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Brenda/XVIII

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En el salón de recibo alhajado con elegancia, de una hermosa casa situada en la calle de Ituzaingó, a las dos de un día sábado, paseábase meditabunda y un tanto inquieta la señorita Areba Linares, como si en verdad preocupase su espíritu algún pensamiento digno de serias y detenidas reflexiones. Con uno de sus brazos -en parte descubiertos y de una blancura anacarada-, recogido bajo el seno, y la mano del otro en la mejilla, dejando flotar el extremo de una pulsera de filigrana de oro que lanzaba límpidos reflejos, caminaba a pasos breves, con aire grave y ese movimiento rítmico de cabeza lleno de gracia y de majestad que unido a la mirada serena constituye un accesorio interesante del poder de seducción en las mujeres inteligentes.

Como de costumbre, Areba había oído misa esa mañana en su capilla particular; pues la señorita de Linares tenía sus imágenes predilectas y su devoción sistemada, y practicaba el bien a manos llenas, más que por deber o por hábito, cediendo a un impulso espontáneo y generoso de su naturaleza rica y original. A este respecto, la caridad podía enorgullecerse de una encarnación perfecta, y consolarse a la idea de que no era solamente en los bellísimos ángeles de mármol con alas color nieve, con que el cincel de los grandes artistas talla su tipo ideal, donde debería buscársele, acabada, pródiga y magnánima. Areba tenía sus pobres. Únicamente a ellos les era dado hablar de su amor sincero y adorable. No podían decir lo mismo muchos hombres gallardos y opulentos, jóvenes y apasionados, que en vano esperaron de ella su limosna de honrosa preferencia en porfiadas lides. Para estos, sólo hubo, y reservaba, esas sonrisas de esperanza saturadas de ironía que ensanchan el horizonte al propio tiempo que el vacío, y mantienen fluctuante e indeciso el corazón; les había hecho entrever quizás más de una vez, la posibilidad del triunfo, algo así como un ensayo de pasión que se anhela sentir, pero que está muy lejos de nacer, entretenida en sondar caracteres, en medir los quilates de sus virtudes o el enorme hueco de sus vanidades, en conglobar las excelencias morales de todos escogiendo lo selecto, profundo y duradero de cada uno, para formar el cerebro nutrido, vigoroso y completo que debía poner en un tronco de Belvedere. A fuerza de sondar y de reconocer la diferencia de los fondos, encontrando esponjas de vanidad en unos, perlas diminutas en otros, riscosos relieves en los más, llegó a familiarizarse con sus distinguidos admiradores hasta el punto de imponerles un sistema de expectativa muy adecuado a las circunstancias, que si bien no excluía la persistencia en las pretensiones, debilitaba al menos el entusiasmo de sus impulsos.

Zelmar Bafil era tal vez entre ellos, el único que había merecido delicadas deferencias.

Devota y caritativa, Areba era, sin embargo, un compuesto raro de calidades acentuadas y poco comunes: lo humano excéntrico. Bajo esta faz, su carácter resistía victoriosamente a la palabra banal, a la costumbre monótona y a las formas sociales consagradas; llenaba sus deseos por acto de conciencia, y aun cuando se doblegase alguna vez al ritual del uso, descubríase siempre en su conducta el imperio de una voluntad que puede obrar aislada, como un poder invisible, merced a la posición que la afianza y sustenta.

El mundo aparece entonces como un excelente teatro de acción para el carácter, en estas condiciones; y ella lo sabía, pudiendo presentarse en él tras el escudo de una belleza que a los veintiséis años parecía haber adquirido brillo y fuerza admirables.

¿En qué pensaba Areba en el momento en que volvemos a encontrarla?

Fácil es el presumirlo. El nombre de Brenda había asomado más de una vez a sus labios, que se habían vuelto a plegar en silencio. Esta historia íntima traía a concurso activo todas las facultades de su espíritu sagaz, poniendo a la vez en agitación una sensibilidad tanto más excitable, cuanto era de reprimida y sofocada por singulares genialidades.

En uno de sus paseos detúvose frente a un espejo colocado en el centro del salón, y mirose suspirando el tocado, que arregló ligeramente en alguno de sus detalles, llamando un poco más hacia adelante una pequeña onda negra de su hermosa cabellera. Hallose bastante bien para ser nunca desairada...

-Con todo -se dijo-, Brenda deslumbra. ¿Por qué negar que es una criatura deliciosa, capaz de hacerse querer a la distancia, aunque se oculte, con toda su sencillez? Se denuncia con el perfume... Sin provocar jamás, se la solicita: ¡envidiable virtud!

Reconcentrose luego con un gesto de disgusto, sentose en el sofá, y siguió en su soliloquio:

-Nada dice su corazón; es natural: le es indiferente. No se sacrifica, y hace bien: triste debe ser el entregar a un hombre por siempre cuerpo y alma, no sintiendo ni el deseo del contacto, a partir de lo que se afirma y parece lo cierto; que el amor es un altar y las demás pasiones sus gradas; culto exquisito, delicado e indispensable, aunque sólo se profese una hora en la vida. Horror causa el pensar en la existencia en común, con quien una no quiere. Comprendo el suplicio... y el pecado. No se creen por lo general estas cosas, y hay error funesto. La virtud está en saber querer más que en ser querida... y respecto a esto último, a ninguna falta su rayo de sol que la acaricie; pero ¡rara es aquella que no tiembla si ella no ama!

¡Oh la tendencia a amar, a soñar, a adorar; el afán intenso de sentir; la aspiración ardiente de querer algo que sea tan bello como la misma ilusión y tan real como el fuego inextinguible que una vez siquiera nos devora y nos consume: hermosos espejismos de la mente calenturienta, que hace oír palabras de dulzura infinita, y gustar besos deleitables que ningún labio puede dar! ¡Bellas cosas!... La mujer de mi tiempo no ha nacido para gozarlas; y sería piadoso, si algunas fibras ella tuviera, que correspondiesen por ley fisiológica a otras tantas emociones morales, el destruirlas de antemano, o quemarlas con una piedra infernal. ¿De qué le sirven? Para ansias y desvelos; y a fuerza de ansiar, pierde su encanto la ilusión deslucida y ajada por el beso encendido de la mente; ¡y la vida se acorta! Reinamos, se afirma: no es cierto. Los hombres se han encargado simplemente de dar otras formas y dorar el mueble viejo griego, romano o árabe, según las costumbres y los gustos: en el fondo, no ha habido para nosotras más que una sola época -con variantes-, como un problema de juego complicado...

-El doctor de Selis -dijo un criado desde la puerta, interrumpiendo de súbito las reflexiones de Areba.

-Hazlo pasar.

Levantose la joven, y volvió a contemplarse en la luna que, al reflejar su imagen encantadora, reprodujo con toda fidelidad hasta la sombra de tristeza que nublaba su frente.

Sonriose, murmurando:

-¡Cualquiera supondría que es a éste a quien deseo!

Se volvió al ruido de pasos. Entraba el doctor de Selis.

Areba le tendió la mano con amable acogida, diciendo:

-¡Puntual! Probará esto un hábito, bien plausible por cierto, o un verdadero interés en iniciar la primera conferencia...

-No excluyo lo uno de lo otro, señorita.

-En este sillón, doctor... Hablaremos más de cerca. Ayer estuvo Julieta y me pidió le recordase la promesa de asistir a aquella su amiga que padece de dolores neurálgicos; y desde ya cumplo para que lo tenga usted en memoria.

-He tenido hoy el gusto de complacerla, Areba, y puedo anticipar a usted que la molestia desaparecerá pronto -contestó de Selis, sentándose.

-Yo creo -repuso la joven riendo-, que no ha sido precisamente el dolor lo que ha impelido a la enferma a reclamar sus auxilios, sino el recibo del lunes, en la quinta de Stewart, que a la verdad es tentador como todos los anteriores. El plazo era corto, y había que emplear la morfina; mayor satisfacción para el médico cuando la vea entregada a los placeres de la fiesta, porque debo suponer que usted concurrirá...

-Si es indispensable...

-Así lo creo. Mas para ello, y en el propósito de favorecer los intereses en gestión, es necesario que usted influya con la protectora de nuestra amiga Brenda. ¿Su restablecimiento no es ya casi completo?

-Por el momento, estoy tranquilo; nada me induce a creer que los ataques se repitan con la frecuencia e intensidad de otro tiempo.

-Pues bien: la oportunidad es propicia, y ese hecho la proporciona. Convendrían, en mi concepto, a la misma señora de Nerva esas horas de solaz, y estoy segura de que no hesitaría en hacerlas gozar como otras veces a su pupila.

-Pondré todo esfuerzo en ese sentido. Pero, ¿está usted persuadida de que Brenda no hará objeción alguna?

-Perece absorberla la soledad... Usted bien sabe que ésta tiene sus atractivos y sus dulces fruiciones. La animaré por mi parte, aun cuando pienso que una simple insinuación de su protectora bastará a decidirla.

Debe usted tener presente el peligro de aquel sitio. No hay mejor trazado de paraíso que la soledad... entre dos que se están contemplando a cada instante. Los árboles son buenos confidentes. Es del caso empezar a mudar de teatro, cuyos bastidores sean más conocidos.

-Me halaga usted mucho, Areba, al pensar que desde la entrevista formal y lejos del sitio de que usted habla, pueda yo influir decisivamente en el ánimo de Brenda, hasta el punto de disuadirla de sus frágiles ensueños.

-Él no irá, si no va ella -se decía interiormente la joven mientras el doctor de Selis hablaba.

-Y mucho tendré que agradecer a usted su intervención -prosiguió él, como si adivinara su pensamiento-, que reputo obra de un desinterés digno y loable...

-¡Frágiles ensueños! -le interrumpió Areba, que había sorprendido una sonrisa sardónica en los labios de Lastener-; con severidad califica usted las cosas del sentimiento, y sobre esto ya hemos departido otra vez sin uniformar opiniones. Verdad que yo no he disputado con el profesor, sino con el pretendiente, y es del caso prevenir que sigo dirigiéndome a este último. Disculpe usted, doctor, si me permito excluir a la ciencia pura de estos debates familiares; en materia de pasiones amorosas, la cabeza es un testigo impertinente que perjura con toda impunidad sobre asuntos que al corazón atañen, y cuyo secreto, sólo él es capaz de guardar o de revelar entero, en las expansiones del sentimiento.

Hay mujeres de organismo excepcional, por decirlo así, dado que en el concepto del realismo contemporáneo, las virtudes de nuestro sexo son como Cornelias solitarias que han preferido guarecerse bajo la roca que soporta la caída, en vez de confundirse en el torrente mundanal que arrastra al abismo debilidades, vicios, abnegaciones y grandezas, todo revuelto o adherido, como lo está la carne a los huesos, pretendiéndose de aquí que es un hecho fatal e ineludible pecar de una a cien veces en la vida, y que aquel que en pecado no incurre, pertenece a un género extraterrestre, sin misión alguna en la escala zoológica. He estado, pues, en lo cierto, mi estimado doctor, cuando he dicho que las mujeres virtuosas, tan comunes en otras épocas según la historia, han llegado a convertirse en excepciones caprichosas en nuestros días, según fallo del criterio positivista.

Mientras hablaba, Areba extendió el brazo y cogió un abanico puesto sobre un almohadón de raso, y lo abrió de súbito con ambas manos, clavando sus finísimas uñas rosadas en los calados del marfil.

-Y cuando un hombre de ese criterio -prosiguió diciendo con aire reflexivo- se encuentra con una excepción de esa especie y que reviste las formas correctas de Brenda Delfor, el caso es de meditarse, empezándose por reconocer que bajo la carne incitante y codiciable, el alma de una virgen no es un montón de barro.

Los ojos pequeños y vivaces del doctor de Selis relampaguearon, y una sonrisa esforzada contrajo su boca volteriana.

-Si así pensase acerca de ella -respondió con mesura-, no habría hecho, señorita, la distinción que motiva nuestra alianza, y que según veo no empieza con muy buenos auspicios para mí...

-¡Ya previne que hablábamos en confianza, doctor! -exclamó Areba con una risa nerviosa, y dándose aire con el abanico-; y debe usted imaginarse que éstas no son sino ocurrencias de este mi carácter raro que usted ha calificado más de una vez de idiosincrásico... Desde luego, a partir de su manera de opinar, debemos conceder a Brenda un derecho de elección incuestionable y una capacidad sensible, que muy pocos poseen después de los diez y nueve años.

-No lo dudo: es la edad en que una joven recibe las emanaciones de un mundo que no conoce todavía, como caricias anticipadas de una dicha que se espera y casi nunca llega.

-Consignemos ahora este hecho -agregó Areba, asintiendo-: ella ya ha elegido.

-¿Es segura la preferencia?

-Estoy convencida de no engañarme. Conoce usted al afortunado y puede juzgar...

De Selis echó la cabeza hacia atrás, atusándose ligeramente su escaso bigote, en actitud de reflexión.

Enseguida aproximó un poco más su asiento al sofá, y dijo con reposo:

-Hay que esperarlo todo del raciocinio y del consejo, entonces; o desistir por completo de un imposible. Bien me represento el obstáculo de operar un cambio en los sentimientos de Brenda, desde que para producirse semejante fenómeno sería preciso que concurriese una causa o razón moral tan poderosa, que por sí sola desvaneciera el prestigio de la pasión que la encadena a un destino que no es el mío; la coerción materna en caso que se emplease, no haría sino convertir su anhelo en honda herida...

-¡Usted ve! -prorrumpió Areba-. ¿Qué importa entonces, que sea de oro el estileto que haya de sondar su seno? El dolor tendría que recrudecer, y empezaría a apuntar la úlcera...

Lastener de Selis quedó mirándola, apoyada la barba en la diestra, como inquiriendo con sus ojos de visual fuerte y penetrante si la señorita de Linares se proponía pasarse al campo enemigo, en evidente perjuicio de los intereses de la alianza.

Haciendo rápidos juegos con el abanico, concluyó ella por chocar suavemente sus varillas en el brazo del sillón; asumió un aspecto grave, y añadió a media voz:

-Está usted en lo cierto. Únicamente una causa poderosa transformaría el carácter de la pasión y haría quizás probable una inclinación acentuada hacia usted. Entonces Brenda no sería ya el tipo de la poética majestad femenina que reposa altiva en un corazón sano y entero; algo del aire frío del mundo habría debilitado el ardor de su fe y el vuelo de sus ideales de niña...

El problema estriba en hallar esa causa.

El doctor de Selis, que seguía con la mirada fija en Areba, acercó todavía su sillón, como si experimentase la influencia de un espíritu superior; y continuó escuchando en silencio.

Él no ignoraba que desde la aventura del Prado, la joven había sufrido cierto cambio imperceptible en su modo de ser, para ojos que no fueran los suyos; y que el retraimiento de Raúl Henares debía aumentar el despecho, cuyas agujas mortificaban su sistema nervioso, induciéndola a asumir una participación activa en sus amores. El interés, pues, era recíproco, y convenía dejar la iniciativa a Areba; una sentencia solamente tenía que recaer en los dos pleitos; y absolviese ella o condenase, la desgracia o la ventura alcanzaría en común a los dos. ¿Para qué contrariar en nada el plan que se proponía la joven? Abogaba por su causa y la propia; esta solidaridad fatal era una garantía de la rectitud de procederes, aparte de las ventajas que la habilidad femenina lleva sobre la de un hombre que no es amado. De Selis había creído innecesario por el hecho, estimular los móviles que la agitaban; fría o indiferente en apariencia, la aliada que la suerte le ofrecía venía encelada y cavilosa, con gérmenes de pasión profunda; y una fina política le imponía dejar hacer. A la sólida armadura defensiva de una mujer de mundo, sólo podía oponerse otra glacial y resistente como el acero, y ésta era una discreta reserva sobre el móvil que la arrastraba a la intriga. En esta disposición de ánimo, de Selis, confiado y tranquilo, acariciaba la creencia de un éxito conciliable con sus propósitos; la llama que ardía en el pecho de Areba y se reflejaba en ciertos raptos en sus pupilas, no tardaría quizás en predisponerla a los arranques soberbios de la pasión febril e impetuosa, que ya retorcía su entraña con el dolor del celo. ¡Excelente lucha en que el aliado iba a disputar su rival, sin que a su vez él se viera en el caso de soltar la brida a sus odios! ¿De qué medios se valdría? Lo ignoraba; pero tenía fe en Areba.

Así que de Selis aproximó su asiento, la joven preguntó con la mayor naturalidad:

-¿No podría usted producir esa causa de ruptura seria, doctor?

-La ciencia no alcanza a tanto, señorita, y me place confesarlo en triunfo de las opiniones de usted.

-¡Vamos! eso me reconcilia un poco con las cosas académicas; aunque yo bien conozco, para honor de los médicos, que hay más de sistema que de sinceridad en sus ideas respecto a temas de esta índole.

-Declaro también, Areba, que sólo usted puede proporcionar el hilo como la heroína griega, y hacerme entrar sin la menor timidez en la oscura espiral, cuyo fin no veo.

-Me honra esa confianza -dijo la joven sonriéndose de la manera que solía dar expresión extraña a su fisonomía-. Hay tiempo para obrar, y no sabemos si en el fondo se revuelve algún minotauro dormido...

Mire usted, doctor: yo tengo el medio de provocar un grave rompimiento.

De Selis, que acababa de hacer un rápido fruncimiento de cejas, inclinose con un interés que debiera calificarse de ansiedad, y preguntó solícito y un tanto sorprendido:

-¿Un medio? ¿Puedo suplicar a usted me lo revele?

-¡Ah, no! -contestó Areba reclinándose muellemente en el sofá. Es un secreto que usted ha de permitirme reserve por ahora, como un arma desconocida que sólo debe usarse en la hora del conflicto.

-No cometeré yo la falta de insistir; pero sus palabras me autorizan a alimentar una fe que decrecía por grados y estaba a punto de extinguirse.

-Creo que usted haría mal en no seguir manteniéndola. Mi compromiso tiene, sin embargo, límites marcados, y en ellos me detendré cuando lo juzgue discreto.

De Selis se inclinó, y púsose de pie para despedirse.

-Al retirarme llevo un consuelo, Areba: ¡lo agradezco con efusión!

-Estamos al principio todavía. No olvide usted lo acordado en esta conferencia, mi estimado doctor.

Y tendiéndole la mano agregó:

-¡El lunes en lo de Stewart!

-No faltaré.

Cuando de Selis salió, la joven se incorporó suspirando y volvió a sus paseos silenciosos, la vista baja y abstraída, una sombra de pesar en la frente y una zozobra inquietante en el espíritu.

¡Cuán cierto es, se decía allá en el fondo de su alma perturbada, que la mujer da todo y agradece, que forma la dicha, y es la que sufre!