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Así paga el diablo/Capítulo VII

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Capítulo VII

Llegó jadeando a su despacho. No se conceptuó seguro, por si viniese a buscarle, y recogió sus papeles y bajó a la biblioteca para trabajar con la protección de Victorino. Éste leía El Imparcial, fumándose un magnífico Caruncho de Garona.

-¿Qué traes? ¿Estás desemblanzado?

-No... nada... que tú tenías razón... que las... ¡que he perdido una carta de importancia!

-¡Bah! -dijo Victorino, habituado a las simplezas de su amigo.

Y siguió fumando y leyendo.

El secretario, por no imponerle a sus nervios una quietud imposible, fingió buscar la carta por entre las revistas de la mesa.

Al poco llegó Martina.

-Don Juan, que la señora que suba usted.

-¿Qué... qué?

-Que suba usted. Que tiene usted que acabar su biblioteca.

-Bien... Diga que voy.

Partió Martina. Juan, así que la sintió alejarse, buscó su abrigo y su sombrero.

-¡Pero, chico! ¿qué te pasa? -le preguntó, lleno de asombro y malicia, Victorino.

-¡Nada!... Mira, ¡adiós! ¡Si vuelve Garona, dile... que estoy malo! ¡Tengo que buscar la carta en mi casa! ¡Adiós!

Partió, disparado. Cruzó el jardín y salvó la calle velozmente. Hallábase frente al Retiro, y se internó en lo más oculto de las frondas.

Pero estaba como eléctrico, y se levantó del banco. Durante más de dos horas paseó. No pensaba nada. Unas veces iba de prisa; otras se sorprendía parado y mirando los troncos de los árboles. ¿Qué iba a hacer?... Lo futuro, contado desde este mismo instante ofrecíasele cerrado a toda previsión. Según los giros de no sabía qué internas mutaciones creía tan pronto que su alma era otra especie de Retiro, lleno de bosques y sombras, como que reducíasele el pensamiento en una hermética oquedad de calabaza.

Como si fuese su cerebro una rota maquinilla de pensar, pero que aún siguiese sin freno disparada, sorprendíase coordinando fragmentos de discursos, que de pronto se cortaban en visiones de aquel lecho de detrás del transparente...

A las doce le estremeció el corazón por un segundo la disparatada voluntad de ir a curarse esta obsesión con una lumia... Mas, ¡oh! no entraba esto en la horriblemente bella solemnidad de la situación que le acuitaba... Él debía pensar, debía pensar... como ante un suceso de sentimentales explosiones que podía determinarle el porvenir. Se fue a almorzar..., y por no estar entre los huéspedes de casa, prefirió Los Italianos.

Dábale igual que le pusiesen macarrones o roatsbeff. No sabía lo que comía. Metódico al fin, habíase planteado la doble cuestión de esta manera: «Cedo a las invitaciones de Casilda, o no cedo; veamos qué puede ocurrir en cada caso.»

«Si cedo...»

Sí; para complacerla y complacerse en esta delicia infernal, siempre sería tiempo. Ella tornaría a buscarle. El diríala que se escapó esta mañana por tenerla con más calma en una noche, fuera del hotel. Se citarían, se encontrarían... ¿dónde? -Aquí tornaban los escollos. No pudiendo pensar para estas citas en un galante gabinete de alquiler, seríale indispensable tornar y amueblar un pisito por su cuenta. Flores buenas, cenas con champaña... pues no le iba a ofrecer claveles ni vino peleón a una amante de su fuste...; pero, ¿de dónde sacar para estos lujos un pobre secretario? ¡Qué barbaridad!... Y que hacía falta, era indiscutible. Verla en el hotel, valdría como exponerse uno u otro día al justo castigo de Garona; y aunque inexperto en aventuras, sabía, por algo de novelas que él leyó, que siempre tales gastos eran del amante... ¡Bah, claro! Dejar que los sufragase Casilda, sería una indignidad; sería permitir que le siguiese tratando lo mismo que a un cochero, lo mismo que... a un capricho, del cual se cansaría, lanzándole al fin de ella y del hotel, y de... Garona.

¡Oh, con qué fatal sencillez veía Juanito que de todos modos se llegaba... a perder la protección del noble protector!

Habíase estremecido. Con el cuchillo mondaba una yema de coco creyendo que era otra manzana. La visión de su abandono por Garona... por su padre, y más que su padre social, podría decirse, poníale loco.

Su gratitud se disolvía como un terrón de azúcar en el océano de lascivia de unos muslos blancos. Reaccionó, y le inundaba la amargura.

«¡Canalla! ¡Miserable! ¡Miserable!» -se insultó.

Se levantó. Se fue a tomar café, a la cervecería. Ya que no pudo apartarse la Casilda del recuerdo, la erigió en objeto de sus odios Iba aplacándose aquella dispersa y terrible voracidad amorosa que habíale levantado por el ser. El amor le pareció una pequeña cosa indigna de preocupar sino a los imbéciles. ¡Oh, mujeres!... ¿Quién que contase con ellas había llegado a nada de importancia?...

Dieron las tres y resolvió pasar la tarde en el Congreso.

Estaba al pie. Entró, satisfecho ya por el saludo que le rindieron los ujieres, como adjunto de un prohombre, y por no encontrar a éste, subió directo a las tribunas. Gran sesión. No se cabía. Estirando el cuello, vio que hablaba el ministro de Instrucción pública. Luego, el ministro de Hacienda. Soriano los interrumpía, levantando tempestades. ¡Sí, sí, la interpelación de la enseñanza! Tomaron parte el presidente del Consejo y dos republicanos. En seguida Canalejas, y a éste empezó a contestarle Garona. La discusión tomaba vuelos. Garona se imponía con su torrente de voz. Juan pensó en la repulsiva iniquidad de que él a esta misma hora estuviese abrazando a su mujer ¡Cuán lejos aquellas porquerías!..¡Oh, trepidaron de gozo sus entrañas!... Garona utilizaba los argumentos y estadísticas que él confeccionó. Turati, Colajanni, Lombroso. La escuela antropológica... «Señores diputados, ¿queréis ver en la criminalidad los efectos de ese aumento de falso bienestar y de falsa educación? Menos delitos de robo, pero más crímenes de sangre. Y en suma, igual. Y esto pasa en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Alemania, en Dinamarca, en Grecia, en...» «¡No! -cortó al llegar aquí una voz perfectamente modulada. -Perdone su señoría, pero... en Suecia ¡no!...» ¡Soriano! ¡Concho con el hombre! «Bueno, en Suecia, ¡no!»- hubo de conceder Garona, turbado un punto por las risas de la Cámara. Sino que se supo reponer de la sorpresa, y recobró muy pronto la atención con sus bríos insuperables. «¡En Suecia, sí!» -hubiese dicho Juan, cierto de ello, descacharrándole el chiste al diputado por Valencia. De todos modos, hizo efecto el discurso y se pasó a la votación. Garona fue festejadísimo.

Y Juan salió a la calle reventando de grandeza y de victoria. Garona le felicitaría. Garona le ayudaría. Garona le impulsaría hasta hacerle tocar en algún tiempo las cimas del prestigio y del poder. ¡Eran su talento y sus estudios los que habían ganado esta tarde la batalla!

¡Oh, Garona! ¡Su padre! ¡Su Dios!

¡No sería él quien tan villanamente le ofendiese con la esposa!

Esta promesa le dejó una calma que le permitió ir a pasearse en la Moncloa, paseo de políticos también. Hubiérase encaminado hacia el hotel de mejor gana, a ver qué le decía el prohombre, Esto érale imposible sin llevar bien meditado su plan de conducta con Casilda. Renunciada, desde luego; mas ¿qué disculpas, disimulos o (al revés) severos reproches oponerle?... No fue capaz de hallarlos mientras corrió en el tranvía.

Cuando se apeó frente a la Escuela de Ingenieros, moría la tarde. Luego, borrose completamente el crepúsculo del sol, y quedó la luna alumbrando las florestas. En dos horas de esta soledad no fue el joven capaz de hallar la solución. Por una parte, él no era quién para amonestar a aquella dama, ni para adoptar con ella severas actitudes: le echaría a la calle... y en paz...; ¡y adiós protecciones del marido!... Por otra parte, su resistencia pasiva sería inútil, completamente inútil, si ella le acosase, poniéndole de nuevo en... la peligrosa situación de esta mañana... Uno u otro día, acabaría por ceder... ¡como el mismísimo José o el santo Job, en su pellejo!

Sin embargo, su conciencia le forzaba a renunciar. El fantasma del ultrajado se le aparecía por lo más negro de las frondas. El sacrificio se le imponía, por difícil que fuera su realización, por duro que fuese para él mismo, por estéril que le resultase, además, con respecto a aquel en cuya consideración lo efectuaba... ¡Estéril, sí, estéril en absoluto para el agradecimiento de Garona, puesto que lo ignoraría!

Salió de la Moncloa por no perder el juicio. No había resuelto nada. Un genio macabro, burlón, parecía estarse complaciendo en presentarle el mal como absolutamente inevitable. Sobre su honrada y firme voluntad de esquivarse de Casilda, triunfaba cruel aquel dilema: «Si callas y la esquivas con dulzura, te vencerá, y habrás sido un inicuo desleal con el marido, que es como tu Dios; y si la rechazas violento, te echará a la calle, y la habrás perdido a ella y al marido!...»¡Ah! Lo primero era espantoso, indigno de él; pero lo segundo, terrible, porque ni siquiera le podría agradecer Garona este hundimiento suyo para siempre en el abandono y la pobreza. En prueba, acordábase del secretario antecesor. Garona mismo lo decía: «aun siendo listo, tuvo que prescindir de él por mal fachado, porque le olía el aliento...» O lo que es igual, porque Casilda conspirase contra el pobre sordamente. ¿Y no iba a conspirar contra Juan, si le fuese con rigores moralistas?

Paseó al azar, por las calles, hasta las nueve, hasta las diez. Su errar sombrío iba teniendo un poco de la locura y la cerrazón desesperada del hombre que ha hecho un crimen. Todo le inducía a creer que, si no lo había hecho, tendría que hacerlo. A las diez y media estaba en San Marcial. A las once en el Viaducto. Pensó si la verdadera solución del conflicto entre su honradez y su miseria no fuera suicidarse... Faltábale el valor; mas no era menos cierto que en el mundo, en la casa de Garona (que era el mundo para Juan), sobrasen él... o Casilda.

Miró hacia abajo. No sólo le faltaba el valor para arrojarse, sino que parecíale horrible que ni siquiera Garona pudiese luego saber por qué mártir abnegación se suicidaba.

La idea cruel tornaba escueta: «Sus heroísmos, cualesquiera que ellos fueran: el de la renunciación a su existencia o el de la renunciación a Casilda, tendrían que resultar estériles, ignorados, sin obtener la gratitud más mínima de aquel en cuyo loor se realizasen».

¿Qué favor era éste que te dispensaba un presunto amante generoso a un marido, si él no lo sabía?... Y no obstante, ni discursos, ni estadísticas, ni toda una vida de secretario inteligente, valdrían lo que una lealtad de tal estirpe. El saberlo, y caballero antes que político y que todo, el caballero, le obligaría a una eterna fraternidad con el leal.

De pronto creyó ver Juan una centella por los aires. Era una idea... una idea de luz, nada más. En su pensamiento la había forjado el contacto de tres negros nubarrones: «la incompatibilidad suya con Casilda», «la indecencia de Casilda con Gaspar» y «el apuro de su lealtad de hombre de conciencia»; y la idea, la idea de luz purificadora y siniestra que había saltado como un rayo, se concretaba en lo siguiente: «DECÍRSELO A GARONA».

¡Decírselo todo, todo!... Lo de Gaspar y lo de él, y (¡cómo lo veía de claro, rotas al fin en su cerebro las densas brumas de la duda!) no se le imponía otra cosa a la verdadera lealtad de una conciencia; porque sin contar con que de este modo obtendría su debida compensación de gratitud al sacrificio, de otro modo, en el callar, quedaríale al cobarde silencioso la complicidad de aquella escena del Gaspar infame, la complicidad del deshonor de un caballero, ya consumada.

Imperativo, categórico.

Se detuvo con el fin de confirmarlo. Iba ahora por los jardines de Oriente. ¿No era Garona su padre? ¿Más que un padre?... Pues si de su padre supiese Juan que, por ejemplo, una madrastra le ofendía, que hacía escarnio de su hogar y su cariño y su respeto... Juan sería tan miserable como ella o se lo diría a su padre. Con más razón, si llevase su desvergüenza la madrastra hasta provocar al hijo.

Sí, sí.... imperativo, categórico para el caballero, para el hombre agradecido, para el leal, hasta para el cerebral de conciencia filosóficamente recta formada por los libros. ¿De qué servirían sino tantos tratados de ética como él leyó? ¿Era que iban a ser una cosa las cuestiones en los libros y otras en la vida?

Todavía, si del heroico silencio suyo pendieran la salvación de la dicha y de la honra de Garona, de aquélla por que nada supiese, y de ésta porque aún la mujer no hubiérasela perdido, se comprendía la generosidad de tal heroísmo en el silencio. Entonces, incluso podía meterse a predicador de la pobre extraviada, imponiéndola el deber, bajo amenaza de contárselo al esposo...; pero con Casilda... ¡bah!

Era resuelto. Iba a descubrirla.

Garona la encerraría en un convento, la confinaría en algún departamento del hotel, cuando menos. El secretario quedaría noblemente tranquilo por la casa. Muy duro esto, en verdad, pero justo; y Juan era un juez erigido por un supremo código moral, si ya no fuese bastante el estar siendo, a pesar suyo, con respecto de la inicua, un rival por ella misma forzado contra ella a un duelo a muerte.

Razones, pues, de justicia, de lealtad, de gratitud, de bien nobles y humanos egoísmos. Todo confluía sobre aquella decisión para fiarla. Únicamente le callaría a Garona el nombre de Gaspar, con el fin de evitar un lance inútil, puesto que purificar su casa era lo que urgíale al hombre honrado y ultrajado.

Marchó de prisa, pronto a la acción..., fortificado con tal cúmulo de consideraciones filosóficas.

Por cuanto a la forma, lo había resuelto, desde luego: carta.

La palabra es indecisa e imprudente. No había como lo escrito para decir las cosas con una perfecta precisión.

Halló frente al Real un café, y entró y pidió cerveza, papel y tintero.

A la una menos cuarto, tenía escrito lo siguiente:



«Excmo. e Ilmo. Sr. D. Ángel Garona:

«Mi respetable protector y entrañable amigo: me veo en la dolorosísima necesidad de hacerle confidencias. Son enormes. Pero el deber y el cariño me guían, y yo espero que usted comprenderá mi situación. Su señora de usted (perdóneme que se lo diga de una vez, pues fueran vanos los rodeos), no es digna. Entre escarnecer con ella el honor de usted, o revelarle su impudicia, opto por lo último. No quiero determinar hechos concretos. Básteme decirle que desde que llegó de Asturias, me asedia y me provoca osadamente. Esta mañana, su audacia llegó a un término increíble. Por eso partí desolado de esa casa, que yo venero, y no he vuelto en todo el día. Antes de dar este paso, mi respetable señor y protector, he pasado un horrendo calvario. Si me decido a él, después de hondas y largas reflexiones, es porque no es la primera vez que su esposa falta a sus deberes. El día mismo de su llegada, la sorprendí en brazos de un señor a quien no conozco.

Creo poder ser creído por usted, en cuanto a lo que a mí personalmente se refiere, sobre todo, sin necesidad de testimonios. Pero si hiciesen falta, podrían servir los de Martina, el ama de llaves, y los de mi amigo Victorino, quienes esta mañana presenciaron mi extraña turbación.

Harto sé cuán grave es lo que acabo de escribirle. Insisto en que a ello me mueven mi deber de caballero y la lealtad y la gratitud hacia el hombre noble a quien debo cuanto soy. Ahora, si cree usted que hice mal, con la verdad, impóngame el castigo que juzgue conveniente.

Lo espera resignado, su siervo,

Juan García.»



Una vez cerrada la carta, se fue Juan a la Puerta del Sol, le puso el sello, y la echó en el buzón del estanco -como quien echa en una caja su destino.

Luego, tranquilo, descansado, con el sereno terror de quien está cierto de haber provocado un drama de justicia irremediable, se dirigió lentamente hacia su casa calle San Bernardo.

Llevaba el trágico orgullo de haber sabido renunciar, en nombre del deber, a una mujer encantadora..., a esto que por nada del orbe renunciarían los fatuos..., los imbéciles...