y entonces, ¿cómo diablos es esto? ¿Pues qué, yo soy hombre para que se jueguen conmigo?

-Son los unitarios, comandante, nos quieren enredar a los federales; y le han de haber metido algún cuento a Doña María Josefa, porque las mujeres no los conocen como nosotros que tenemos que estar lidiando con ellos todos los días. Pero no importa, usted busque a ese mozo que vive en la calle del Cabildo, y si él es el unitario de aquella noche, no le ha de faltar cómo conocerlo. Entretanto, yo he de ver a Doña María Josefa y al mismo Don Juan Manuel, para saber si ya nos andamos registrando las casas unos a otros.

-No, Don Daniel, no dé paso ninguno, si son los unitarios, como usted ha dicho -le contestó Cuitiño, que creía a Daniel hombre de gran influencia en la casa de Rosas.

-¿Qué quiere tomar, comandante?

-Nada, Don Daniel. Lo que yo quiero es que esta señora no se quede enojada conmigo, porque nosotros no sabíamos qué casa era ésta.

Amalia hizo apenas un ligero movimiento con la cabeza, porque estaba completamente atónita, menos por la presencia de Cuitiño, que por el inaudito coraje de Daniel.

-¿Entonces se retira, comandante?

-Sí, Don Daniel, y ni la contestación le voy a llevar a Doña María Josefa.

-Hace bien; son cosas de mujeres y nada más,

-Señora, muy buenas noches -dijo Cuitiño saludando a Amalia, y marchando con toda su comitiva, acompañado de Daniel, a tomar sus caballos.