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Cánovas/02

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I
III

En el tercer entreacto de Aída, Leonarda, coincidiendo con mi excelsa Madre, me aconsejó que me pusiese a tono con la situación que se veía venir. Don Alfonso estaba en puerta, aunque otra cosa pensasen los cándidos provisionales y los que creyéndose listos andan a tientas por las obscuridades de la vida. Al Gobierno de Sagasta no le llegaba la camisa al cuerpo y se defendía deportando a Filipinas a todos los que juzgaba sospechosos. Sospechoso era el país entero, que pedía orden y paz, metiendo de una vez en cintura a los malditos carcas y a los insurgentes de Cuba. A tan atinadas observaciones, que mi amiga expresaba en lenguaje más llano del que yo uso, agregó luego estos familiares consejos, inspirados en un claro sentido de la realidad: «Cuídate ahora de la buena ropa, porque se ha concluido el reinado de los cursis y de la pobretería. Arrímate a Cánovas, que es el hombre de mañana, y si no tienes medios para hacerte su amigo yo te los proporcionaré. Qué, ¿te asombras? Esta pobre Lionne, que te parecerá una doña Nadie, tiene hoy un poder que ya lo quisieran más de cuatro».

Al final de la ópera, entre el tumulto de los aplausos que prodigó el público a Tamberlick y a la Fossa, me dijo Leonarda que por don Florestán me avisaría para celebrar una entrevista y ponerme al tanto de los acontecimientos. Despedime cariñosamente de ella y de sus dos amigas, que tengo el gusto de presentar a mis lectores, presagiando que tal vez las encontraremos más tarde en nuestro camino. La una era María Ruiz, menudita y graciosa; la otra Carolina Pastrana, ojinegra, blanca y gordezuela; ambas liadas con alfonsinos de riñón bien cubierto que no debo nombrar porque ya entrábamos en la era de la hipocresía, del mírame y no me toques, y del buen callar, que llamamos Sancho.

Con la mayor parte de los ministros del Gabinete Sagasta tenía yo pocas relaciones. Al Presidente no le había visto desde el tiempo de don Amadeo. A Ulloa y Romero Ortiz les trataba superficialmente. Por cierto que este, en su despacho de Gracia y Justicia, adonde fui con una comisión de postulantes gallegos, nos habló del Manifiesto de Sandhurst con marcado menosprecio. El único Ministro con quien tenía yo franca amistad era el de Fomento, Carlos Navarro Rodrigo, el cual en Noviembre me manifestó su proyecto de fundar un gran periódico que defendiera la pura doctrina constitucional, contando conmigo para redactor político. ¡A buenas horas mangas verdes!

Una tarde, a fines de Diciembre (creo que fue por Inocentes, día más día menos) fui a verle a su despacho de la Trinidad, y me le encontré demudado y tan nervioso que su lengua gorda no articulaba las palabras con la claridad debida. «¿Pero no sabe usted lo que pasa, Tito? -me dijo, anonadándome con su gesto y el aire imponente de su procerosa figura-. Esto es inaudito. Vivimos en un país de locos... Por telegrama de hoy se ha sabido que en Sagunto, el General Martínez Campos ha proclamado Rey de España al Príncipe Alfonso. ¿Es esto racional, es esto patriótico?... ¿Qué personalidades del Ejército le han ayudado en su loca empresa? Se habla de Jovellar, de Balmaseda, de los Dabanes, de Borrero; no sé... no sé...».

Acto seguido entraron precipitadamente en el despacho los Directores Generales y los Secretarios, con sin fin de papelotes que traían a la firma. El Ministro, con presurosa mano, garabateaba su testamento. Al despedirme, don Carlos me dijo: «Nuestro periódico se quedará para mejores tiempos. Ahora mismo voy a ver a Serrano Bedoya y a Primo de Rivera, para saber qué determinan el Ministro de la Guerra y el Capitán General de Madrid... Esto no puede quedarse así... Algo muy gordo pasará... Quizás no pase nada... Veremos...».

Caviloso me volví a mi casa, y al subir la escalera sentí mi espíritu lanzado a un torbellino de ideas contradictorias. La renovación social y política que se anunciaba ¿era un paso hacia el bienestar nacional o un peligroso brinco en las tinieblas?... Apenas entré en mi aposento me dio la ventolera de ponerme los trapitos de cristianar para salir al visiteo de las personas de pro, obediente a las sabias indicaciones de Mariclío y de Leona la Brava. Yo me había hecho a la entrada de invierno elegante ropita para andar por el mundo: pantalones de última moda, chalecos vistosos, levita inglesa y un gabán con forros de seda y cuello y bocamangas de piel, que quitaba el sentido. Este rico indumento completábase con espléndido surtido de corbatas, guantes, botas de charol y sombrero de copa dernière façon.

Disponiéndome para vestirme busqué mi ropa en la percha y en un armario de luna que me habían puesto mis patrones para mayor decoro de la estancia hospederil, y busca que te busca, no encontré ninguna de aquellas ricas prendas que me costaron un dineral. Contrariado primero, furioso después, empecé a pegar gritos:

«¿Qué es esto? ¡Don José, Nicanora! ¿Dónde está mi ropa?». No tardó en acudir a mi desesperado llamamiento el filósofo Ido, que trémulo y confuso, me dijo: «Ilustrísimo Señor: llega Vuecencia a su casa trastornado, falto de memoria. Las tres y media serían cuando llamaron a la puerta dos individuos con uniforme, que me parecieron ordenanzas de la Presidencia o ujieres del Parlamento. Venían de parte de Vuecencia por su ropa elegante para vestirse allá, no sé donde...

-Yo no he pedido mi ropa, ¡canastos, mil porras! -exclamé fuera de mí-. Es usted un simple, don José. Se ha dejado usted robar.

-Señor, yo me lo creí porque... verá... A eso de las dos y cuarto me encontré en la calle a ese amigo de Vuecencia... don Serafín de San José... el cual me dijo que para que don Alfonso venga con más aquel, se quería formar hoy mismo un Ministerio de conciliación y de ancha base, pero muy ancha...

-¡Qué demonio de conciliación ni qué ocho cuartos!

-Conciliación del orden con el desorden, de la libertad con el palo, de Cheste con don Salustiano de Olózaga. Ya ve usted si es ancha la base... Al saber esto y al ver que Vuecencia me pedía su ropa... francamente, naturalmente... pensé que era su Ilustrísima uno de los llamados a componer ese Ministerio, y que tenía que vestirse a escape por mor del juramento y de la toma de posesión...

-¡Qué juramento, que posesión, ni qué cuerno! ¡Señor don Ido del seguro, señor don Ido de la cabeza, basta de enredos y venga pronto mi levita, mi gabán, mi...!

-Excelentísimo señor don Tito -exclamó Sagrario consternado y casi lloroso-. Lo que he tenido el honor de decir a Vuecencia es el mismo Evangelio.

-Déjeme usted de Evangelios, señor mío. Ya empiezo a creer que esto es una broma de los estudiantones de San Carlos que tiene en su casa, los más traviesos, los más alocados, los más pillos, hablando mal y pronto, que hay en Madrid... Esas diabluras de niños mal educados no las tolero yo. Que los aguanten sus padres, que no supieron darles mejor crianza... Y usted, señor don Ido, señor don Dejado de la mano de Dios, usted es responsable de este despojo. Ya verán todos quién es Tito. Esta misma tarde daré parte a la policía y...».

En esto presentose Nicanora, y con tan sinceras y persuasivas palabras confirmó lo dicho por su esposo, que yo quedé perplejo, sin saber qué pensar. El desgaste de energía me llevó a un estado de atontamiento que pronto fue laxitud soporífera. Dije a mis patrones que me dejaran solo, y me tumbé en el sofá, cuyos muelles cortantes habían sufrido aquel verano esmerada reparación... Rumor de misteriosas voces atormentó mis oídos. Otra vez me sentí en poder de los entes invisibles que en ciertas ocasiones de mi vida dirigían a su antojo mi conducta social. Y eran precisamente los espíritus malos, bien distintos de aquellos benéficos protectores que más de una vez endulzaron mi existencia.

De improviso, me hizo saltar en el sofá un anhelo irresistible de echarme a la calle. Y como ya no podía, por falta de la ropa buena, visitar a la aristocracia política, resolví vestirme con un trajecillo raído, añadiendo la capa venerable, astrosa, digna de pasar de mi casa al Rastro, y el hongo abollado que sufrió los rigores del asalto de Cuenca, pues la chistera número dos habíala destinado a medir garbanzos. Iba, pues, como uno de esos cesantes crónicos que todo lo esperan de las algaradas demagógicas. En la calle me sentí populacho, y hube de contenerme para no gritar ¡Abajo Alfonso 1! ¡Viva la libertad de cultos y el desestanco de la sal! En mis oídos resonaba la cháchara de los espíritus maléficos, aviesos y burlones. Tal era mi aturdimiento que llegué a desconocer los sitios por donde iba. A menudo recibía empujones de los transeúntes con quienes tropezaba, y en todos ellos creí ver moderados o alfonsinos orondos, insolentes, pavoneándose en celebración de su triunfo.

Sin saber cómo ni por dónde, cual cuerpo inconsciente lanzado por el acaso a los laberintos callejeros, llegué a la Travesía de la Parada y a la taberna de Ginés Tirado. Entre los parroquianos que allí mataban el tiempo encontré al maestro de obras Cerrudo, Perico el de los Mostenses, el corredor de vinos Botija, el churrero Paja Larga, el tipógrafo Vicente Morata, Antonio Merino, profesor de esgrima, y otros desaforados patriotas cuyos nombres no recuerdo. Llevome Ginés a una mesa situada en lo más obscuro del establecimiento. Formé ruedo con dos o tres de aquellos puntos, y un aprendiz de medidor nos sirvió de lo añejo. Pedí al tabernero noticias de su hermana Celestina, y me dijo que se hallaba en el piso alto y que le mandaría un recadito para que bajase a verme.

Caía la tarde. Las luces de gas encandilaban mis ojos. Yo bebía sin darme cuenta de las copas que a mis labios llevaba... Sobre mi alma iba cayendo un velo de tristeza desgarrada, por cuyos intersticios veía las caras de los hombrachos que rodeaban la mesa, y oía jirones de una charla política tocante a la venida de los higos chumbos, o como dijo Paja Larga, del elemento alfonsino... En medio de aquellas sensaciones caóticas vi aparecer a Celestina, que se sentó a mi lado. En sus facciones angulosas, huesudas y secas, nariz de tajante caballete, barba muy saliente con cuatro pelos en guerrilla, creí ver la caricatura de un rostro aristocrático. Por la manera de liarse el pañuelo a la cabeza, su parecido con el Dante resultaba perfecto. Saludome con arrumacos y carantoñas, echándome su brazo por los hombros.

Pasado un lapso de tiempo que no sé precisar, Celestina me convidó a comer; accedí; desaparecieron los bebedores; sentáronse a la mesa dos muchachas graciosas y joviales, la una más linda que la otra; sirvieron tortilla con jamón, tajadas de bacalao en el condimento que llaman soldados de Pavía, conejo en salsa y bartolillos; todo ello remojado en abundancia con peleón, cariñena, moscatel y caña... Entre un tumulto de risotadas que repercutían dolorosamente en mi cerebro, se nublaron mis ojos, me congestioné, perdí el conocimiento.

Mis sagaces lectores suplirán aquí la mutación de teatro que yo no puedo describir porque no me hice cargo de ella. Cuando empecé a recobrar el sentido me vi en la calle, ¡ay Dios mío!, llevado en vilo por cuatro personas, dos de las cuales me parecieron mujeres. Mis conductores no podían tenerse de risa y hacían chistes a costa mía, burlándose de mi lastimoso estado. Quise hablar y no pude... Caballero lector, prepárate para otra mutación. Sumergido nuevamente en profundo sopor, no me di cuenta de nada hasta que recobré súbitamente mi lucidez, encontrándome en una pobre estancia, tumbado en mísero camastro... En pie, junto a mí, vi dos mujeres: la una era el Dante, la otra, la más linda muchacha de las que comieron conmigo en la taberna.

Transcurridos los primeros instantes de estupefacción hablé de esta manera: «Pero Celestina, ¿qué es esto, qué me ha pasado?

-No es nada, señor de Liviano -me contestó la figura dantesca-. Comió usted con gana y empinó más de la cuenta; de aquí que se le fuera el santo al cielo... Se nos quedó usted como difunto y nos dio la gran desazón. Para ver de resucitarle y que recobrara su tino le trajimos a esta casa, que no es la mía, sino la de esta joven, mi amiguita, que aquí vive con su tía Simona. La vivienda no es de lujo, como ve. Pero sí bastante apañada para su comodidad. Aquí puede usted estar todo el tiempo que quiera, hasta que su caletre y sus nervios entren en caja».

Mostré en cortas palabras mi gratitud, dirigiéndome a la mocita gentil, a quien di, no sé por qué desvarío dantesco, el nombre de Beatrice. «No me llamo Beatriz sino Casiana, para servir a usted caballero don Tito -me dijo la graciosa muchacha-. En mi casa está usted seguro y tranquilo. Nadie le molestará». Como yo tratase de indagar el lugar donde me encontraba, Celestina lo describió de esta manera: «Estamos a la vuelta de la Escalerilla, frente a los Mostenses, en el local donde radicó (vamos al decir) la redacción de El Combate, aquel papel donde escribió Paúl y Angulo, de quien se dijo que tuvo que ver en la muerte de Prim. ¡Ay qué gracia, don Tito: está visto que donde quiera que usted va, allí encuentra la Historia!». Con esta frase y otras igualmente donosas se despidió la Tirado, diciendo que era ya más de la una de la noche. Cuando la vi retirarse, después de encarecer a Casiana que me cuidara con la mayor solicitud, creí que salía para dar su acostumbrado paseo por el Infierno y Purgatorio de la Divina Comedia.

Solo ya con mi linda guardiana y aposentadora, esta se apresuró a meterme en la cama. Hízome levantar; arregló el lecho con sábanas limpias y buenas mantas; me quitó las botas; me ayudó a desnudarme con todo recato y honestidad; me acostó, arropándome cuidadosamente; puso la luz en lugar donde no me molestara, y sentose a mi lado. Tras de algunas palabras mías de agradecimiento, contestadas por ella de una manera discreta, caí en sueño profundísimo... Desperté muy avanzado ya el día, sintiendo en mi cabeza y en todo mi ser los efectos de la reparación orgánica. Mi cerebro recobraba su lucidez. Yo era yo; me reconocí como el Tito despabilado y clarividente de mis mejores días. Llegose a mí Casianita, risueña y amable, trayéndome una taza de café con leche. Bendiciendo su solicitud, me incorporé para tomar mi desayuno. Apenas puse la taza vacía en las manos de la mozuela, esta se sentó al borde de mi lecho, y con grácil llaneza y sinceridad, me enjaretó este discursillo interesante:

«Ya está usted en mi poder, caballero don Tito, y lo primero que oirá de mi boca es que ya no le suelto. Celestina me dijo anoche: 'Ahí te lo dejo, Casiana; asegúralo bien, y haz cuenta de que con ese hombre chiquito, te ha venido Dios a ver. El buen apaño que buscabas, ya lo tienes. No es un cualquiera el señor que te ha caído del cielo, y aunque le ves mal trajeado y alternando con gente de taberna, es como si dijéramos un grande hombre, con muchísima influencia y muchísimo poderío'. Yo no valgo nada; pero soy buena, aunque me esté mal el decirlo, sé gobernar una casa y hacer la felicidad de un caballero de circunstancias que no pique muy alto en sus pretensiones. En mí tendrá usted una criada para todo y una mujer fiel que le proporcione paz, alegría y cariño».

Corté el discursejo pidiéndome antecedentes de su persona y familia. ¿Cuál era su estado, cuál su condición presente? Premiosa, suspirando a ratos y haciendo lindos pucheritos, me dio a conocer los rasgos culminantes de su breve historia. La señora con quien vivía era su tía. De su madre, ausente, poco bueno tenía que decir ¡ay! pues ella fue quien la llevó a la desgracia. Con emoción y vergüenza me suplicó que no la obligase a dar más pormenores de su deshonor y de la maldad de su madre. «En fin, don Tito -añadió resumiendo en precipitadas razones la confesión de sus desventuras-; ya sabe usted quién soy. La pobre Casiana se acoge al buen corazón de usted. Ampáreme, señor, téngame consigo para que mi vida sea menos aperreada y menos afrentosa».

Confieso que la chica empezó a interesarme y que en mí sentía, con la viva compasión, albores o remusguillos de un afecto incipiente. La muchacha prosiguió: «Puede usted hacer mucho por mí, señor don Tito. Y si quiere hacerlo con reserva, mejor. Con reserva debe ser, porque usted es persona muy alta. Me lo ha dicho Celestina y todos los que estaban en la taberna de Ginés Tirado. Usted vino anoche a la tasca... ¡ya lo sé, ya lo sé yo!... disfrazado de pobre con una capa vieja, un traje de papel secante y un sombrero que parece un acordeón. Esos disfraces se los pone usted para vigilar a los que conspiran contra el Gobierno y descubrirles todos sus trampantojos. Pero a mí no me la da, que yo le he visto en la calle vestido muy majo, con botitas de charol, gabán de pieles y un chisterómetro reluciente que da la hora...

»Usted se sonríe y me mira con ojos cariñosos -continuó tras una breve pausa- Ya veo que me amparará. Ya no lo dudo... Y lo primero que le pido, don Tito de mi alma, no es que me dé de comer, no es que me vista decentita; lo primero que le pido es que me enseñe a leer y escribir o que me ponga un maestro que me dé lección... porque soy una burra... no entiendo una letra... no sé escribir una palabra... Y el ser una burra, créalo como Dios es mi padre, me mortifica tanto, no, me mortifica más que el no ser mujer honrada. ¡Ay... cuando yo le cuente cómo ha sido la infancia de esta pobrecita Casiana, se espantará usted!... De los cinco a los diez años anduve por las calles, descalza, con un ciego que tocaba la bandurria. Largo tiempo pasé durmiendo en un banco sin más abrigo que unos trapajos indecentes. El abandono en que me tenía mi madre no se cuenta en un año. Me alquilaba para pedir limosna con mendigos asquerosos y borrachines».