Ir al contenido

Cánovas/06

De Wikisource, la biblioteca libre.
V
VII

En los primeros días de Febrerillo loco, mi amigo Prieto y Villarreal me llevó a una reunión de zorrillistas en casa de Cristino Martos. Concurrieron a ella todos los que seguían a don Manuel y muchos militares de los que quedaron defraudados y vencidos el 3 de Enero de 1874. Asistí yo al conciliábulo como simple testigo, y no despegué los labios por no sentir mi ánimo dispuesto para ninguna clase de campañas políticas. Había levantado don Manuel Ruiz Zorrilla la bandera de la República frente a la Restauración, y tales fuerzas militares y civiles agrupó a su lado, que el Gobierno alfonsino creyó preciso disponer el extrañamiento de aquel gran ciudadano, rebelde y tenaz.

Decretado el ostracismo de don Manuel el 4 de Febrero, con la coletilla de que no podría volver a España sin permiso previo del Gobierno, aquella misma noche fue puesto en ejecución. Los zorrillistas y otras personas unidas al temible revolucionario por vínculos de amistad, hicieron acto de presencia en la estación del Norte.

Representando el ideal vencido que la Restauración quería lanzar del suelo patrio, estaban en el andén Castelar, Salmerón, Carvajal, Rivero, Echegaray, Martos, Pablo Nougués, Aguilera, Pedregal, García Ruiz y otros muchos. Del estamento militar vi a los Generales Izquierdo y Lagunero y al Brigadier Carmona, que salieron pitando para el destierro al día siguiente.

Entre los amigos distinguíanse por su significación alfonsina don Pedro Salaverría, Ministro de Hacienda, y el simpático Subsecretario de la Presidencia, Esteban Collantes. De dónde provino la amistad de Salaverría con don Manuel, no lo sé; la de Esteban Collantes y García Ruiz tuvo su raigambre en la tierra palentina, donde Ruiz Zorrilla o su señora poseían extensa propiedad rústica. La despedida fue triste y afectuosa; los abrazos, efusivos; discreto el entusiasmo.

A este acto que considero público, y si queréis histórico, sigue en mis crónicas otro que también me parece digno de perpetuarse en letras de molde, y los escribo engarzados en una sola página para que resalte mejor la desacorde calidad de ambos sucesos. Una tarde de aquel mismo Febrerillo, que ahora llamo loco de atar o loco furioso, hallábame yo solo en mi aposento, trasladando al papel con nerviosa escritura mis impresiones de los pasados meses, cuando... ¡ay Dios mío!... vi entrar a una mujer sin que la precediera rumor de pasos ni sonsonete de campanilla. Llegose a mi mesa la fantasma, y yo, sin sorpresa ni espanto, con la mayor naturalidad del mundo, le dije: «Hola, Efémera; bien venida seas. ¿Me traes carta de mi adorada Madre?».

Ella, dejando caer su izquierda mano marmórea sobre la mesa, alargó hacia mí la derecha con un pliego, mientras sus labios helénicos articulaban estas palabras que me sonaron cual si las transmitiera pos ráfagas del aire una voz muy lejana: «No te traigo carta de tu Madre, sino este pliego que me han dado para ti».

Y yo, rasgando ávidamente el sobre y enterándome de su contenido, exclamé: «¡Ah! La credencial nombrando a Casiana Inspectora de Escuelas. Gracias. Mi buena Madre no se cansa de favorecerme... Tú no ignoras, Efémera, que Casiana Coelho es mujer meritísima, muy versada en la teoría y práctica del arte pedagógico... ¿Por qué no descansas a mi lado?... ¿Qué dices? ¿Que no te sientas? ¡Oh! divina mensajera; tu destino es correr, volar, llevando por el mundo la verdad del momento. Del conjunto de estos átomos, aglomerados por el Tiempo, se forma la verdad histórica en lustros, en siglos... Espera un poquito, que quiero hacerte algunas preguntas. ¿Qué me dices de mi Madre? Ya sé que por su condición inmortal está exenta de toda enfermedad. Su salud es inalterable. Varían tan sólo su apariencia personal y las vestiduras que cubren su noble cuerpo. Cuéntame: ¿qué calzado gasta en estos benditos días para andar por el mundo? ¿Lleva por ventura el alto y ceremonioso coturno, señal de la grandeza histórica?».

La recadista de Clío, con solemnidad un tantico risueña, contestó: «No lleva el coturno, sino unos holgados borceguíes de burdo paño, decorados con papeles de rojo y gualda, talco y purpurina, imitando el esplendor áureo del calzado de los Dioses, falsedad que sólo engaña a ciertos académicos. Usa la Madre estos borceguíes blandos y de figurón, porque se los impone la suciedad y dureza del suelo que recorre, todo fango y guijarros puntiagudos.

-Muy bien, Efémera. Y ahora dime otra cosa... Esto se refiere a mi persona... Escucha. Con toda sinceridad y franqueza me responderás a lo que voy a preguntarte. ¿Es verdad o es mentira que yo he visitado a don Antonio Cánovas, hablando a solas con él de asuntos políticos y particulares?

-La verdad y la mentira de los hechos no caen debajo de mi jurisdicción. Lo que a mí me concierne es el contacto de las inteligencias en las anchas regiones del espíritu. Del uno al otro cerebro saltan las ideas como chispas de un fuego que es el generador de la concomitancia y simpatía. Recojo yo estas chispas y las comunico entre los seres, hállense próximos o distantes... Es lo único que puedo contestar al señor don Tito. Tengo prisa. Adiós».

No me dio tiempo a formular nueva pregunta ni a darle mis tiernos adioses. Desapareció en forma semejante a las magias de teatro. En vez de volverse para tomar la puerta se desvaneció en la cavidad del aposento, dejándome absorto, atontado y sin respiro. Apenas me repuse de la emoción de tal escena, recorrí con rápida vista la credencial. Nombraban a Casiana Inspectora de Escuelas con sueldo de diez mil reales. En nota aparte me decía Bremón que si la señorita Coelho de Portugal ocupaba sus horas en dar lecciones particulares a domicilio, quedaría relevada de todas las obligaciones de la Inspección, salvo la de cobrar su sueldo a primeros de cada mes...

Guardé el nombramiento, en el que vi un signo de los tiempos. Todo era ficciones, favoritismos y un saqueo desvergonzado del presupuesto... Después de un largo titubeo, decidí no dar conocimiento a Casiana de aquel momio inverosímil y esperar, esperar a que se pusieran de acuerdo los ángeles que me favorecían y los demonios que me burlaban.

Una noche, avanzado ya Febrero, cuando Casiana y yo volvíamos de ver una funcioncita en el próximo teatro de Variedades, donde trabajaban actores tan graciosos como Luján y Riquelme, nos encontramos a don José Ido en estado de gran consternación y abatimiento. Creímos que Nicanora estaba con el histérico o que habían llegado noticias desagradables de Rosita, de quien se dijo días antes que se hallaba ya fuera de cuenta. No era nada de esto. Dejo al propio Sagrario la explicación del enigma, reproduciendo el texto fiel de sus acongojadas manifestaciones:

«¡Ay don Tito de mi alma, qué pena, qué horrible desengaño! Ya sabe Vuecencia que hace dos días venían corriendo unos rumores sumamente halagüeños para la Patria y para la Libertad. Las voces públicas decían en tiendas, porterías, plazuelas, cafés, estancos y boticas que en el Norte estábamos dando una gran batalla, mejor dicho, que ganamos una y luego dimos otra más reñida y sangrienta, ganándola también; que en la tercera batalla, el suelo quedó totalmente cubierto de cadáveres carlistas en una extensión de cuatro leguas a la redonda. Saturio, el amolador de las Niñas de Loreto, me dijo ayer que de resultas de esa terrible matazón de carcundas, los pocos que de estos quedaron salieron por pies, desapareciendo al otro lado del Pirineo.

»Pero ¡ay!... esta mañana, cuando más contento iba yo entre los puestos de los Tres Peces, empezaron unos runrunes que dejaban patidifusos aun a los que no les dábamos crédito. Hice mi compra, y donde quiera que yo iba la voz pública seguía cantando el miserere. Al entrar en la Plaza de Matute, para comprar vino en el almacén de Roque, me encontré al amolador y al sacristán de las Niñas que discutían en medio de la calle. El sacristán, que es más neo que Judas y más borracho que Noé, se dejó decir que a los liberales nos habían dado un palizón horroroso... Qué tal sería la somanta, que los carlistas cogieron prisionero al Rey don Alfonso y se lo llevaron a Estella».

Siguió diciendo el manso filósofo que del sofoco que tomó al oír tales desatinos le flaquearon las piernas, y tuvo que arrimarse a la pared para no dar con su pobre cuerpo en el suelo. Luego se equivocó de tienda y le armaron el gran escándalo por pedir tinto de mesa en una cerería. Al referirnos esto, se acentuaba tanto la flaccidez del rostro del buen hombre que los huesos se le transparentaban debajo de la piel, y la nuez le crecía desaforadamente.

«Esta tarde -prosiguió mi atribulado patrón, sentándose para tomar aliento-, me fui a Buenavista con la esperanza de que mi primo Macario, sargento de la brigada obrera de Estado Mayor, me sacara de mis horribles dudas y me dijese la verdad de lo acontecido en Navarra. ¡Ay Dios mío, cuánto sufre un corazón patriota cuando el demonio enreda las cosas de la guerra!... Lo que ha sucedido es cosa desdichada y lastimosa; pero no tanto como las asquerosas mentiras que contaba esta mañana el rapavelas de las Niñas de Loreto. Parece, según reza el telégrafo, que entre dos pueblos llamados si no recuerdo mal Lácar y Lorca, hubo un momento en que por milagro de Dios Nuestro Señor no cayó Alfonso XII en poder del faccioso.

-Estas cosas de la guerra -dije yo, dándole ejemplo de serenidad-, son para miradas despacio. Esperemos los despachos oficiales que nos darán relación detallada de los hechos. Tranquilícese, don José; tomémoslo con calma, que ni por una victoria debemos perder el sentido, ni por un descalabro hacer malas digestiones. La grandeza de un pueblo no está en la guerra sino en la paz; la desdicha de los españoles consiste hoy en que para llegar a la paz tenemos que pelearnos fieramente unos con otros. A los labradores hemos convertido en soldados, y ahora falta que los mansos obreros del terruño se cansen de andar a tiros y vuelvan a coger el arado».

A la noche siguiente no falté a la tertulia que algunos amigos teníamos en el Café de Zaragoza. Casiana iba conmigo. Asiduo concurrente a nuestras mesas era el Capitán Palazuelos, a quien yo conocí de Teniente el año anterior: a la sazón prestaba servicio en la Subsecretaría de Guerra. En cuanto llegué se puso a mi lado y me refirió lo que sabía del suceso de Navarra, acaecido no lejos del siniestro lugar en que murió trágicamente el General Concha. He aquí su relato sucinto:

«El 2 de Febrero, si no estoy equivocado, el jefe carlista Mendiri atacaba con preferencia al segundo Cuerpo del Ejército, por suponer que con el General en Jefe, Primo de Rivera, hallábase el Rey Alfonso. En la tarde del 3, cuando menos lo esperaba la división Fajardo, compuesta de dos brigadas (una de las cuales estaba en Lácar bajo el mando de Bargés y la otra en Lorca), embistieron los de Mendiri el pueblo de Lácar con extraordinaria bravura, llevando consigo a Cavero, Pérula y no sé quién más, con aguerridos batallones y bastantes piezas de artillería. Ante lo formidable del ataque flaquearon los nuestros; oyéronse gritos de: ¡Estamos vendidos! ¡Sálvese el que pueda!, y el Regimiento de Valencia se dispersó, siguiéndole al poco rato los soldados de Asturias. Ni Fajardo ni Bargés cuidaron de poner centinelas en los altos de Alloz y de Murillo, y a ello se debió principalmente el descalabro.

»Cuando Fajardo, que estaba en Lorca, oyó los primeros disparos, se puso al frente del Regimiento de Gerona y se dirigió a la montaña que separa aquel pueblo del de Lácar. Mas nada pudo hacer para dominar la confusión en aquella hora fatídica. El desaliento era unánime, lo mismo en los jefes que en los soldados. También se dispersó el Regimiento de Gerona, y el brigadier Viérgol se vio forzado a retirarse del sitio de peligro. Primo de Rivera, ocupado entonces en el emplazamiento de piezas de Artillería sobre Monte Esquinza y en hacer pruebas de puntería sobre los pueblos enemigos, acudió en auxilio de los de Lácar y Lorca, logrando remediar un tanto el desastre.

»En la madrugada del 4, el General Fajardo, al frente de la tropa, con las cajas de caudales, botiquines y material de guerra, salió de Lorca, retirándose hacia Esquinza. También los de Mendiri se desmandaron, y viendo este que sus tropas se lanzaban al saqueo y al inútil derramamiento de sangre, retirose a Estella. En el Ministerio aseguran que el Rey no estuvo en peligro más que breves instantes. Alguien ha dicho que se hallaba en la torre de una iglesia situada entre los pueblos de Lácar y Lorca. Según las versiones oficiales, Su Majestad permanecía en su alojamiento de Villatuerta, donde oyó muy de cerca los disparos de fusilería. Cuentan que dijo a los que le rogaban que no se aventurase a salir: Un Rey no debe ocultarse cuando silban las balas a su alrededor. Cómo y en qué forma salió de su alojamiento, no he logrado saberlo. En Guerra me han dicho, sin precisar la hora, que el Rey emprendió la marcha a galope tendido hacia Puente la Reina».

A mis observaciones sobre la obscuridad del relato de Palazuelos, contestó este: «Ha de pasar algún tiempo antes que sean conocidas en todos sus pormenores las jornadas dudosas y equívocas que hoy designamos con los nombres de Lácar y Lorca. Entiendo yo que la Historia, cuando se ve precisada a referir con verdad acontecimientos de esta índole, pasa grandes apuros y se ve ahogada en perplejidades enojosas. Los que intervinieron en estas acciones, procediendo con negligencia o aturdimiento, no ponen en sus despachos la debida fidelidad. Si es sospechoso el testimonio de los nuestros, también lo es el de los enemigos, que siempre exageran y sacan las cosas de quicio cuando han tenido algún momento afortunado... Los carlistas cantaron victoria al recogerse a Estella. Ya veremos quién cantará el último».

Cuando terminó el Capitán su bosquejo de Historia equívoca, nos enredamos en otras pláticas más amenas y en bromas y diálogos picantes que no nos corrompían las oraciones. Amenizaba las tertulias cafeteras un pianista navarro llamado Cárcar, que solía venir a nuestra peña brindándonos las piezas de su repertorio que más nos agradasen. Aquella noche, para quitarnos el amargor de las desagradables peleas de Lácar y Lorca, le pedimos que tocara jotas y rondallas, pues era consumado maestro en la música popular de su tierra. Hízolo prodigiosamente y los aplausos creo que se oyeron en Getafe. Hartos de conversación y de música nos retiramos, no sin que Casiana hiciera la indispensable requisa y acopio de terrones de azúcar para endulzar nuestro café matutino. Con este típico detalle queda bien demostrado que en aquella dichosa era de distinción y elegancia habíamos escogido lugar preeminente en la esfera de la cursilería.

Pocas noches pasaron hasta una que en cierto modo debo llamar memorable, porque en el diálogo familiar que tuve con Ido del Sagrario no faltaron unas briznas de Historia. «Venga usted acá, excelso patrón -le dije, viéndole entrar en casa cabiztivo y pensibajo-. Acérquese y le contaré un suceso que disipará sus murrias, colmándole de satisfacción y alegría... Aquí tiene usted a Casiana, su ilustre discípula, que pronto va a saber más que el maestro.

-Así lo creo y lo deseo, Excelentísimo Señor -dijo el filófoso, tomando asiento a respetuosa distancia.

-Ya sabe Casiana el suceso de autos que voy a contarle a usted, y se ha puesto muy contenta... Ea, no quiero dilatar el plato de gusto que le tengo a usted preparado. Oiga, don José, y vaya sacudiendo las tristezas que le agobian desde que supimos la terrible trapatiesta de aquellos malditos pueblos navarros. ¡Ánimo, valiente, que no hay mal que cien años dure, ni desdichas que no terminen con algo lisonjero!... Pues, señor: don Alfonso XII celebró en Puente la Reina Consejo de Generales, donde se acordó lo que no sabemos ni nos importa. De allí fue a Pamplona y luego se dirigió a Logroño, con objeto de visitar al Duque de la Victoria. ¿Qué tal? Su ídolo de usted, el invencible Espartero, recibió al joven Monarca con las demostraciones de afecto más efusivas, y pidiendo a sus ayudantes la cruz laureada de San Fernando, que él ganó en las gloriosas campañas de la primera guerra civil, la puso en el pecho del simpático reyecito. Debo añadir amigo don José, para que usted se esponje, que al realizar don Baldomero este acto de acendrado monarquismo, elogió calurosamente la conducta de Alfonso XII en la breve campaña que a usted le tiene tan compungido.

-Algo es algo. ¡Viva el Duque! -exclamó Ido-. Me complace el suceso; pero siempre me queda un dejo de aquellos amargores.

-Sursum corda. Recobre usted su fe en la libertad; hínchese de patriotismo; nos hincharemos todos... Y ahora, don José, cuídese de que nos sirvan la cena. ¿Verdad, Casiana, que el patriotismo nos desarrolla furiosamente las ganas de comer?... Oiga, señor Sagrario: para celebrar el suceso con la debida solemnidad, dígale a Nicanora que nos ponga una tortilla de seis huevos, para los dos, y esas chuletas a la papillote por las cuales merece su esposa de usted el título de Cocinera de los Dioses».