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Atalaya de la vida humana/Libro II/IX

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VIII
Atalaya de la vida humana
de Mateo Alemán
IX

IX

Navegando Guzmán de A[l]farache para España, se mareó Sayavedra; diole una calentura, saltóle a modorra y perdió el juicio. Dice que él es Guzmán de Alfarache y con la locura se arrojó a la mar, quedando ahogado en ella

Trujimos tan próspero tiempo a la salida de Génova, que, cuando el sol salió el martes, habíamos doblado el cabo de Noli, como está dicho, y hasta llegar a las Pomas de Marsella tuvimos favorable viento. Allí esperamos hasta la prima rendida, siéndonos todo siempre apacible, porque corría un fresco levante, con el cual navegamos hasta el siguiente día en la tarde, que se descubrió tierra de España, con general alegría de cuantos allí veníamos.

La fortuna, que ni es fuerte ni una, sino flaca y varia, comenzó a mostrarnos la poca constancia suya en grave daño nuestro, y -hablando aquí agora por los términos y lenguaje que a los marineros entonces les oí- cubrióse todo el cielo por la banda del maestral con oscuras y espesas nubes, que despedían de sí unos muy gruesos goterones de agua. Faltónos este viento, comenzando a entristecer los corazones, que parecía tener encima dellos aquella negregura tenebrosa; lo cual visto por los consejeros y pilotos, hicieron junta en la popa, con ánimo de prevenirse de remedio contra tan espantosas amenazas.

Cada uno votaba lo que más le parecía importante; mas viendo cargar el viento en demasía, sin otra resolución alguna ni esperarla, fue menester amainar de golpe la borda, que llaman ellos la vela mayor, y, poniéndola en su lugar, sacaron otra más pequeña, que llaman el marabuto, vela latina de tres esquinas a manera de paño de tocar. Hicieron a medio árbol tercerol, previniéndose de lo más necesario. Pusieron los remos encima de los filares. A los pasajeros y soldados los hicieron bajar a las cámaras, muy contra toda su voluntad. Comenzaron a calafatear las escotillas de proa, no faltando en todo la diligencia que importaba para salvar las vidas que tan a peligro estaban.

Cerróse la noche y con ella nuestras esperanzas de remedio, viendo que nada se aplacaba el temporal. Por lo cual, para evitar que los daños no fuesen tantos, mandaron poner fanales de borrasca. La mar andaba entonces por el cielo, abriéndose a partes hasta descubrir del suelo las arenas. Fue necesario poner en el timón de asistencia un aventajado. El cómitre se hizo atar a el estanterol en una silla, determinado de morir en aquel puesto sin apartarse del, o de sacar en salvamento la galera.

Allí le preguntábamos algunos a menudo, y muchas más veces de las que él quisiera, si corríamos mucho riesgo. Ved nuestra ceguera, que lo creyéramos más de su boca que de la vista de ojos, donde ya se nos representaba la muerte. Mas parecíanos de consuelo su mentira, como la del médico suele ser para el del afligido y enfermo padre que pregunta por la salud y vida del hijo, si por ventura ya es difunto, y responde que tiene mejoría. Desta manera, por animarnos decía que todo era nada, y dijo verdad, para lo que después a cabo de poco sobrevino. Porque no dejándonos el viento pedazo de la vela sano, y tanto, que fue necesario subir el treo, que es otra vela redonda con que se corren las tormentas, quiso nuestra desgracia que viniese sobre nosotros una galera mal gobernada y, embistiéndonos por la popa, nos echó gran parte a la mar, y diolo a tiempo que juntamente saltó el timón en que sólo teníamos esperanza, viéndonos faltos della y dél, ya rendidos a el mar y sin remedio. Mas para no dejar de usar de todos los que pudieran en alguna manera dárnoslo, hicieron pasar los dos remos de las espaldas a las escalas, de donde nos íbamos gobernando con grandísimo trabajo.

¿Qué pudiera yo aquí decir de lo que vi en este tiempo? ¿Qué oyeron mis oídos, que no sé si se podría decir con la lengua o ser creído de los estraños? ¡Cuántos votos hacían! ¡A qué varias advocaciones llamaban! Cada uno a la mayor devoción de su tierra. Y no faltó quien otra cosa no le cayó de la boca, sino su madre. Qué de abusos y disparates cometieron, confesándose los unos con los otros, como si fueran sus curas o tuvieran autoridad con que absolverlos. Otros decían a voces a Dios en lo que le habían ofendido y, pareciéndoles que sería sordo, levantaban el grito hasta el cielo, creyendo con la fuerza del aliento levantar allá las almas en aquel instante, pareciéndoles el último de su vida.

Desta manera padeció la pobre y rendida galera con los que veníamos en ella, hasta el siguiente día, que con el sol y serenidad cobramos aliento y todo se nos hizo alegre. Verdaderamente no se puede negar que de dos peligros de muerte se teme mucho más el más cercano, porque del otro nos parece que podríamos escapar; empero en mí esta vez no temí tanto aquesta tormenta ni sentí el peligro, respeto del temor de arribar: no por el mar, mas por la infamia. Harto decía yo entre mí, cuando pasaban estas cosas, que por mí solo padecían los más, que yo era el Jonás de aquella tormenta.

Sayavedra se mareó de manera que le dio una gran calentura y brevemente le saltó en modorra. Era lástima verle las cosas que hacía y disparates que hablaba, y tanto que a veces en medio de la borrasca y en el mayor aflicto, cuando confesaban los otros los pecados a voces, también las daba él, diciendo:

-¡Yo soy la sombra de Guzmán de Alfarache! ¡Su sombra soy, que voy por el mundo!

Con que me hacía reír y le temí muchas veces. Mas, aunque algo decía, ya lo vían estar loco y lo dejaban para tal. Pero no las llevaba comigo todas, porque iba repitiendo mi vida, lo que della yo le había contado, componiendo de allí mil romerías. En oyendo a el otro prometerse a Montserrate, allá me llevaba. No dejó estación o boda que comigo no anduvo. Guisábame de mil maneras y lo más galano -aunque con lástima de verlo de aquella manera-, de lo que más yo gustaba era que todo lo decía de sí mismo, como si realmente lo hubiese pasado.

Últimamente, como de la tormenta pasada quedamos tan cansados, la noche siguiente nos acostamos temprano, a cobrar la deuda vieja del sueño perdido. Todos estábamos tales y con tanto descuido, la galera por la popa tan destrozada, que levantándose Sayavedra con aquella locura, se arrojó a la mar por la timonera, sin poderlo más cobrar. Que cuando el marinero de guardia sintió el golpe, dijo a voces: «¡Hombre a la mar!» Luego recordamos y, hallándolo menos, le quisimos remediar; mas no fue posible, y así se quedó el pobre sepultado, no con pequeña lástima de todos, que harto hacían en consolarme. Sinifiqué sentirlo, mas sabe Dios la verdad.

Otro día, cuando amaneció, levantéme luego por la mañana, y todo él casi se me pasó recibiendo pésames, cual si fuera mi hermano, pariente o deudo que me hiciera mucha falta, o como si, cuando a la mar se arrojó, se hubiera llevado consigo los baúles. «Aquesos guarde Dios -decía yo entre mí-; que los más trabajos fáciles me serán de llevar.» No sabían regalo que hacerme ni cómo -a su parecer- alegrarme; y para en algo divertirme de lo que sospechaban y yo fingía, pidieron a un curioso forzado cierto libro de mano que tenía escrito y, hojeándolo el capitán, vino a hallarse con un c[a]so que por decir en el principio dél haber en Sevilla sucedido, le mandó que me lo leyese. Y, pidiendo atención, se la dimos y dijo:

«-En Sevilla, ciudad famosísima en España y cabeza del Andalucía, hubo un mercader estranjero, limpio de linaje, rico y honrado, a quien llamaban Micer Jacobo. Tuvo dos hijos y una hija de una señora noble de aquella ciudad. Ellos dotrinados con mucho cuidado, en virtud y crianza y en todo género de letras tocantes a las artes liberales, y ella en cosas de labor, con exceso de curiosidad, por haberse criado en un monasterio de monjas desde su pequeña edad, a causa de haber fallecido su madre de su mismo parto.

»Como los bienes de fortuna son mudables y más en los mercaderes, que traen sus haciendas en bolsas ajenas y a la disposición de los tiempos, no medió pie de la buena suerte a la mala. Sucedió que, como sus hijos viniesen de las Indias con suma de oro y plata, cuando ya llegaban a vista de la barra de San Lúcar y, como dicen, dentro de las puertas de su casa, revolvió un temporal, que con viento deshecho, trayéndolos de una en otra parte, dio con el navío encima de unas peñas, y abierto por medio se fue luego a pique sin algún reparo, ni lo pudo tener mercadería ni persona de todo él.

»Cuando a los oídos del padre llegó tan afligida nueva de pérdida tan grande, se melancolizó de manera que dentro de breves días también falleció.

»La hija, que residía en el convento, ya perdida la hacienda, los hermanos y padre defuntos, viéndose desamparada y sola, sintió su trabajo como lo pudiera sentir aun cualquiera hombre de mucha prudencia, por haberle faltado tanto en tan breve, que pudo decirse un día, y con ella la esperanza de su remedio, porque deseaba ser monja.

»Cesaron sus disinios, comenzó su necesidad; cesaron los regalos, comenzaron los trabajos y fueron creciendo de modo que ya no sabía qué hacer ni cómo poderse allí dentro sustentar. Y aunque las conventuales todas, que le tenían mucho amor por la nobleza de su condición, afabilidad, trato y más buenas partes, condolidas de su necesidad y pobreza, la quisieran tener consigo, mas como estaban subordinadas a voluntad ajena de su prelado, ni ellas lo pudieron hacer ni a ella fue posible quedar. Porque dentro de breve término se le notificó que saliese o señalase la dote, y, no pudiendo cumplir con lo segundo, tomó resolución en lo primero.

»Era tan diestra en labor, así blanca como bordados, matizaba con tanta perfeción y curiosidad, que por toda la ciudad corría su nombre. Con esto, las virtudes de su alma y hermosura de su rostro eran tan por exceso, que a porfía parece haberse fabricado por diestros diversos artífices en competencia. Y todo junto, en comparación de su recogimiento, mortificación, ayunos y penitencia, no llegaban. Viéndose, pues, desabrigada, con temor de la murmuración y de ocasión que le pudiera dañar, celosa de su honor, buscó un aposento en compañía de otras doncellas religiosas, donde sin tener otra sombra sino la de su trabajo, con él se alimentaba tasadísimamente y con grande límite, dando ejemplo de su virtud a todas las más doncellas de su tiempo.

»El arzobispo de aquella ciudad tuvo deseo de mandar hacer algunas cosas de curiosidad, hijuelas y corporales matizados, y no sabiendo ni hallándose quien como Dorotea lo hiciese -que así se llamaba esta señora- por las buenas nuevas que della tuvieron, la buscaron y encomendáronle aquesta obra, prometiéndole por ella muy buena paga.

»Era necesario para tanta curiosidad que fuera el oro el mejor, más delgado y florido que se pudiera hallar. Y porque sólo quien lo sabe gastar es quien lo sabe mejor escoger, ella propria en compañía de sus vecinas y amigas lo fueron a buscar a los batihojas, que son en Sevilla los oficiales que lo hacen y venden.

»Acertaron a entrar en casa de un mancebo de muy buena gracia y talle, que de muy poco tiempo había comenzado a usar el oficio y puesto tienda, que para más acreditarse procuraba que su obra hiciera ventajas conocidas a la de sus vecinos. Déste quisieran comprar lo que para toda su labor les fuera necesario -tanto por ser a su propósito, cuanto por escusar la salida de casa-, si el dinero les alcanzara; mas como sólo llevaban lo que para principio se les había dado, dijeron que llevarían un poco y volverían por más, como se fuese obrando y ella cobrando.

»El mancebo, cuando vio la hermosura y compostura de la doncella, su habla, su honestidad y vergüenza, de tal manera quedó enamorado, que lo menos que le diera fuera todo su caudal, pues en aquel mismo punto le había entregado el alma. Y sintiéndole que dejaba de comprar con su gusto por falta de dineros, tomando achaque para sus deseos de la ocasión que le vino a la mano, sin dejarla pasar ni soltarla della, dijo:

»-Señoras, si el oro es tal que hace a propósito para lo que se busca, escoja y lleve su merced lo que hubiere menester y no le dé cuidado pagarlo luego, que por la misericordia de Dios, ánimo tengo y caudal no me falta para poder fiar aun otras partidas más importantes, y no a tan buena dita. Vuestra Merced, señora, lleve lo que quisiere y pague luego lo que mandare, que lo más que restare debiendo me irá pagando, poco a poco, según lo fuere cobrando del dueño de la obra.

»Parecióles a todas el mozo muy cortés y buena la comodidad, según se deseaba. Dorotea le dio el dinero que tenía de presente y, habiendo escogido todo el oro que le pareció mejor y necesario, lo llevó consigo, dejándole dicha la calle y casa donde acudiese por la resta.

»Luego se fueron, quedando el pobre mozo tan amante y fuera sí, cuanto falto de todo reposo y combatido de varios desasosiegos. Rompióle amor las entrañas, no comía, no bebía ni vivía: tan ocupada tenía el alma en aquella peregrina belleza, espejo de toda virtud, que todo era muerte su trabajosa vida, sin saber qué hiciese. Y pareciéndole doncella pobre, que por medios del matrimonio pudiera ser tener buen puerto sus castos deseos, quísose informar de quién era, de su vida, costumbres y nacimiento.

»La relación que le hicieron y nuevas que della tuvo fueron tales, que con ellas quedó de nuevo muy más perdido y menos confiado, nunca creyendo poder alcanzar tan grande riqueza, hallándose siempre indigno de tanto bien como lo fuera para él poder alcanzarla por esposa.

»De todo desesperaba, en todo se conocía inferior. Mas, como no era posible ni en su mano volverse atrás, que las pasiones del alma no tocan menos a los más pobres que a los más poderosos y todos igualmente las padecen, aunque se hallaba tan atrás, nunca dejó de porfiar para pasar adelante, perseverando en su honesto propósito, por haberlo puesto en las manos de Dios, que siempre los favorec[e] y sabe acomodar con sola su voluntad las cosas de su servicio, represetándole siempre que no era otro su deseo que hallar compañera con quien mejor poderle servir, en especial aquella tan virtuosa y de su gusto, empero que así lo hiciese como mejor conviniese a su servicio.

»También se le representó que la mucha pobreza y discreción le harían por ventura fuerza, para que sólo mirando a su soledad y remedio, pospusiese pundonores vanos, acomodándose con el tiempo y, siéndole representado su honesto deseo de servirla, lo viniese a conceder. Con estos pensamientos y cuidados procuraba solicitar la cobranza, no apretando ni enfadando, antes tomando achaques, unas veces de ver su tan curiosa labor, otras por hacérsele paso, fingiendo lo que más a propósito venía para hacer visita y por tomar amistad. Que sólo a este fin iban por entonces encaminados sus deseos, para con ella poder mejor después entablar el juego y en el ínterin poder aquel espacio breve mitigar las ansias que siempre ausente le causaba su dama.

»En esto anduvo el mozo tan discreto como solícito y tan solícito como enamorado, procediendo con tan honrados y buenos términos, que muy en breves granjeó de todas las voluntades, no pesándoles de sus visitas, antes con ellas ya recebían regalo.

»Entre las que allí vivían, que eran cuatro hermanas, a la una dellas, la más venerable y grave, a quien tenían las otras todo respeto, tanto por su prudencia mucha cuanto por ser mayor en edad, se fue inclinando más en amistad y regalándola, conque después, andando el tiempo, en ocasiones que se ofrecían, poco a poco se fue descubriendo, haciéndola capaz de sus deseos, hasta de todo punto quedar aclarado con ella, suplicándole que, interponiendo para ello su autoridad, fuese parte que sus esperanzas no quedasen sin el premio que de su valor y discreción esperaba y que, siéndole favorable, la fuese disponiendo en las ocasiones que se ofreciesen, de tal manera que cualesquier dificultades quedasen llanas, pues de su parte ninguna se podía ofrecer que a brazos cruzados no se pusiese a hacer toda su voluntad.

»Los buenos terceros bien intencionados, que sin respetos humanos tratan de las cosas honestas con libertad y verdad, tienen siempre tal fuerza, que persuaden con facilidad, porque se les da todo crédito. Esta señora fue labrando en Dorotea de modo, de uno en otro lance, que, convencida de razón, vino a condescender en el consejo que le dieron y, obedeciéndolo como de su verdadera madre, le besó por ello las manos, dejándolo en ellas.

»El desposorio se hizo con gusto general y mayor el de Bonifacio -que así llamaban a el desposado-, porque se creyó hallar con aquella joya el más dichoso, bien afortunado y rico de los hombres, pues ya tenía mujer como la deseaba, en condición y de mayor calidad que merecía, y tal, que pudiera vivir con ella seguro y honrado, sin temor de celoso pensamiento ni de alguna otra cosa que le pudiera causar desasosiego.

»Vivían contentos, muy regalados y sobre todo satisfechos del casto y verdadero amor que cada cual dellos para el otro tenía. Él de ordinario asistía en la tienda, ocupado en el beneficio de su hacienda, y ella en su aposento, tratando de su labor, así doméstica como de aguja, gastando en sus matices y bordados parte de la que su marido hacía. Crecíales la ganancia y en mucha conformidad pasaban honrosamente la vida.

»El demonio vela y nunca se adormece; más y en especial vela en destruir la paz contra las casas y ánimos conformes, arma cepos y tiende redes con todo secreto y diligencia para hacer, como desea, el daño posible y dar con ello en el suelo. Andaba siempre acechando a esta pobre señora, procurando derribarla y rendirla y, cuando más no pudiese, que a lo menos trompezase. Y así en las visitas, en misa, en sermón, en las mayores devociones, en la comunión, aun en ella la inquietaba, presentándole los instrumentos de su maldad, mancebos galanes, discretos, olorosos y pulidos, que le saliesen a el encuentro, siguiéndola y solicitándola. Mas de todo sacaba poco fruto. Porque la casta mujer, mostrándose fuerte, siempre vencía con su honestidad semejantes liviandades. Y aunque para quitar la ocasión rehusaba cuanto más podía el salir de su casa y escasamente a lo muy forzoso y necesario, donde también era perseguida, rondábanle la puerta noche y día, buscaban invenciones y medios para verla. Empero nada les aprovechaba.

»Entre los galanes que la deseaban servir, que todos eran mozos y señores los más principales de la ciudad, era uno el teniente della, mancebo soltero y rico. Vivía frontero de la misma casa, en otras principales, altas y de buen parecer, que por ser más humildes y bajas las de Dorotea, no obstante que había calle de por medio, cuándo por los terrados, cuándo por las ventanas, la señoreaba cuanto hacía. Y tanto, que su esposo ni ella podían casi vestirse ni acostarse sin ser vistos, en especial estando con descuido y queriendo con cuidado asecharlos.

»Con esta ocasión el teniente andaba muy apasionado y cansado de hacer diligencias con extraordinaria solicitud. Al fin se hubo de volver, como los demás, al puesto con la caña, sin recebir algún favor ni visto sombra de sospecha con que poderlo pretender ni que desdorase un cabello del crédito de la mujer.

»Andaba también con los muchos en la danza un otro penitente de la misma cofradía de los penantes, muy llagado y afligido. Era burgalés, galán, mozo, discreto y rico, las cuales prendas, favorecidas de su franqueza pudieran allanar los montes. Mas a la casta Dorotea, ni las partes deste poder del teniente ni pasiones de los más le hacían el menor sentimiento del mundo, como si dél no fuera.

»Mostrábase a todos estos combates fortísima peña inexpugnable, donde los asiduos combates de las furiosas ondas del torpe apetito, no pudiendo vencer, quedaron quebrantadas. No hay duda que siempre continuaba velando su honestidad, como la grulla, la piedra del amor de Dios levantada del suelo y el pie fijo en el de su marido. Y fuera imposible herirla, si el sagaz cazador no le armara los lazos del engaño en la espesura de la santidad, para cazar a la simple paloma.

»Este burgalés, que se llamaba Claudio, tenía en su servicio una gentil esclava blanca, de buena presencia y talle, nacida en España de una berberisca, tan diestra en un embeleco, tan maestra en juntar voluntades, tan curiosa en visitar cimenterios y caritativa en acompañar ahorcados, que hiciera nacer berros encima de la cama.

»Llamóla un día, diole cuenta de su pena, pidiéndole consejo para salir con su pretensión adelante. La buena esclava, como haciendo burla, después de haberse bien satisfecho y enterado en el caso, riéndose, le dijo:

»-¡Pues cómo, señor! ¿Qué montes quieres mudar, qué mares agotar, a qué muertos volver el espíritu, cuál dificultad es tan grande la que te aflige y tanto me encareces? No son esas las cosas que a mí me desvelan; poco aceite y menos trabajo se ha de gastar en ello de lo que piensas; ya puedes hacer cuenta que la tienes par de ti; descuida y ten buen ánimo, que yo te daré la caza en las manos dentro de pocos días o no me llamen Sabina, hija de Haja.

»Tomó el negocio a su cargo y comenzó desde aquel punto a entablar el juego, dando trazas, como el que propone dar en el ajedrez un mate a tantos lances en casa señalada. Comenzó por el peón de punta, meneando los trebejos. Y componiendo un cestillo de verdes cohollos de arrayán, cidro y naranjo, adornándolo de alhaelíes, jazmines, juncos, mosquetes y otras flores, compuestas con mucha curiosidad, lo llevó a el batihoja, diciéndole ser criada de cierta señora monja de aquella ciudad, abadesa del convento, que, teniendo noticia de la obra tan buena que allí se hacía y necesidad forzosa de un poco de buen oro para unos ornamentos que dentro de la casa estaban acabando para el día de San Juan, la regalaba con aquel cestillo y suplicaba que del oro mejor que tuviese le diese dos libras para probarlo y que, saliendo tal como le habían certificado y era conveniente a su propósito, lo pagaría muy bien y siempre lo iría gastando de su casa, llevando para cada semana lo que se pudiese gastar en ella; demás que tendría mucho cuidado de regalarlo. Bonifacio se alegró con la buena ocasión de la ganancia y no menos con el cestillo de flores, que lo estimó en mucho por la curiosidad con que venía fabricado.

»El cual a el punto, luego que lo recibió, habiendo despachado la esclava con el oro, lo llevó a su mujer, poniéndoselo en las faldas con grande alegría, que no con menos fue recebido della. Preguntóle de quién lo había comprado y díjole lo que pasaba. Entonces lo estimó en más, porque le vino a la memoria el tiempo de su niñez, cuando con las más doncellas de su edad y monjas del convento se ocupaban en semejantes ejercicios. Rogó a su marido que, si otra vez volviese, la hiciese subir a su aposento, que holgaría de conocerla.

»Luego la semana siguiente, dentro de seis días, veis aquí donde vuelve Sabina muy regocijada, diciendo del oro que había sido bueno y a pedir otro tanto, que fuese de lo mismo, dándole un largo recabdo de parte de su señora y con él una imagen pequeña de alcorza y un rosario de la misma pasta, con tanta curiosidad obrado, que bien era dino de mucha estima. Así como lo vio, no quiso recebirlo, sino que de su mano lo diese a Dorotea, su esposa.

»Cayóle la sopa en la miel, sucediéndole lo que deseaba y a pedir de boca; mas haciéndose de nuevas, dijo:

»-¡Ay, mal hombre! ¿Dícelo de veras y casado es? No lo creo. Aun por soltero nos lo habían vendido y trataba ya mi señora de casarlo con una lega que tenemos, tan linda como unas flores, hermosa y rica.

»Bonifacio le respondió:

»-Rica y hermosa la tengo, como allá me la podían dar, y con quien vivo contentísimo. Subí, veréisla.

»Sabina le dijo:

»-En buena fe, no quiero; no sea que me burle, que es un traidor.

»-No burlo, de veras -le dijo Bonifacio-. Subí, amiga Sabina.

»Ella, cuando entró en la pieza y vio a Dorotea, desalada y los pechos por tierra se le lanzó a los pies, haciéndole mil zalemas, admirada de su grande hermosura; que, aunque había oídola loar, era mucho más la obra que las palabras. Quedó como embelesada de ver sus bastidores con los bordados y otras labores que le mostró en que se ocupaba, con cuánta perfeción y curiosidad estaba obrado, diciendo:

»-¿Cómo es posible no gozar mi señora de cosa tan buena? No, no; no ha de pasar así de aquí adelante, sin que con amistad muy estrecha se comuniquen. ¡Ay, Jesús, cuando yo le cuente a mi señora la abadesa lo que he visto, cuánta invidia me tendrá! Cuánto deseo le crecerá de gozar un venturoso día de tal cara. Por el siglo de la que acá me dejó y así su alma esté do la cera luce o que landre mala me dé, si no fuere alcahueta destos amores. Yo quiero de aquí adelante regalar a esta perla y visitarla muy a menudo.

»Con estas palabras y otras regaladísimas llevó su oro, después de haberse despedido. Y de allí en adelante, de dos a tres días continuaba la visita, ya por oro, ya diciendo hacérsele camino por allí, diciéndole a el marido que cometería traición si por allí pasase y dejase de entrar a ver aquel ángel.

»Otras veces, con achaque de traerle algún regalo, la iba disponiendo a que de su voluntad tuviese deseo de irse a holgar a el monasterio un día. Cuando ya le pareció tiempo, dio por allá la vuelta un lunes de mañana y llevóle dos canasticos, uno con algunas niñerías de conservas y otro de algunas frutas de aquel tiempo, las más tempranas y mejores que se pudieron hallar.

»Dióselos diciendo que, por ser del huerto de casa y lo primero que se había cogido, le pareció a su señora que no pudiera estar en otra parte tan bien empleado como en ella. Y que juntamente le suplicaba dos cosas. La primera y principal que, pues de allí a ocho días, el siguiente lunes, era la fiesta del glorioso San Juan Baptista y el domingo su santa víspera, le hiciese merced en hacer penitencia, pasando en el convento aquellos dos días, pues en su casa no eran de ocupación. Demás que tenían las monjas muchas fiestas y representaban una comedia entre sí a solas, que de nada gustaría, si aquesta merced no le hiciese. Y que otras señoras principales, parientas de las monjas, vendrían por allí, para que acompañándola se fuesen juntas.

»Lo segundo, que les diese tres libras de buen oro para fluecos de un frontal, que deseaban acabar para poner en un altar allá dentro, procurando, si fuese posible, se lo diese más cubierto y delgado. A lo del oro respondió Dorotea:

»-Dárelo de muy buena gana, que lo tengo en mi poder y también hiciera lo que mi señora la abadesa me manda; mas está en el de mi marido. Ya sabéis, hermana Sabina, que no soy mía. Mi dueño es el que os puede dar el sí o el no, conforme a su voluntad.

»-En buena fe -le respondió-: aun esa sería ella, si no me la diese. Nunca yo medre si de aquí saliese todos estos ocho días hasta llevarla. No sería razón que una cosa sola que mi señora suplica tan de veras, la primera y tan justa, se dejase de hacer, porque desea, como a la salvación, gozar de aqueste paraíso.

»-¡Ay!, callá, Sabina -dijo Dorotea-. No hagáis burla de mí, que ya soy vieja.

»-¡Vieja! -dijo Sabina-. ¡Sí, sí, dese mal muere! ¡Cómo decirme agora que la primavera es fin del año y cuaresma por diciembre! Dejémonos de gracias, que así, vieja como es, la goce su marido muchos años y les dé Dios fruto de bendición. Agora se haga lo que le suplico, que deseo ganar aqueste corretaje, que mi señora la retoce. ¡Ay, cómo se ha de holgar con esta traidora!

»Bonifacio y Dorotea se reyeron, y él con alegre semblante, sin ver la culebra que estaba entre la yerba ni el daño que le asechaba, por la grande confianza que de su esposa tenía, dijo:

»-Agora bien, por mi vida, que Sabina lo ha reñido y pleiteado con gracia. No se le puede negar lo que pide, habiéndolo enviado a mandar el abadesa mi señora. Idos a holgar esos dos días, que yo sé cuán de gusto serán para vos y no menos para mí porque lo recibáis. Hermana Sabina, decid a su merced que así se hará, como se manda y, cuando aquesas señoras que decís vayan al monasterio, pasen sus mercedes por aquí para que se vayan juntas.

»Agradeciólo Sabina con tales palabras, cuales de mujer tan ladina y que ya tenía negociado su deseo. Fuese a su casa tan contenta y orgullosa, que ya le parecía volverse atrás los pasos que adelante daba y que a su posada nunca jamás llegaría. El corazón le reventaba en el cuerpo de alegría. Quisiera, si fuera lícito, irla cantando a voces por las calles; echábasele de ver el contento en los visajes del rostro; hervíale la sangre, bailábanle los ojos en la cara; parecía que por ellos y la boca quería bosar la causa.

»Cuando en su casa entró, como una loca soltó los chapines, dejó caer de la cabeza el manto y, arrastrándolo por detrás, alzando con las manos las faldas por delante, que le impedían el correr, entró desatinada en el aposento de su señor, que la esperaba. Por decírselo todo, todo lo partía entre los dientes y la lengua, sin que alguna cosa dijese concertada. Ya comenzaba por ativa, ya lo volvía por pasiva. Bien o mal, tal como pudo, le dio el mensaje de modo que todos aquellos ocho días no acabaron ella de referirlo y él mil veces de preguntarlo.

»Volvía a cada paso a tratar una misma cosa, discantaban luego si aquello sería posible tener efeto. Parecíale que aquello, que dello hablaban, le había de servir y quedar por paga, sin acabar de creer que pudiera ser cierto un bien tan deseado ni llegar a gozar de tan alegre día. Para el concierto tratado hizo que se previniesen unas parientas y conocidas de casa, de quien tenía satisfación de cualquier secreto, que le ayudasen con su solicitud en este hecho.

»Llegado el domingo, día ya señalado, vistiéndose unas en hábito de casadas, otras de doncellas, de dueñas otras, fueron con Sabina por Dorotea. Tocaron a la puerta. Salió su esposo, que ya las esperaba, y como viese una tan honrada escuadra de mujeres, a el parecer principales, llamó a la suya que bajase presto, que la esperaban. Ella bajó tan simple como contenta. Habláronse todas con muy comedidos cumplimientos y, entregándosela el marido, la cogieron en medio y con ella y grande alegría fueron su viaje.

»Iban al monasterio encaminadas, cuando una de aquellas de tocas reverendas dijo:

»-¡Ay amarga de mí, cómo se nos ha olvidado ir por doña Beatriz, la desposada, que nos estará esperando y también la convidaron!

»Otra respondió luego:

»-Por los huesos de mis padres que dice verdad y que no me acordaba más della que de la primera camisa que me vestí. No podemos ir sin ella. Volvamos por aquí, que presto llegaremos allá.

»Dio entonces la vuelta uno de aquellos cabestros de faldas largas y rosario a el cuello por cencerro, tomando la delantera, y todas la siguieron hasta dar consigo en casa de Claudio. Llamaron a la puerta. Salióles a responder por la ventana una esclavilla, preguntando quién llamaba y lo que querían. Una dellas le dijo:

»-Entra presto y dile a tu señora que baje su merced presto, que la esperamos.

»Hizo como que fue a dar el recabdo y, cuando de allá dentro volvió con la respuesta, les dijo:

»-A Vuestras Mercedes suplica mi señora se sirvan de no tomar pesadumbre aguardando un poco en cuanto se acaba de tocar, que será en breve, y entretanto se podrán Vuestras Mercedes entrar a sentarse a la cuadra.

»Ellas entraron por el patio en una sala bien aderezada, donde se quedaron las más y solas dos pasaron adelante a una mediana cuadra con Dorotea. Estaba muy bien puesta, con sus paños de tela de plata y damasco azul y cama de lo proprio, la cuja de relieve dorada. Junto a ella estaba un curioso estrado, en que las tres tomaron sus asientos y de allí a muy poco dijeron:

»-¡Ay, Dios!, y qué prolija novia hace doña Beatriz, y si a mano viene, aún de la cama no se habrá levantado. Andad acá, hermana, sepamos cuándo habemos de ir de aquí.

»Salieron las dos, y, quedándose sola Dorotea, se desparecieron, que persona viviente no se conocía por la casa. Claudio entró luego y, tomando en el estrado una de aquellas almohadas junto a Dorotea, le comenzó a hacer muchos ofrecimientos, descubriéndole la traza que para su venida se había tenido, desculpando aquel proceder con lo mucho que le hacía padecer. De que no quedó la pobre señora poco turbada y triste, porque lo conocía de vista y sabía sus pretensiones. Viose atajada, no supo qué hacerse ni cómo defenderse. Comenzó con lágrimas y ruegos a suplicarle no manchase su honor ni le hiciese a su marido afrenta, cometiendo contra Dios tan grave pecado; empero no le fue de provecho. Dar gritos no le importunaba, que no había persona de su parte y, cuando de algún fruto le pudieran ser y gente de fuera entrara, quien allí la hallara forzoso habían de culpar su venida, sin dar crédito a el engaño. Defendióse cuanto pudo.

»Claudio, con palabras muy regaladas y obras de violencia, y contra su resistencia y gusto, tomaba de por fuerza los frutos que podía; pero no los que deseaba, con que se iba entreteniendo y cansándola. Finalmente, después que ya no pudo resistirle, viendo perdido el juego y empeñada la prenda en lo que Claudio había podido poco a poco ir granjeando de su persona, rindióse y no pudo menos. Ellos estaban solos a puerta cerrada, el término era largo de dos días, la fuerza de Claudio mucha, ella era sola, mujer y flaca: no le fue más posible.

»Bien se pudiera decir que había sido pendencia de por San Juan, si no se les anublara el cielo. Comieron y cenaron en muchas libertades y fuéronse a dormir a la cama; empero breve fue su sosiego y sobresaltado su reposo. Porque nunca el diablo hizo empanada de que no quisiese comer la mejor parte.

»Costumbre suya es, cuando hace junta semejante, formar una tienda o pabellón, convidando a que se metan dentro, que allí los encubrirá y nada se sabrá, haciéndose cargo del secreto, y después, cuando están encerrados en el mayor descuido y mal pensada seguridad, abre las puertas, descubre, derriba los pabellones, manifestando en público el vicio recelado y, tañendo su tamborino, a repique de campana, llama la gente para que allí acudan a verlos, dejándolos avergonzados y tristes, de que más él se queda riendo.

»¿Quién creyera que invención tan bien trazada viniera tan en breve a descubrirse por tan estraño camino? ¿Quién esperara de tan felices medios y principios, fines tan adversos y trágicos? Mal dije que no se podía esperar menos, considerada la danza y quien la guiaba. Demás que de necesidad había de castigar el cielo a letra vista semejante maldad y fuerza. Y aunque no fue la pena igual con el delito, fue a lo menos aldabada poderosa, para que cualquiera buen discursista reconociera la ofensa y hiciera penitencia della.

»Como aquel día todo anduvo tan sin cuenta ni orden, allá en su cuarto los criados ensancharon los vientres, quitaron los pliegues a los estómagos y las canillas a las candiotas; comieron y bebieron hasta ir a las camas gateando, dejándose la chimenea con toda la lumbre y cerca della mucha leña. El fuego se fue metiendo por los tueros y rajas, y ellos encendidos, comunicándose con los más que cerca estaban, de manera que casi a la media noche todo aquel cuarto se quemaba sin que persona lo sintiese, que dormían todos.

»Era víspera de San Juan. El teniente andaba de ronda y a el grande resplandor, que ya la lumbre se devisaba de muy lejos, viola y sospechó la verdad, que alguna casa se quemaba. Fuéronse por el rastro de la claridad hasta la casa de Claudio. Dieron voces y golpes a la puerta. La casa era grande. Los unos de cansados, los otros bien borrachos y otros abrasados, ninguno respondía. Levantóse por la vecindad mucho alboroto. Unos y otros vecinos, preveníase cada cual de su remedio. Fuese llegando mucha gente, y con fuerza que hicieron derribaron por el suelo las puertas. Entraron por la casa, creyendo que los della ya fueron consumidos con el fuego y cuando menos ahogados con el humo, pues alguno por toda la casa no parecía.

»Fueron las voces y el estruendo tanto, que Claudio recordó y, turbado de aquel ruido tan grande, sin saber lo que pudiera ser, con la espada en la mano y ambos desnudos, abrió la puerta del aposento y, cuando vio el fuego, volvióse adentro para cubrirse con algo y salir huyendo. El teniente creyó que la gente de fuera fue quien abrió aquella sala para entrar a robar. Acudió a la defensa con diligencia y halló a los dos amantes, que apriesa y por salvarse buscaban los vestidos y, teniéndolos en las manos, ninguno hallaba el suyo.

»Ya podréis considerar cuáles podrían estar y qué pudieran sentir, viéndose desnudos, la casa llena de gente y sobre todo su mayor enemigo el teniente, que los había cogido juntos. Volvamos, pues, a él, que luego conoció a Dorotea. Quedó tan fuera de sí, que de los tres no se pudiera hacer alguna diferencia cuál estaba más muerto. Porque nunca el teniente pudiera persuadirse de persona del mundo a semejante cosa. Pues, teniendo por testigos a sus proprios ojos, aún los tachaba.

»Viose tan turbado, tan abrasado de celos, tan desesperado y loco, que por vengarse dellos y sin otra consideración, los hizo llevar a la cárcel con ánimo de vengarse y más de Dorotea, que, por no haberle admitido, estaba resuelto de infamarla, buscando rastros para tener ocasión con que prender también a su marido, pareciéndole no haber sido posible no ser sabidor y consentidor del caso, dando a su mujer licencia que fuese a dormir con aquel mancebo, por interese grande que por ello le habría dado. Que una pasión de amor hace cegar el entendimiento, volviendo los ánimos tiranos y crueles.

»A ella la llevaron cubierta con su manto, con orden de que no fuese por entonces conocida hasta hacer la información, y a él por otra parte también lo llevaron preso. Y aunque hizo Claudio por impedirlo grandes diligencias, pretendiendo escusar los graves daños que dello pudieran resultar, ni ruegos ni dineros fueron parte a que la rabia del corazón se le aplacase a el juez.

»Ellos quedaron en su prisión y el juez echando espuma por la boca, hasta que se aplacó el fuego y lo dejó muerto; mas el de su corazón muy vivamente ardía. Era ya después de media noche. Había padecido mucho con el cansancio y más con el enojo. Fuese a dormir, si pudo, que se cumplió el refrán en él: Así tengáis el sueño.

»No lo tuvo bueno ni es de creer; antes con el enojo trazaría la venganza, guisándola de mil modos para que no escapasen o a lo menos limpia la honra. Mas estaba haciendo la cuenta sin la huéspeda. Que apenas él tenía los pies en la cama, cuando ya Dorotea tenía cobro.

»Dormía Sabina en un aposento más adentro del de su amo, para si en algo fuese menester de noche, y, como hubiese tenido atención a todo lo pasado, acudió presto a el remedio. Que siempre las mujeres en el primer consejo son más promptas que los hombres, y no ha de ser pensado para que acierten algunas veces. Sacó de su aposento un grueso capón que había quedado de la cena, el cual acomodó con un gentil pedazo de jamón de la sierra, con un frasco de generoso vino, buen pan y reales en la bolsa. Poniéndose un colchón, sábanas y un cobertor en la cabeza y la cesta en el brazo, se fue a la cárcel. Pidió al portero que le dejase meter aquella cama y cena para una dueña de su amo, que, porque se tardó en dar un caldero con que sacar agua para matar el fuego, la mandó traer el teniente presa. Con esta poca culpa y cuatro reales de a cuatro que le metió en la mano, le abrió las puertas, haciéndole cien reverencias, aunque con la ropa que sobre la cabeza llevaba no le vio la cara.

»Ella entró con su recabdo a Dorotea, que más estaba muerta que viva. Estuvieron hablando solas, porque las más presas ya dormían. Y de allí resultó que Dorotea, hecha Sabina y puesta una saya suya verde que llevaba, llamó a el portero y le dio la cena, diciendo que la dueña no la quería ni dormir en cama hasta salir de allí. Él vio su cielo abierto y al sabor del tocino se puso en manos del vino, guardando la resulta para el siguiente día.

»En cuanto el carcelero se ofrendaba, se cargó Dorotea el colchón en la cabeza y salió de la cárcel, dejando en su lugar a Sabina, y con dos de las mujeres del día pasado se volvió a casa de Claudio, hasta por la mañana, que con ellas y otras volvió a su casa, fingiéndose no haber estado buena de salud y que por eso se volvía.

»Ya el teniente andaba orgulloso para el siguiente día martes y no se olvidaba Claudio, porque, como ya sabía estar la señora en salvo, hizo que un su amigo hablase a el asistente, suplicándole que personalmente lo desagraviase, viendo la sinjusticia que le habían hecho. También el teniente, cuando fue a comer a su casa y se puso a la ventana, mirando con infernal celo a las de Dorotea, reconocióla y vio que, sentada con su marido, estaban comiendo juntos.

»Perdía el seso, estaba sin juicio, pensando qué fuese aquello. Envió a la cárcel a saber quién soltó la presa de la noche antes. Dijéronle que allí estaba. Ya pateaba en este punto, porque sin duda creyó estar loco, si acaso no hubiera sido sueño lo pasado. Así pasó aquel día hasta el siguiente, que, viniendo a la visita el asistente con sus dos tenientes, mandaron llamar a Claudio y a la mujer que con él había venido presa. Los cuales, como ya hubiesen dicho en su confisión quiénes eran y allí fuesen públicamente conocidos, fueron sueltos.

»Empero no tan libres que Claudio no purgase bien las costas. Porque cuando a su casa llegó, halló la mayor parte della y de sus bienes abrasados y juntamente a una su hermana honesta, de las que sacaron a Dorotea de su casa, la cual fue hallada con un su despensero en una misma cama muertos y otros tres criados. Tanto sintió este dolor, lastimóle de tal manera el corazón semejante afrenta, porque aquello había sido en toda la ciudad notorio, que de la intensa imaginación adoleció gravemente. Y no deseando salud para gozarse con ella, sino sólo para hacer penitencia del grave pecado cometido, convaleció y, sin dar cuenta dello a persona del mundo, se fue a el monte, donde acabó santamente, siendo religioso de la Orden de San Francisco.

»Dorotea se fue con su marido en paz y amistad, cual siempre habían tenido. El teniente se quedó muy feo, sin muchos doblones que le daban y sin venganza, y Bonifacio con todo su honor. Porque Sabina y las más que supieron su afrenta, dentro de muy pocos días murieron. Que así sabe Dios castigar y vengar los agravios cometidos contra inocentes y justos.»

Con esta historia y otros entretenimientos, venimos con bonanza hasta España, que no poco la tuve deseada, sin ferros, artillería, remos, postizas ni arrombadas. Porque todo fue a la mar y quedé yo vivo: que fuera más justo perecer en ella.

Desembarcamos en Barcelona, donde diciéndole a mi amigo el capitán Favelo que había votado en la tormenta de no hacer tres noches en parte alguna de toda España hasta llegar a Sevilla y visitar la imagen de Nuestra Señora del Valle, a quien me había ofrecido y héchole cierta promesa, si de allí escapase, llególe a el alma perder mi compañía. Mas no pude hacer otra cosa, que temí no viniesen en mi seguimiento con alguna saetía o algún otro bajel. Compré tres cabalgaduras en que llevar mi persona y los baúles. Recebí un criado y, diciendo ir mi viaje, sin que alguno supiese lo contrario, nos despedimos como para siempre.