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Atalaya de la vida humana/Libro II/I

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Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
I
II

I

Trata Guzmán de Alfarache de lo que le pasó en Italia, hasta volver a España


Sale Guzmán de Alfarache de Siena para Florencia, encuéntrase con Sayavedra, llévalo en su servicio y, antes de llegar a la ciudad, le cuenta por el camino muchas cosas admirables della y, en llegando allá, se la enseña

Foción, famoso filósofo en su tiempo, fue tan pobre, que apenas y con mucho trabajo alcanzaba con que poder entretener la vida. Por lo cual, siempre que de sus cosas trataban algunos, en presencia de el tirano Dionisio, su gran enemigo, se burlaba dellas y dél, motejándolo de pobre, por parecerle que no le podía hacer otra mayor injuria. Cuando aquesto llegó a noticia del filósofo, no sólo no le pesó, que riéndose dél y su locura, respondió a quien se lo dijo: «Por cierto Dionisio dice mucha verdad llamándome pobre, porque verdaderamente lo soy; empero mucho más lo es él y con más veras pudiera tener vergüenza de sí mismo y afrentarse. Porque, si a mí me faltan dineros, los amigos me sobran. Tengo lo más y fáltame lo menos; empero él, si dineros le sobran, los amigos le faltan, pues no se conoce alguno que lo sea suyo.»

No pudo este filósofo satisfacerse mejor ni quebrarle los ojos con mayor golpe o pedrada, que con llamarle hombre sin amigos. Y aunque acontece muchas veces comprarse con dineros, y suele ser este camino el principal de hallarlos, nunca supo este tirano granjearlos ni tenerlos. Y no es de maravillar que le faltasen, porque quien dice amigo dice bondad y virtud, y quien ha de conservar amistad ha de procurar que sus obras correspondan a sus palabras. Y como todo él era tiranía en todo, de mala digestión y peor trato, y los amigos no se alcanzan con sola buena fortuna, sino con mucha virtud, careciendo él della, siempre careció dellos.

Nunca otro fue mi deseo, desde que me acuerdo y tuve uso de razón, sino granjearlos, aun a toda costa, pareciéndome, como real y verdaderamente lo son, tan importantes a la próspera como en adversa fortuna. ¿Quién sino ellos gustan de los gustos, conservan la paz, la vida, la honra y la hacienda, celebrando las prosperidades de sus amigos? ¿Y dónde con adversidad se halla otro refugio, benignidad, consuelo, remedio y sentimiento de los males como proprios?

El hombre prudente antes debe carecer de todos y cualesquier otros bienes, que de buenos amigos, que son mejores que cercanos deudos ni proprios hermanos. De sus calidades y condiciones muchos han dicho mucho y algún día diremos algo, Dios mediante. Mas, a mi parecer, donde amistad se profesa, el trato ha de ser llano, que ni altere ni escandalice ni dé cuidado ni ponga en condición a el amigo de perderse.

Hanse de avenir los dos como cada uno consigo mismo, por ser otro yo mi amigo. Y de la manera que suele suceder a el azogue con el oro, que se le mete por las entrañas, haciéndose de ambos una misma pasta, sin poderlos dividir otra cosa que el puro fuego, donde queda el azogue consumido, tal el verdadero amigo, hecho ya otro él, nada pueda ser parte para que aquella unión se deshaga, sino con solo el fuego de la muerte sola.

Débense buscar los amigos como se buscan los buenos libros. Que no está la felicidad en que sean muchos ni muy curiosos; antes en que sean pocos, buenos y bien conocidos. Que muchas veces muchos impiden que sean verdaderas en todos las amistades. No que sólo entretengan, sino que juntamente aprovechen a el alma y cuerpo. Que aquel se debe buscar que sin respeto de interese humano aconseja el preceto divino; no que representen, sino que hablen, amonesten y enseñen.

Y si aquel se llama verdadero amigo que con amistad sola dice a su amigo la verdad clara y sin rebozo, no como a tercera persona, sino como a cosa muy propria suya, según la deseara saber para sí, de cuyas entrañas y sencillez hay pocos de quien se tenga entera satisfación y confianza; con razón el buen libro es buen amigo, y digo que ninguno mejor, pues dél podemos desfrutar lo útil y necesario, sin vergüenza de la vanidad, que hoy se pratica, de no querer saber por no preguntar, sin temor que preguntado revelará mis ignorancias, y con satisfación que sin adular dará su parecer. Esta ventaja hacen por excelencia los libros a los amigos, que los amigos no siempre se atreven a decir lo que sienten y saben, por temor de interese o de privanza -como diremos presto y breve-, y en los libros está el consejo desnudo de todo género de vicio.

Conforme a lo cual, siempre se tuvo por dificultoso hallarse un fiel amigo y verdadero. Son contados, por escrito están, y los más en fábulas, los que se dice haberlo sido. Uno solo hallé de nuestra misma naturaleza, el mejor, el más liberal, verdadero y cierto de todos, que nunca falta y permanece siempre, sin cansarse de darnos: y es la tierra. Ésta nos da las piedras de precio, el oro, la plata y más metales, de que tanta necesidad y sed tenemos. Produce la yerba, con que no sólo se sustentan los ganados y animales de que nos valemos para cosas de nuestro servicio; mas juntamente aquellas medicinales, que nos conservan la salud y aligeran la enfermedad, preservándonos della. Cría nuestros frutos, dándonos telas con que cubrirnos y adornarnos. Rompe sus venas, brotando de sus pechos dulcísimas y misteriosas aguas que bebemos, arroyos y ríos que fertilizan los campos y facilitan los comercios, comunicándose por ellos las partes más estrañas y remotas. Todo nos lo consiente y sufre, bueno y mal tratamiento. A todo calla; es como la oveja, que nunca le oirán otra cosa que bien: si la llevan a comer, si a beber, si la encierran, si le quitan el hijo, la leche, la lana y la vida, siempre a todo dice bien. Y todo el bien que tenemos en la tierra, la tierra lo da. Ultimadamente, ya después de fallecidos y hediondos, cuando no hay mujer, padre, hijo, pariente ni amigo que quiera sufrirnos y todos nos despiden, huyendo de nosotros, entonces nos ampara, recogiéndonos dentro de su proprio vientre, donde nos aguarda en fiel depósito, para volvernos a dar en vida nueva y eterna. Y la mayor excelencia, la más digna de gloria y alabanza es que, haciendo por nosotros tanto, tan a la continua, siendo tan generosa y franca, que ni cesa ni se cansa, nunca repite lo que da ni lo zahiere dando con ello en los ojos, como lo hacen los hombres.

En todos cuantos traté, fueron pocos los que hallé que no caminasen a el norte de su interese proprio y al paso de su gusto, con deseo de engañar, sin amistad que lo fuese, sin caridad, sin verdad ni vergüenza. Mi condición era fácil, su lengua dulce. Siempre me dejaron el corazón amargo.

Empero, según el trato de hoy, de tal manera corre la malicia, que más nos debe admirar no ser engañados, que de serlo. Víalos tan libres en prometer, cuanto cativos en cumplir; fáciles en las palabras y dificultosos en las obras.

No hay Pílades, Asmundos ni Orestes. Ya fenecieron y casi sus memorias. Tanto lo digo por mi Pompeyo y más que por los más que tuve, porque los más ganélos hablando y a él obrando. Muchos amigos tuve cuando próspero; todos me deseaban, me regalaban y con sumisión se me ofrecían. Cuando faltaron dineros, faltaron ellos, fallecieron en un día su amistad y mi dinero. Y como no hay desdicha que tanto se sienta, como la memoria de haber sido dichoso, no hay dolor que iguale a el sentimiento de ver faltar los amigos a quien siempre tuvo deseo de conservarlos.

Ya me robaron y quedé perdido. Estuve algunos días, aunque pocos, en casa de mi amigo; empero sentí hacérsele muchos en que poco a poco se me despegaba y como anguilla paso a paso en la ocasión se me resbalaba, dejándome la mano vacía. Ofrecíase a lo cordobés: «Ya Vuestra Merced habrá comido, no habrá menester algo.» Nada prometió al cierto ni en algo dejó de quedar dudoso. Y lo que me acariciaba, no era tanto con ánimo de hacerlo cuanto para que por justicia no cobrara dél mi hacienda.

Leíle los pensamientos, y como los míos fueron siempre nobles, las veces que de mi pérdida trataba, si algún cumplimiento hizo, fue fingido. Empero cualquiera que fuese me agraviaba dello, como de una grave injuria y con muchas veras rechazaba sus burlas, como si no lo fueran o tuvieran algún fundamento, haciendo caso de menos valer que se tratase de interés mío, no consintiéndole que me sintiese flaqueza de ánimo. Antes por no traer inquieto el suyo, viéndolo tan atribulado y corto, determiné dejarlo y pasar a Florencia.

Comuniquéle aqueste pensamiento, diciéndole que deseaba mucho ver aquella ciudad por las grandezas que della me contaban. Y como le salí a su deseo, asió de la ocasión refiriéndome muchas de sus cosas memorables, con que me levantó los pies y creció la codicia. No lo hacía por loármela ni porque la viese, sino por no verme ya en su casa, que es triste huésped el de por fuerza.

Después que le dije mi determinación, volvió a refrescar el viento del regalo, para obligarme con él a que saliese con gusto y en paz y quedarlo él, por lo que de mí se temía. Sinificó pesarle de mi partida; pero nunca hizo resistencia en ella que me quedase. Preguntóme cuándo me quería ir; pero no lo que había menester llevar, aun siquiera de buen comedimiento. Fácil cosa es el ver y más lo es el hablar; pero dificultoso el proveer: que no conocen todos los que miran ni los que hablan hacen. Como ya no me había menester y el necio ya le había dicho que no pensaba volver más a Roma, hizo su cuenta: «¿Para qué o de qué me puede ya ser de provecho aqueste tonto?»

Tratóme como yo merecía. Entonces conocí, en cuanto se deja conocer, el ánimo generoso con el agradecimiento del bien recebido. En esta mudanza de fortuna hallé a la vista mil daños nunca temidos. Mas, como aun entonces tenía resuello para pasar adelante, no desmayé de todo punto. Procuré olvidar lo que no pude remediar, tomando por instrumento la memoria de mi jornada. Y como la novedad o estrañeza de las cosas lleva tras de sí el ánimo de los hombres con deseo de saberlas, dime mucha priesa hasta salir de Siena, tanto por esto como por dejar a Pompeyo sosegado. Que, aunque suelen decir a los huéspedes: «Comed con buena gana, que con buena o mala tienen de contárosla por comida», me daba pena su cortedad, el sentirle su solicitud socarrona y verlo andar tan ciscado.

Despedíme dél y, aunque por ser yo quien era, por el amistad que le tuve, lo sentí de manera que a el tiempo del apartarnos me faltaron palabras, tampoco en él vi lágrimas.

Comencé mi camino a solas, no con pocos pensamientos ni libre de cuidados, que a fe que mi caballo no llevaba tanto peso; empero íbalos trazando y acomodando cómo se me hiciesen más ligeros y mejor pudiese salir dellos, cuando a pocas millas encontré a Sayavedra, que salía de Siena en cumplimiento de su destierro.

No me bastó el ánimo, en conociéndolo, a dejar de compadecerme dél y saludarlo, poniendo los ojos, no en el mal que me hizo, sino en el daño de que alguna vez me libró, conociendo por de más precio el bien que allí entonces dél recebí, que pudo importar lo que me llevó. Y paga mal el que con grandes ventajas no satisface la gracia recebida. Demás que la liberalidad supone generoso espíritu y es de tal precio, por traer su origen del cielo, que siempre se halla en los ánimos destinados para él.

No pude resistirme sin hablarle con amor ni él de recebirme con lágrimas, que vertiéndolas por todo el rostro se vino a mis pies, abrazándose con el estribo y pidiéndome perdón de su yerro, dándome gracias de que nunca, estando preso, lo quise acusar y satisfaciones de no haberme visitado luego que salió de la cárcel, dando culpa dello a su corto atrevimiento y larga ofensa; empero que para en cuenta y parte de pago de su deuda quería como un esclavo servirme toda su vida.

Yo, que siempre le conocí por hombre de muy gallardo entendimiento, vivo de ingenio, aunque por el mismo caso un perdido, empero dispuesto para cualquier cosa, holguéme con su ofrecimiento. Así caminamos poco a poco en buena conversación. Aunque verdaderamente yo sabía ser aquél gran ladrón y bellaco, túvelo por de menor inconveniente que necio, que nunca la necedad anduvo sin malicia y bastan ambas a destruir, no una casa, empero toda una república. Porque ni el necio supo callar ni el malicioso juzgar bien. Y si como siente habla, el escándalo y los trabajos están ya de las puertas adentro de casa. Parecióme que, si de alguno quisiera servirme, habiendo pocos mozos buenos, que aqueste sería menos malo, supuesto que por sus mañas me había de hacer -como si fuera lacedemonio- traer la barba sobre el hombro, y era de menor inconveniente servirme dél que de otro no conocido, pues dél sabía ya ser necesario guardarme, y con otro, pareciéndome fiel, me pudiera descuidar y dejarme a la luna.

Con esto y que ya mis prendas eran pocas, en que pudiera lastimarme mucho, lo admití en mi servicio. Preguntóme qué viaje llevaba. Respondíle que a Florencia, por satisfacer el deseo de lo que della me decían. Y él me dijo:

-Señor, aun habrá sido poco, respeto de la verdad, porque la relación de lo curioso y bueno jamás llegó a henchir aquel vacío. Algún tiempo he residido en ella; pero siempre como si entrara el mismo día, por las varias cosas que a cada paso allí se ofrecía que ver, y de mi voluntad nunca la dejara, si amigos no me obligaran a ello.

Comencéle a preguntar de algunas cosas de su principio y fundación. Él me dijo:

-Pues el tiempo del caminar es ocioso y la relación de lo que se me manda breve, diré lo que por curiosidad y con verdad he sabido.

Comenzó a discurrir luego desde las guerras civiles, a quien Catilina dio principio entre los de Fiesole y florentines. Las pérdidas que tuvieron, ya los del bando romano, ya su enemigo Bela Totile; cómo en tiempo del papa León III el emperador Carlomagno envió un grueso ejército contra los fiesolanos, dejando a Florencia reedificada en poder de los florentines, hasta que el papa Clemente VII y el emperador Carlos V por fuerza de armas la ganaron, para restituir en su antigua posesión, de que había sido despojada, la casa de los Médicis, que sucedió en el año de 1529; y cómo desde allí en adelante siempre fueron gobernados por la cabeza de un príncipe. Y aunque se les hizo a los principios algo áspero, ya están desengañados y conocen con cuánta mayor quietud viven debajo de su amparo, con seguridad en sus haciendas y vidas. Díjome que el primero que tuvieron fue Alejandro de Médicis, que verdaderamente se pudo bien llamar Alejandro, por su mucha benignidad, magnanimidad y esfuerzo; aunque violentamente lo perdió en lo mejor de sus días. A éste sucedió un valeroso Cosme, Gran Duque de la Toscana, cuya memoria, por sus heroicos hechos y virtudes, por su cristiandad y buen gobierno, será eterna. Quedó en su lugar Francisco, el cual, por haber fallecido sin heredero, sucedió en la corona el famoso Ferdinando, su hermano, vivo retrato de Cosme, su padre, su heredero en estados y virtudes. Hoy gobierna con tanto valor de ánimo y prudencia, que no se sabe de señor su igual que sea más de voluntad amado de su gente.

Si la relación fuera un poco más larga, fuera necesario dejarla para otro día, porque parece que la midió con el tiempo, pues ya estábamos tan cerca de la noche como de la posada. Entramos a descansar; y otro día, tomando la mañana por llegar temprano a Florencia, nos dimos un poco más de priesa en el camino.

Cuando llegamos a vista della, fue tanta mi alegría que no lo sabré decir, por lo bien que me pareció de lejos, que, aunque no lo estaba mucho, a lo menos descubríla de alta abajo.

Consideré su apacible sitio, vi la belleza de tantos y tan varios chapiteles, la hermosura inexpugnable de sus muros, la majestad y fortaleza de sus altas y bien formadas torres. Parecióme todo tal, que me dejó admirado. No quisiera pasar de allí ni apartarme de su lejos, tanto por lo que alegraba la vista, cuanto por no hacerle ofensa de cerca, si acaso, como todas las más cosas, desdijese algo de aquella tan admirable prespetiva. Mas, considerando ser aquella la caja, vine a inferir que sin duda sería de mayor admiración lo contenido en ella.

Y no fue menos. Porque, cuando a ella llegué y vi sus calles tan espaciosas, llanas y derechas, empedradas de lajas grandes, las casas edificadas de hermosísima cantería, tan opulentas y con tanto artificio labradas, con tanto ventanaje y arquitectura, quedé confuso, porque nunca creí que había otra Roma. Y bien considerado su tanto, le hace muchas ventajas en los edificios; porque los buenos de Roma ya están por el suelo y poco hay en pie que no sean sombras de lo pasado, ruinas y fragmentos. Pero Florencia todo es flor, todo está vivo, tan costoso y bien tratado, que dije a Sayavedra:

-Sin duda, si los habitadores desta ciudad son tan curiosos en el adorno de sus mujeres como de sus casas, que son las más bienaventuradas de cuantas tiene la tierra.

Púsome tal admiración, que quisiera con mucho espacio quedarme mirando cada uno de aquellos edificios; mas, como por acercarse la noche no diese a más lugar el día, fue forzoso recogernos a la posada. No tardamos en llegar a una donde nos acariciaron con tanto regalo, que verdaderamente no lo sabré bien decir, como lo debo encarecer: tanta provisión, limpieza, solicitud, afabilidad y buen tratamiento. En esto estaba tan cebado, que casi me hiciera poner en olvido lo que más deseaba.

Pasóseme aquella noche sin sentirla, no se me hizo media hora, gracias a la buena cama. Y a la mañana, bien que con dolor de mi corazón -que aquel entonces era mi monte Tabor-, llamé a Sayavedra, que me diera de vestir y para que, como tan curial en aquella ciudad, me fuera enseñando las cosas curiosas della, en especial y primero la Iglesia Mayor, porque, después de oída misa y encomendádonos a Dios, todo se nos hiciese dichosamente.

Llevóme allá y, cumplida nuestra obligación, estúveme bobo mirando aquel famosísimo templo y edificio del cimborio, que llaman allá «cúpula», que mejor la llamaran «cópula», por parecerme, y no a mí solo, sino a cuantos la ven, haberse juntado para ella toda la arquitectura que hay escrita y mejores maestros della, teóricos y práticos. Tan milagroso artificio, tal grandeza, fortaleza y curiosidad, sin duda ni agravio de cuanto se conoce hoy fabricado, se le puede dar lugar de otava maravilla. Considérese aquí, quien algo desto sabe, para cuatrocientos y veinte palmos que tiene de alto la capilla sola, sin el remate de arriba, qué diámetro habrá menester, y en ello conocerá cuál sea.

Otro viaje hice a la Anunciada, iglesia deste nombre, por una imagen que allí está pintada en una pared, que mejor se pudiera llamar cielo, teniendo tal pintura, de la encarnación del hijo de Dios. La cual se tiene por tradición haberla hecho un pintor tan estremado en su arte, como de limpia y santa vida. Pues teniendo acabado ya lo que allí se ve pintado y que sólo restaba por hacer el rostro de la Virgen, señora nuestra, temeroso si por ventura sabría darle aquel vivo que debiera, ya en la edad, en la color, en el semblante honesto, en la postura de los ojos, en esta confusión se adormeció muy poco y, en recordando, queriendo tomar los pinceles para con el favor de Dios poner manos en la obra, la halló hecha. No es necesario aquí mayor encarecimiento, pues ya la hubiese milagrosamente obrado la mano poderosa del Señor o ya los ángeles, ella es angelical pintura. Y a este respeto, considerado lo restante della que el pintor hizo, se deja entender el espíritu que tendrá, por el del artífice que mereció ser ayudado de tales oficiales.

Tantos milagros hace cada día, es tanto el concurso de la gente que le tiene devoción, y tanta la limosna que allí se distribuye a pobres, que me maravillé mucho cómo no eran ricos todos. Por ellos me vino a la memoria entonces el otro, que me dijeron haber dejado la famosa manda de la albarda, haciéndoseme poco cuanto en ella se halló, respeto de lo que pudo ganar y dejar un tal supuesto. Y como sea notoria verdad que el hijo de la gata ratones mata, mil veces me ocurrieron a la memoria cosas de mi mocedad: que si, como llegué a Roma, hubiera venido allí con mis embelecos, tiña, lepra y llagas, pudiera dejar un mayoradgo.

Consideré también qué pocos dellos eran curiosos ni políticos, qué burdos y de poco saber, en respeto de los de mi tiempo. Y como les entrevaba la flor, burlábame dellos. Gustaba de verlos y quisiera de secreto reformarlos de mil imperfeciones que tenían. ¿Quién vio nunca que pobre honrado, buen oficial de su oficio -ni aun razonable-, tuviese, cuando mucho, más de hasta seis o siete maravedís o cosa semejante y no de más valor en el sombrero, ni caudal que se le pudiese decir lo que allí a muchos, que ya les bastaba para comer aquel día con aquello, que se fuesen y dejasen a los otros más pobres? ¿Cuándo cupo en algún entendimiento de pobre, si no fuese pobre del entendimiento, aunque fuese principiante de dos meses de nominativos, tener un pan debajo del brazo ni estar, como vi a otro, con un palillo de dientes en la oreja?

Entre mí dije: «¡Oh, ladrón pobre, traidor a tu profesión! ¿Luego tanto comes, que te puede quedar algo entre los dientes?» Ninguno vi que supiese dónde iba tabla; no acomodaban cosa en su lugar ni tiempo, conforme a ordenanza: todo se les iba en meter letra y no entonaban punto.

Allí reconocí un mozuelo de tiempo de moros. Ya estaba hombrecillo. Solo era éste quien algo sabía respeto de los otros y a fe que quisiera yo tener puestas las manos donde tenía su corazón: sin duda estaría riquillo. Fue hijo de padres que pudieron dejarle mucho: eran muy gentiles maestros. Era pobre de vientre y lomo, ligítimo en todo; empero, como todo requiere curso y allí la justicia no les permitía tener academias, faltando los ejercicios y conclusiones, pueden echarse todos en un lodo con su bribiática.

Conocílo y no me conoció. Púdome bien decir: «Tal te veo, que no te conozco.» ¡Qué tentación tan terrible me vino de hablarle! Mas no me atreví. Díjele a Sayavedra:

-¿Ves aquel pobre? Aquél me puede hacer a mí rico.

Preguntóme:

-¿Pues cómo pide limosna?

Y díjele:

-Después que una vez los hombres abren las bocas al pedir, cerrando los ojos a la vergüenza, y atan las manos para el trabajo, entulleciendo los pies a la solicitud, no tiene su mal remedio. Vilo en una pobre de mi tiempo, la cual, como se hubiese venido a Roma perdida, mozuela, enferma, comenzó a pedir y, llegando a estar sana, recia como un toro, también pedía. Decíanle que sirviese. Respondía que tenía mal de corazón, que se caía por el suelo cuando le daba, haciendo pedazos cuanto cerca hallaba. Con esto engañaba y pasó algunos años, al fin de los cuales, preguntando a uno que le dijo ser de su tierra si conocía en ella sus padres, y diciéndole ser muertos y haber dejado mucha hacienda, se puso en camino por la herencia, y fue tanta, que trataron de pedirla por mujer muchos hombres principales, y algunos de razonable hacienda. Que no hay hierro tan mohoso que no pueda dorarse: todo lo cubre y tapa el oro. Casóse con uno de muy buena parte y talle. Hallábase la mujer tan violentada no pidiendo limosna, que se iba secando y consumiendo, sin que los médicos atinasen con la enfermedad que tenía, hasta que se curó ella misma, fingiéndose hipócrita, diciendo que por humildad quería pedir limosna para lo que había de comer. Y andaba por su casa entre sus criados de uno en otro mendigando. Y porque todos le daban, aun aquello le causaba pena. Encerrábase dentro de una cuadra donde tenía retratos, y pedíales limosna también a ellos.

Desto se admiró Sayavedra mucho. De allí me llevó a la plaza de palacio, donde vi en medio della un valeroso príncipe sobre un hermoso caballo de bronce, tan al vivo y bien reparado, que parecían tener almas y atrevimiento. A mi parecer no supe ni me atreví a juzgar cuál de los dos fuese mejor, aquél o el de Roma; empero inclinéme con mi corto saber a dar a lo presente la ventaja, no por tenerlo presente, sino por merecerlo. Pregunté a Sayavedra cuyo retrato era el del caballero, y díjome:

-Aquesta figura es del Gran Duque Cosme de Médicis, de quien por el camino vine tratando. Mandólo aquí poner a perpetua memoria el Gran Duque Ferdinando su hijo, que hoy es.

Quise saber por curiosidad qué altura tendría todo él. Y como no pude alcanzar a medirlo, me informaron, y lo parecía, que desde el suelo hasta lo más alto de la figura tendría cincuenta palmos, a poco más o menos.

A la redonda desta plaza estaban otras muchas figuras de bronce vaciadas y otras de mármol fortísimo, tan artificiosamente obradas, que ponen admiración, dejando suspenso cualquier entendimiento, y más cuanto más delicado, que solo [sabe] quien sabe lo que aquesto sea.

Después visitamos el templo de San Juan Baptista, dignísimo de que se haga dél particular memoria, por serio en su traza y más cosas. El cual supe haberse fundado en tiempo de Otaviano Augusto y haber sido dedicado a Marte. Allí me detuve viendo su antigüedad y fundación, pues dicen dél y se tiene por tradición y razones de su fundación que será eterno hasta la consumación del siglo. Y puédesele dar crédito, pues con tantas calamidades no lo tiene consumido el tiempo ni las guerras, habiendo sido aquella ciudad por ellas asolada y quedado sólo él en pie y vivo. Es ochavado, grande, fuerte y maravilloso de ver, en especial sus tres puertas, que cierran con seis medias, todas de bronce y cada una vaciada de una pieza, labradas con historias de medio relieve, tan diestramente como se puede presumir de los artífices de aquella ciudad, que hoy tienen la prima dello en lo que se conoce de todo el mundo. También tiene otra grandeza y es que, habiendo en Florencia cuarenta y una iglesias parroquiales, veinte y dos monasterios de frailes, cuarenta y siete de monjas, cuatro recogimientos, veinte y ocho casas de hospitalidad y dos del nombre de Jesús, en parte alguna dellas no hay pila de baptismo, sino sólo en San Juan y en ella se cristianan todos los de aquella ciudad, tanto el común como los principales caballeros y primogénitos del mismo príncipe.

De mi espacio, en el discurso del tiempo que allí estuve, fuimos visitando las más iglesias. Eran de tanto primor, tienen tanta curiosidad, que no es posible referir aun muy poco, en respeto de lo mucho dellas. Ni el entendimiento es capaz de aprehenderlo, según ello es, menos que con la vista. Porque haber de hacer memoria de tanta máquina y en cada cosa de tantas, tan particulares y sutiles menudencias, tan excelentes pinturas y esculturas, enteras y de medio relieve, fuera necesario hacer un muy grande volumen y buscarles otro cronista, para saber engrandecerlas algo.

Tiene allí el Gran Duque una casa y jardín que llaman el Palacio de Pitti, cuya excelencia, grandeza y curiosidad, así de jardines como de fuentes, montes, bosques, caza y aposento, puede sin encarecimiento decirse dél ser casa real y grande, tal que puede competir con otra cualquiera de su género de las de toda la Europa.

No quise dejar de saber y ver la cerca desta ciudad, que tan admirable riqueza encierra, y hallé tener en circuito cinco millas, muy poco más a menos. Tiene diez puertas y cincuenta y una torres. Toda la ciudad está del muro adentro, que no tiene arrabales. Pasa por medio della el río Arno, encima del cual hay cuatro famosísimas puentes, labradas de piedra, fuertes y espaciosas.

Y siendo lo dicho en todo estremo bien hecho, compite con ello el buen gobierno, costumbres y trato general. Con justísima razón se llamó Florencia, como flor de las flores y flor de toda Italia, donde florecen más tantas cosas en junto y cada una en singular: las artes liberales, la caballería, las letras, la milicia, la verdad, el buen proceder, la crianza, la llaneza y, sobre todo, la caridad y amor para con forasteros.

Ella, como madre verdadera, los admite, agrega, regala y favorece más que a sus proprios hijos, a quien a su respeto podrán llamar madrasta.

El tiempo que allí residí vine a inferir por los efectos las causas, conociendo cuáles eran los habitadores, por la política con que son gobernados y en la observancia que a sus leyes tienen y en cuán inviolablemente son guardadas. Allí verdaderamente se saben conocer y estimar los méritos de cada uno, premiándolos con justas y debidas honras, para que se animen todos a la virtud y no estimen los príncipes a pequeña gloria, que deben conocerla por la mayor que se les puede dar, cuando se dice dellos que con sus famosas obras compiten las de sus vasallos.

Conocí juntamente ser verdad lo que me había referido Sayavedra cerca de los ánimos encontrados. Allí vi algo de lo mucho que sobra en otras partes, invidia y adulación, que todo lo andan y siempre residen donde hay deseo de privanzas y por acrecentarlas, en grave daño de todos, unos y otros; finos contadores de lo ajeno, lindos geómetras para delinear lo que cada uno puede y lo que no puede. Quédese aquí esto, que, pues con tanta perfeción se ha pintado una ciudad tan ilustre y generosa, no ha sido buena consideración haberla tiznado con un borrón tan feo.