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Carlos VI en la Rápita/XIII

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XIII

Madrid, Marzo.- Dejadme que omita las desabridas incidencias de los dos días que pasé en Cádiz, donde ya no encontré ni familia ni amigos, que a tal soledad me ha traído el rigor de ausencias y muertes; ni el cansado viaje que emprendí en ferrocarril para seguirlo luego en perezosa diligencia hasta más acá de la Argamasilla y tierras quijotiles, donde vuelve a remolcarnos la negra máquina, y nos trae a la comarca polvorosa en que se asientan los dos grandes pueblos de Getafe y Madrid. Omito también el contaros cuán melancólico fue mi dilatado viaje, con equipo corto y carga excesiva de añoranzas. En el traqueteo de coches arrastrados de caballos o de veloz locomotora, los recuerdos agobiaban mi mente, o en ella se sucedían por turno, cuando no entraban en tropel, fatigándome con la intensa reproducción de la realidad. ¡Oh dulce Yohar blanquísima, oh soñada y nunca vista Erhimo, oh misterios del África musulmana y judía, oh tormentos, injurias y riesgos de morir! Todo se renovó en mi mente, así como la gallarda amistad de El Nasiry, espejo de caballeros renegados.

La despoetización, el desplome ruinoso de mis ilusorias aventuras, entristeció soberanamente mi ánimo; pero éste no quería rendirse, y como caballo de raza trataba de enderezarse después de su resbalón y caída. Digo esto porque a mitad del camino, sobre las desvanecidas imágenes de Erhimo no vista y de Yodar inconstante, empezó a destacarse y tomar cuerpo mental la imagen de Lucila, ilusión que, disipada en África, en Europa iba recobrando su brillo. A medida que yo avanzaba por estas tierras pardas, se me presentaba más clara y hermosa, dentro del magín, la figura y persona de la ideal mujer, viuda de Halconero y madre del interesante niño Vicente. Era esto como si lo cierto recobrara el puesto que le había quitado lo dudoso y fugaz.

Y recuerdo que al pasar por la nobilísima villa de Tembleque, y por el no menos ilustre lugar de Quero, que rodean saladas lagunas, mi mente y mis sentidos apreciaron toda la majestad de la hija de Ansúrez, su exquisita belleza, el hechizo de su voz, las soberanas virtudes que subliman su persona... Y ya en el paso entre Valdemoro y Pinto, lugares famosos por sus alborozantes vinos, iba mi pensamiento tan recalentado en la mental contemplación de la sin par señora, que ya se me hacían siglos los minutos que tardara en rendirle toda mi voluntad... Llegué por fin a Madrid, vencido el cansancio por la ilusión risueña de reanudar mis amistades, y de reparar el olvido de tantas cosas y personas agradables o bellas. Desde la estación a mi casa, que era mi hospedaje antiguo en la calle de Milaneses, hirió mi vista el repugnante espectáculo de los sombreros de copa, lo que me acibaró el gusto de la llegada. Vi tantos y tan feos, que jamás cosa alguna del mundo me hirió la retina con mayor desagrado. Los hombres que aquel ridículo armatoste cargaban, pareciéronme agobiados de tristeza; las mujeres, enjauladas de medio cuerpo abajo en los miriñaques, se me figuraron muñecas fúnebres... Anochecía; los faroleros encendían el gas, y a la claridad amarilla, personas y tiendas, las altas casas y el empedrado suelo, los coches y su desapacible ruido sobre las piedras o adoquines, llenaban mi alma de antipatía... Completaron mi enojo los carteles pegados en las esquinas, los aguadores y los corchetes, los vendedores de romances y los ciegos siniestros que piden con la terrible amenaza de un violín o guitarra.

En mi casa entré con mi pobre y flaca maleta. Creyó la patrona que yo le traía unas babuchas bordadas de oro. No fue mal chasco el que se llevó, viendo que sólo la obsequié con un saquito de hierbas olorosas (recuerdo amigable introducido en mi maleta por el buen Ibrahim); mas no quiso tomarlas hasta que se las metí por los ojos, encareciéndolas como prodigiosa droga medicinal y cosmética, de grandísima virtud para el disimulo de la vejez y prolongación de la vida. Pedí cena y cama; dormí, que buena falta me hacía, y mis primeros propósitos al siguiente día fueron presentarme al marqués de Beramendi, y procurarme ropa más airosa y flamante con que visitar a los Ansúrez. Ya eran las diez cuando llamaba yo a la puerta de mi Mecenas. Tales burlas de mi facha hizo mi noble amigo, que me avergonzó. Más me habría valido regresar a Madrid con el trajecito moro que me arregló Mazaltob y que dejé en mi tugurio del Mellah (calle de Numancia).

Pero, en fin, ello es que, aparte del cómico efecto de mi traje, adquirido en el Rastro tangerino, Beramendi me recibió con grande agasajo y afabilidad, y en las dos horas que permanecí en su casa, no se hartaba de oír las explicaciones que a sus preguntas sobre la vida africana le daba yo, tan incansable en el discurso como él en su curiosidad. Díjome que la historia personal que en Tetuán empecé a escribirle, le encantaba; elogió benévolo la relación de mis desventuras al ser abandonado de la blanca judía, y se regocijó de mi salida con El Nasiry, y del incidente de la bolsa, que primero rechacé puntilloso y luego admití agradecido. Interesantes halló los lances apurados del Fondac, que a punto estuvieron de ser tragedia; y al recibir de mi mano lo escrito en Tánger, por no haber correo que antes de mi propia repatriación lo trajese, prometió leerlo aquella misma noche. Más que la Historia seca de los públicos acontecimientos, le cautivan las referencias de andanzas particulares, y en ellas ve el colorido de la Historia general, la cual, sin este matiz de sangre, de fuego anímico, no es más que un trazo negro que así fatiga la vista como la memoria.

Pero lo que de su charlar festivo y cariñoso me cautivó más fue que me anunciase el propósito de enviarme a una segunda expedición informatoria y descriptiva, por su cuenta y riesgo, obligándome yo a escribirle cuanto me ocurriese y darle noticia de cosas o personas determinadas, para lo cual llevaría un guión de las materias que serían objeto de mis pesquisas. No comprendí yo la índole de la misión que mi amigo quería confiarme; y como le preguntase con cierta inquietud y repugnancia si era cosa de guerra, díjome que era más bien cosa de paz, o más claro, de diplomacia. No satisfizo por el pronto mi curiosidad, limitándose a decirme que sólo me concedía dos días de descanso, y que me preparase para partir por los caminos y lugares que se me designaran. Estas órdenes de ausencia pronta me contrariaron un poco, pues yo deseaba quedarme en Madrid algún tiempo, y así lo manifesté a mi amigo. Tenía que ver a los Ansúrez, para quienes traigo un pliego de El Nasiry; érame preciso, por imperiosa necesidad de mi espíritu, visitar a Lucila, reanudar con ella un melindre de amor interrumpido por mi viaje a Marruecos, o mejor dicho, consolidar una inteligencia de corazones, que sólo se había manifestado con vagos efluvios traídos y llevados de rostro en rostro por el mirar, y de alma en alma por palabritas eutrapélicas. Al oír esto, soltó la risa el Marqués con no menos burla de mí que al mofarse de mi ropa, y añadió que de la cabeza me arrancase aquella ilusión, pues ya Lucila había perdido todo su encanto y despojándose de toda poesía.

«Pues qué -pregunté yo con ansiedad no disimulada-, ¿se le ha caído el pelo, le lloran los ojos, ha perdido los dientes, o padece algún achaque por donde le haya venido mal olor de boca?».

«No es nada de eso -me respondió mi Mecenas-, que de su hermosura no hay nada que decir: se conserva tan guapota y sugestiva como cuando Dios le hizo el favor de enviudarla; pero si no le ha salido grano maligno en el rostro, le ha salido un novio respetable y antipático, con el cual ha hecho trato honesto de casarse en cuanto pase el plazo que marca la sociedad al dolor de las viudas». Y yo al oír esto, exclamé «¡Jesús!» no pudiendo decir más, porque mi estupor y disgusto no me daban voces para expresar de momento lo que sentí. Era ya sistemática perrería de mi Destino que ninguna ilusión se me lograse, y que todos mis castillos de amor cayesen por el suelo. ¡Y en aquel castillo lucilesco confiaba yo para guarecerme de las inclemencias de mi juventud, como definitivo y sólido refugio para lo restante de mis días!

«Consuélate, buen Confusio -me dijo mi patrono-, que aún eres joven y hallarás el refugio que deseas y mereces. Ya no es Lucila la gallarda representación del sentimiento heroico y popular; ya la maléfica influencia de un pretendiente empalagoso ha trastornado aquel espíritu, ha demolido lo más bello que en él había para levantar un vulgarísimo edificio... ¿de qué dirás?».

-¿De qué? Dígamelo pronto, por Cristo.

-Pues ahora no le da por las glorias militares... Todo eso pasó sin dejar rastro... Ahora, pásmate... le da por lo administrativo. Vencedor nuestro Ejército en África y dueño de Tetuán, el fuego de la leyenda es ya ceniza de la Historia. ¿No sabes que ha venido de fuera una moda horrible, una tromba, un huracán, una cosa pedestre y asoladora que se llama Economía Política? ¿No sabes que ahora el buen tono está en ser uno economista, y en predicar el fárrago de las ideas económicas? Pues este virus, como diría mi señor suegro, ha dañado el alma candorosa y esencialmente hispana de aquella ideal mujer. Una frasecilla que ahora está de moda, y que tiene su lugar en todo cerebro baldío, ha sido el hielo que ha esterilizado aquella soberana inteligencia. ¿No adivinas cuál es la mortífera frase? Pues es ésta: Menos política y más administración... ¡Ya ves qué desastre! Sin duda el entendimiento de Lucila habría permanecido refractario a tales tonterías, si no hubiera caído en la flaqueza de ese noviazgo. El corruptor de la celtíbera es un hombre de más de cuarenta años, llamado don Ángel Cordero, viudo también, dueño y cultivador de tierras en Aldea del Fresno y Cadalso de los Vidrios, y tan ferviente devoto de la Economía Política, que a comprar volúmenes de esta ciencia del Limbo dedica buena parte de sus rentas. Ha leído cuanto españoles y franceses escribieron de la monserga económica, y trastornado con tal pestilencia, como Don Quijote con la de los libros caballerescos, no ha parado hasta inficionar a Lucila.

-No obstante, señor Marqués -dije yo, viendo en las razones de mi amigo, más que un discreto pensar, una sutil aberración humorística-, yo veré a Lucila, yo me informaré del estado de su ánimo...

-¡Si no podrás verla! Hace un mes que reside en la Villa del Prado. ¿Y allí qué hace? Pues quemar sus lindas pestañas llevando con minuciosa exactitud las cuentas de trigo, cebada y paja, de jornales, de cuanto constituye el toma y daca de una gran propiedad rústica. El bruto del novio, el desaborido economista, está también por allá, en un predio y caserío lindantes con los de Halconero, y es quien la instruye en todas esas cábalas; y para acabar de volverla loca, le ha enseñado la diabólica máquina de contar que llaman Partida doble.

-¿Y Vicentito?... -dije yo asiéndome a un afecto que sin duda no me será robado por la intrusa Administración.

-Te recomiendo que dejes a un lado niños que no sean tuyos, y que no fundes tus cálculos en nada concerniente a la infancia, pues ya sabes lo que resulta de acostarse con ella. Reconoce, amigo Confusio... y bien sabe Dios con cuánto gusto te doy este apodo que te colgó el castrense; reconoce que la dama celtíbera y su niño han perdido aquel encanto y seducción de otros días. No pienses más en ellos... y lánzate solo a los campos de la vida, que aún te reservan sus tesoros.

-Francamente, señor Marqués -indiqué con cierta cortedad-, de lo que usted me cuenta, lo que peor y más lamentable me parece es el novio que le ha salido a esa linda mujer. Pero las aficiones de ella al orden de cuentas y a mirar por los intereses suyos y de sus hijos, no me desagradan... Al contrario... ¿Querrá usted creer que cuando venía yo dando tumbos por esa Mancha, sin apartar de Lucila mi pensamiento; cuando yo acariciaba en mi alma el amor de ella como reposo y cristalización de mi vida, me sentía también un poquito administrativo? Como que la administración es el descanso, es la paz, es el reparo que pone la prosaica Aritmética a las demasías del Heroísmo.

-¡Tú administrativo! No, Confusio, no me harás creer tal disparate. Comprendo al enamorado, que en un rapto de demencia, apechuga con la Partida doble, si ve que la mujer de sus sueños anda entre números. Pero tú no harás eso; tú eres Confusio, y tu misión es vivir, ver tierras, pueblos, y humanidad próxima y lejana; probar todas las pasiones, sufrir todos los infortunios y gustar alegrías inefables. Tu misión es ésta, Confusio amigo, y por ser tuya esta misión y no mía, te envidio, quisiera ser como tú, pobre, aventurero, hijo de tus obras, soberanamente libre.